viernes. 29.03.2024

¡Libertad, libertad, libertad…!

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“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra,
se puede y debe aventurar la vida”.

Miguel de Cervantes


Aunque, en su significado inicial “trampantojo” es un tecnicismo del arte, un efecto logrado en la pintura, creado por la fusión de la expresión “una trampa ante el ojo”, en su uso coloquial hace referencia a enredo, farsa, engaño, delirio, alucinación o ficción y, según la RAE, “es una trampa o ilusión con que se engaña a alguien haciéndole ver lo que no es”. Por otra parte, el “surrealismo” fue un movimiento cultural desarrollado en Europa tras la Primera Guerra Mundial, influenciado en gran medida por el dadaísmo; el movimiento se expandió por el mundo, influyendo en las artes, la literatura, el cine y la música, así como pensamiento y práctica política, filosófica y social. Al final de 1924, el poeta y crítico francés André Breton publicó el “Manifiesto del surrealismo” en París, sede central del movimiento, pero será con la publicación del Segundo Manifiesto cuando se produce la polarización del movimiento, adquiriendo un claro contenido político. Este segundo manifiesto provocó enconadas réplicas en el movimiento, ocasionando fuertes controversias y contestaciones, como la de Robert Desnos, poeta surrealista francés, publicada en 1930, con el título “Tercer manifiesto del surrealismo”. Desnos, amigo de Picasso, Hemingway, Artaud, John Dos Passos y otros muchos artistas y creadores, fue miembro activo de la Resistencia francesa durante la segunda guerra mundial contra el nazismo, hasta que, en febrero de 1944, arrestado por la Gestapo, sufrió un atroz peregrinaje en prisiones y campos de concentración desde Francia hasta Checoslovaquia, donde murió de tifus y agotamiento en junio de 1945 en el campo de Terezin, poco después de ser liberado por las fuerzas aliadas. Entre sus restos se encontró su último poema. Sus versos no contenían referencia alguna a su situación en el infierno nazi sino unos versos de amor, escritos para su mujer: “Tanto soñé contigo, / caminé tanto, hablé tanto, / tanto amé tu sombra, / que ya nada me queda de ti. / Sólo me queda ser la sombra entre las sombras / ser cien veces más sombra que la sombra / ser la sombra que retornará y retornará siempre / en tu vida llena de sol”. Estos versos han sido, tal vez, la denuncia más aguda e inteligentes que alguien haya hecho del horror del genocidio nazi, pues, como dijo otro escritor, bastante más antiguo, Plinio el Viejo en su “Historia Natural”: “No hay ningún mal que no contenga algún bien”. Quizá ahí esté la clave para comprender el surrealismo, un movimiento abierto a la creación misma y a la libertad, clave de la realidad.

¿Cuál es la razón de esta críptica introducción? Estas dos palabras: “trampantojo y surrealismo” son la clave. Sólo desde ellas se puede entender lo que estamos viendo en la política española actual. En este tiempo de “pandemia” hemos visto, batiendo cacerolas, en los barrios “chic” (otros dirían “pijos”) de Madrid, al grito de: ¡libertad, libertad, libertad”; hemos contemplado, también, centenares de coches en manifestación por las calles “pijas” de Madrid con banderas de España (algunas con “el aguilucho”), contra un confinamiento necesario para garantizar la sanidad y la vida de los ciudadanos, al grito de: ¡libertad, libertad, libertad!; hemos contemplado grupos de ciudadanos, con banderas y lacitos “naranjas”, exigiendo: ¡libertad, libertad, libertad!, en contra de “La ley Celaá”; hemos visto con estupor a diputados de Vox en pie, aporreando los escaños del Congreso, vociferando airados: ¡libertad, libertad, libertad!. Y en no pocas declaraciones hemos escuchado al presidente del PP, Pablo Casado y a la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso y sus “aledaños”, después de varios insultos al presidente Sánchez, exigirle: ¡libertad, libertad, libertad! Dicen que Madame Roland, durante la Revolución francesa, mientras iba camino a la muerte, golpeada e insultada, pronunció la frase que la haría famosa: ¡Libertad!, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

No poca incertidumbre y muchos interrogantes nos suscita la vida y cómo se vive; algunos de ellos, aparentemente insolubles y algunas de sus respuestas, inadmisibles. Por eso, el análisis crítico desde la filosofía se hace imprescindible

Resulta un trampantojo, es decir, una farsa y un engaño, a la par que surrealista, movimiento abierto a la libertad, que los “herederos del franquismo”, aquel dictador que condenó a los españoles a una cuarentena no de días sino de cuarenta aciagos años, exigir y gritar enloquecidos y cegados de odio e ira: ¡Libertad, libertad, Libertad…! Sí, herederos del franquismo como aseguraba Espinosa de los Monteros, portavoz del Grupo Parlamentario de Vox en el Congreso de los Diputados: “condenar el franquismo no tiene ningún sentido porque somos sus herederos”, o ese otro diputado de la misma ultraderecha, Simón Robles: “la actual democracia española no emerge del vacío, ni se conecta con la Constitución del 78, sino que nace del propio régimen franquista”, Como dijo Madame Roland, ¡cuántas estupideces de dicen y cometen en nombre de la libertad! Tenía razón el filósofo francés Hipólito Taine cuando afirmó: “Nada hay tan peligroso como una idea grande en cerebros pequeños”.

“Libertad sin ira” fue un canto del grupo Jarcha en 1976 a las libertades recobradas tras la muerte del dictador; con su repetitiva letra y música, intentaban alumbrar un espíritu de reconciliación alejado de todo revanchismo, contraponiendo los valores de la democracia en las nuevas generaciones frente a la tendencia autoritaria de muchos aquellos que aceptaron a regañadientes y con ira la transición; hoy sin duda habría que volver a entonar ese canto para neutralizar ese “trampantojo de libertad con ira” que gritan “las derechas” reclamando de nuevo políticas represivas. La realidad política que atravesamos, radicalizada y crispada, hasta reducir a permanentes insultos los debates parlamentarios, nos exige altura de miras para dimensionar el momento histórico que nos toca vivir. Si queremos conservar los derechos y las libertades conquistadas “con sangre, sudor y lágrimas”, frase de Churchill a los ingleses, como medicina segura contra retornos indeseados, no podemos ser indiferentes a esta polarización que gangrena nuestra sociedad actual; hay que apostar por defender y profundizar en los avances democráticos de la verdadera libertad; de no ser así, el sendero que marca la ultraderecha, con su grito ¡libertad con ira!, puede llevarnos de regreso hacia aquellos tiempos de las unanimidades impuestas de “una España, grande y libre”. Ya lo cantan algunos grupos cada vez más numerosos, lo vociferan en sus redes de “whatsapp” entorchados y rancios militares y lo firman, en cartas al “rey”, nostálgicos de la dictadura. Si queremos tener una democracia de calidad, en libertad y con serena convivencia, se hace necesario revertir esta polarización política. En el marco de la verdadera libertad, bueno es recordar a José Antonio Labordeta, hijo de una familia represaliada por la dictadura, y su conocido “Canto a la libertad”. Su trayectoria, ideología y compromiso con las libertades, su lucha por la democracia, esa lucha constante y diaria que mantuvo para hacer valer la verdad de la solidaridad con la gente, con el pueblo, la única que en realidad nos hace mejores para construir sociedades justas, equitativas y solidarias; y más en aquellos tristes y oscuros años de la dictadura de Franco, tiempos de madrugadas con miedo y sin esperanza: “Habrá un día en que todos / al levantar la vista, / veremos una tierra / que ponga libertad”. Así como, en la sencillez profunda de su reflexión filosófica, Tales de Mileto inició su pensamiento reconociendo que el agua es el comienzo de todas las cosas y de la vida, el ser humano se sintió “hombre con futuro creador y dueño de su vida y responsabilidad, cuando en el mar de las palabras se supo libre”.

Uno de los signos claros de la degradación de nuestro clima político es cuando en el lenguaje polisémico de la política, a esas palabras sólidas que “no se debe llevar el viento”, como señalaba ese buen escritor abulense Adolfo Yáñez, se están utilizando los mismos significantes con significados totalmente distintos. Retomando los versos musicados del ilusionado Labordeta que auguraba que habría un día en que todos los españoles veríamos en nuestra tierra escrita la palabra “libertad”, por “libertad” no todos entendemos lo mismo. Si en boca de Labordeta, o de Jarcha, o de Miguel Hernández, o en la de tantos españoles que, en una utopía comprometida lucharon por un país en libertad, hoy esa palabra, en boca de muchos que “la gritan con ira”, no significa lo mismo, la denigran, la prostituyen; es un trampantojo surrealista. El gran filósofo francés Rousseau, sin haber llegado a conocer ni el fascismo ni el nazismo, supo sentenciar que, aunque el hombre ha nacido libre, por doquiera y en todo tiempo, se le quiere sujetar con cadenas e, incluso, domeñar, esclavizar o eliminar. La desgracia es que hay “políticas y políticos” que lo proclaman y practican. Si complicado está siendo el diagnóstico de la “pandemia” que ensombrece la ilusión por una vida y un mundo feliz, engañoso es el diagnóstico que hacen de nuestra realidad política los políticos que hemos elegido para representarnos en el Parlamento exhibiendo por sistema su habitual crispación y sectarismo partidista: como otro “virus”, su política tóxica contamina el país; con sus palabras y discursos polisémicos nos engañan y su lenguaje político polariza e incendia la sociedad. Aldous Huxley, escribió en apenas cuatro meses ese libro al que debe buena parte de su fama: “Un mundo feliz”. Aunque muchos lectores no llegaron a entender la irónica parodia que su obra reflejaba, Huxley quiso mostrar una sociedad distópica y “pandémica” que funciona como una dictadura sin que los ciudadanos lo adviertan; condicionados genéticamente, viven en el disfrute, pero sin llegar a apreciar la ausencia de libertad que sufren.

La polisemia del lenguaje se refiere a los diferentes significados que puede tener una misma palabra, además de ser una herramienta de la que todos se sirven como un elemento eficaz para conseguir sus fines. Como dijo Charles Hockett, el lingüista estadounidense que desarrolló ideas influyentes en el estructuralismo americano, una de las características del lenguaje es la prevaricación, es decir, la posibilidad de transmitir información falsa o mensajes emitidos con intencionalidad, sabiendo que son falsas, pues en el lenguaje de los políticos su finalidad es conseguir votos, es decir, vender un producto como si de publicidad se tratara. Aunque la polisemia no sea más que la diversidad de significados de una misma palabra, en el campo de la política la polisemia del lenguaje encuentra su ambiente natural dependiendo del sentido y la intención que les quiera dar. Al político le interesa que sus palabras cuenten con una mínima pluralidad de significados dependiendo a quién las dirija, las lea y de las circunstancias que más le convengan. Las ideas políticas nunca son sencillas de definir: ¿quién es capaz de definir, con una interpretación única y correcta, palabras como libertad, democracia, ley, educación, patria, etc…? Cualquiera de ellas y el alcance de sus consecuencias, requieren siempre de explicaciones posteriores y necesarias, y más, en estos momentos de crispación y sectarismo partidista. Les pasa a muchos políticos lo que decía Francis Bacon: “Es un estúpido y extraño propósito perseguir el poder y perder la libertad”.

Hay palabras que los políticos repiten de manera constante: democracia, monarquía, república, patria, compromiso, diálogo, libertad, renovación, cambio, coherencia, coalición, transparencia…; son palabras cargadas de un significado difuso, como decía Laclau, “significantes vacíos” o Bauman, “líquidos”. ¡Qué diferente connotación adquiere la palabra “libertad” según se utilice en una dictadura o en una democracia! El problema es que quien las escucha o lee puede interpretarlas como quiera o como tenga su mente formada, incluso cabe el fanatismo ideológico. Es clásica la referencia filosófica, que pertenece a Aristóteles, aunque la teología católica se la atribuye a Tomás de Aquino: “Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur” (“lo que se recibe, se recibe según la forma del recipiente”), como sucede con los líquidos y su recipiente. Hasta un “sí” o un “no” puede ser útil al que lo pronuncia o escucha, para conseguir una aceptación o una negación. Así son las intencionadas preguntas retóricas, como utilizaba con frecuencia Aznar: ¿Acaso no es importante que se vaya Felipe González? La respuesta pretendida y obvia de los asistentes ¿cuál era?: ¡Síiii! O la pregunta de Santiago Abascal hace apenas unos días, a los suyos: ¿No es el gobierno de Sánchez, un gobierno totalitario, comunista-bolivariano? El aplauso lo tenía garantizado. Son estos ejemplos de una deriva del lenguaje político que polariza la sociedad e incendia la convivencia social.

Convendría llevar a cabo una reflexión del lenguaje político en la que se tuvieran en cuenta los engaños del lenguaje, sus variantes y sus “trampantojos”. Sería interesante cotejar lo que un político dice y lo que escribe, lo que expone ante una asamblea de fieles entregados o cuando se encuentra ante un auditorio no adicto a sus ideas, etc. No es difícil encontrar las contradicciones que de continuo escuchamos o vemos en los políticos y cómo intentan explotar los innumerables recursos lingüísticos que existen para engañar a los ciudadanos poco interesados en la reflexión crítica y en la correcta información. ¡Qué difícil está resultando guiarnos por ese auténtico humanismo filosófico, aquel que, según Nietzsche, el hombre no debe sometimientos a nadie sino a la verdad! O como escribió Antonio Machado: “Porque no he dudado nunca de la dignidad del hombre, no es fácil que yo os enseñe a denigrar a vuestro prójimo. Tal es el principio inconmovible de nuestra moral. Nadie es más que nadie, como se dice por tierras de Castilla”.

En el surrealismo contradictorio de lo políticos actuales pocos suelen hablar en nombre propio, despersonalizan el lenguaje en sus intervenciones; pierden su referencia al “yo” para esconderse en “nombre de su partido o del gobierno”; como escribe Emilio Núñez Cabezas en su extenso trabajo “Aproximación al léxico del lenguaje político español”, recurren a soluciones más impersonales, como usar la primera persona del plural o hablar de uno mismo en tercera persona. Hacen necesario este estilo diferente y altisonante porque, al expresarse de una manera poco clara y con un vocabulario altamente abstracto, muchos, en parte avergonzados por su propia ignorancia, pretenden pasar por auténticos expertos en la materia de la que hablan, a sabiendas de que, si no son comprendidos, ello será atribuido a la altura de sus pensamientos y no a su ignorancia, sino a la ignorancia de quienes los escuchan. Su lenguaje es una fuente inagotable de eufemismos; eufemismos a los que recurren para disfrazar aquella realidad que no les es favorable. Para la mayoría, los adversarios nunca obtienen éxitos por sí mismos e intentan sacar partido de sus errores: hagan lo que hagan, siempre lo harán mal. Hoy mismo, mientras escribo estas ideas, cuando el Presidente Sánchez y su gobierno propone reforzar las PCR a viajeros del Reino Unido, mientras espera la reunión de coordinación europea frente a la nueva cepa del coronavirus en Gran Bretaña, el Partido Popular, Vox y Ciudadanos, están criticando esta necesaria coordinación europea, y si el gobierno de España no lo hiciese, también le criticarían.

Nuestros líderes políticos son capaces de enmascarar la realidad o su pensamiento mediante un lenguaje ya críptico o, por el contrario, elaborando un lenguaje abierto, capaz de significar distintas cosas en función de los posibles y distintos receptores en una estrategia que busca ampliar y no reducir su audiencia, son modos de lenguaje típico del que pretende, no la verdad, sino la conquista o el mantenimiento del poder. Como escribía Wittgenstein en su “Tractatus”: El lenguaje se crea gracias a las imágenes que estamos adquiriendo a través de los sentidos. Estas imágenes se convierten en pensamientos. Y éstos se convierten en palabras para crear imágenes en la mente de la otra persona, ya que “el lenguaje disfraza el pensamiento”. Para alcanzar este objetivo es importante que el lenguaje sea ambiguo y la ambigüedad es un intento de no decir toda la verdad. Pero el lenguaje nunca es ambiguo, quienes son ambiguas son las personas que tratan de utilizarla y comunicarla; huyen de las afirmaciones claras, ya que la claridad es comprometedora. No hay que olvidar que un componente esencial del lenguaje político es el de convencer y persuadir y, en definitiva, atraer a su causa el mayor número de electores y, al mismo tiempo quitar valor a los argumentos del contrario. Para conseguirlo, uno de los recursos más efectivos es acudir a la metáfora o, por el contrario, recurrir a la descalificación y al insulto. Ambos, descalificación e insulto, son poderosas armas con efectos devastadores para destruir reputaciones y ridiculizar al otro. Ignoro si los ciudadanos son conscientes de este peligro de decadencia democrática, pero lo que ciertamente significa es una falta de ideología y carencia de argumentos que siembra la confusión, el desencanto y el rechazo de la ciudadanía por la política y los políticos.

Si de la libertad trata el título de este artículo; si desde ella ha construido la derecha y la ultraderecha un trampantojo surrealista que chirría a la sana inteligencia, con una breve aclaración y explicación debo acabar estas reflexiones. Sabemos que “la libertad” constituye uno de los presupuestos del ser humano y con base en ella, al lado de la dignidad humana, se ha construido como conquista histórica la esencia de los derechos de la persona. La ambigüedad del lenguaje natural cotidiano se ve, a veces, como un obstáculo para expresar las realidades que conocemos. Debido a la polisemia del lenguaje, en todas las lenguas existen palabras y enunciados que son susceptibles de más de una interpretación, creando problemas de comprensión; de ahí que haya que recurrir al contexto, a la circunstancia, a la situación para analizar el contenido y privilegiar uno de los sentidos posibles que mejor defina la verdad de lo real. La tradición filosófica se caracteriza por un continuo rechazo al contexto como elemento único para el significado; el relato y su contexto es inestable y subjetivo. La mayor parte de los filósofos siempre han buscado un lenguaje estable, no ambiguo, cuya función es expresar lo verdadero y sus reglas basadas en la evidencia. Frente al relativismo, también defendido en destacados pensadores, otros han optado por la “Philosophia Perennis”, expresión acuñada por Leibniz, y título de un ensayo de Aldous Huxley, con la intención de recopilar todas aquellas obras que la definen y representan a lo largo de la historia y de la diversidad de culturas y tradiciones. La filosofía sólo busca conocer la verdad de la realidad y siempre desde la libertad; pero deja de ser pensamiento libre cuando es condescendiente con el poder transformándose en apologética. A su vez, “la libertad” en general ha sido una de las principales preocupaciones en el pensamiento filosófico clásico; algunos de cuyos máximos exponentes han sido Aristóteles y Tomás Moro, bases del pensamiento filosófico liberal de las que más adelante parten Locke, Kant o Tocqueville; y en el pensamiento moderno y contemporáneo Marx, Stuart Mill, Bobbio, Rosa Luxemburgo, Paine, Dahl, Isaias Berlin, Rawls, Nozick, Sartre, Nietzsche, Gandhi, Arendt o Ferrajoli…, entre otros muchos. Las libertades públicas, ámbito de actuación del individuo, han sido una conquista histórica que ha ayudado a la reivindicación del ser humano, razón por la cual resulta de especial importancia analizar sus orígenes y la evolución que ha experimentado mediante el pensamiento filosófico y político y, de esta manera, aplicarla a la práctica y al pensamiento constitucional y en especial a los derechos de libertad que hoy muchos políticos rechazan o discuten. Donde mora la libertad, allí está mi patria, decía Benjamin Franklin y añadía, “aquellos que ceden la libertad para adquirir una pequeña seguridad temporal, no merecen ni libertad ni seguridad”.

No poca incertidumbre y muchos interrogantes nos suscita la vida y cómo se vive; algunos de ellos, aparentemente insolubles y algunas de sus respuestas, inadmisibles. Por eso, el análisis crítico desde la filosofía se hace imprescindible. Desde la verdadera “libertad sin ira”, sería una contradicción, un “oxímoron”, un trampantojo surrealista aceptar que quienes en su recorrido histórico y su ideología actual han violentado y han hecho insoportable con su pensamiento único e intransigente la vida de los ciudadanos, hoy griten que quieren “libertad”, libertad, ¿para qué?; desde los presupuestos filosóficos, sería inaceptable, desde los políticos, una vergüenza y desde la realidad social, una traición a quienes por la auténtica “libertad sin ira” han luchado durante los negros tiempos del franquismo del que hoy se sienten sus herederos.

¡Libertad, libertad, libertad…!