martes. 23.04.2024

La farsa no ha acabado

rajoy puigdemont

Rabelais (1494-1553) autor francés, de estilo satírico y extravagante, célebre por su novela Gargantúa y Pantagruel, fue un transgresor de su tiempo; se ocupó de criticar la hipocresía presente en la sociedad francesa. A él se atribuye la siguiente frase: “Bajad el telón, la farsa ha terminado”. Creía el gobierno y el Partido Popular que la aplicación del artículo 155, la presencia altiva de Soraya en Catalunya y los comicios del 21 de diciembre acabarían surtiendo un efecto tranquilizador entre la población española: esa era su intención. Pero, corrigiendo la frase de Rabelais: “la farsa todavía no ha acabado”. La desmemoria de algunos políticos a veces es asombrosa. Prefieren la simplificación al matiz; cuántos se imponen un “alzheimer voluntario” para ignorar u olvidarse de demasiadas palabras y hechos de su incómodo pasado. Es lo que les está ocurriendo a los políticos catalanes independentistas, están constantemente en contradicción hasta consigo mismos.

Pocos espectáculos producen tanta vergüenza ajena como ver al ex president Puigdemont, durmiendo desde hace días en la prisión alemana de Neumünster, de gira por Europa, defendiendo lo indefendible y denigrando a España siempre que hablaba, con su grupo de cortesanos y de exconsejeros huidos, o en Waterloo, sede -en sus sueños- de “la República catalana en el exilio” obstaculizando una sensata salida (causada en parte porque Rajoy no ha sabido evitar o, peor, ha pretendido judicializar el proceso que ha llevado a prisión a varios dirigentes independentistas); sigue considerando que es el presidente legítimo, empeñado en instalar a Cataluña en una esperpéntica inestabilidad política. Es verdad que ha dado un paso atrás, a cambio de una serie de ventajas y victorias parciales; cree que sigue gozando de la confianza parlamentaria, que podrá constituir en Waterloo un Consell, presidido por él, de una imaginativa o “simbólica” república, desde la que tendría bastante poder sobre la política catalana, que para ello aún cuenta con los 68 diputados independentistas que son “su garantía democrática” y que le votarían cuanto, desde su exilio, él y su Consell hubiesen aprobado.

En cambio, el bloqueo y el fracaso del procès, tiene mucho que ver con la trifulca y el embrollo existentes entre los partidos independentistas, más divididos que nunca por las ambiciones desmesuradas de unos líderes mediocres, carentes de un proyecto político para Cataluña y los globos sonda que se lanzan de continuo para encontrar un candidato posible que contente a tirios y troyanos; a su vez, cada día que pasa, es más palpable la hamletiana y oscura incertidumbre argumentativa del presidente del Parlament, Roger Torrent, para poner, posponer, quitar y quemar candidatos en plenos de investidura fantasmas (hoy suena como nuevo candidato Ernest Maragall para presidir la Generalitat, y mañana, ¿quién?); resultan ya cansinos los lazos amarillos por los “presos políticos” y es siempre inoportuno el vicepresidente de la ANC, Agustí Alcoberro, al que acompañan miles de fanáticos independentistas, criticando la “represión feroz” que -según su mantra permanente- se lleva a cabo desde el Estado y desde los tribunales, recordando machaconamente las cargas del referéndum del 1 de octubre, advirtiendo que “no desfallecerán en el objetivo de investir a Carles Puigdemont como presidente de la Generalitat”; y hasta algunos Comités en Defensa de la República (CDR), para algunos ciudadanos, simples alborotadores antisistema, se han vestido con capirotes amarillos de cofrades con el fin de manifestarse en estos días de semana santa y convocar una huelga en contra de la aplicación del 155. Decía Buda que “aferrarse al odio es como tomar veneno y esperar que la otra persona muera”.

Siempre ha sido una cuestión no cerrada la relación entre el significado del término nación relacionada con el de nacionalismo. Y no es un problema académico que no interese a casi nadie; hoy es un tema permanente si queremos entender la relación entre España y Catalunya. En la cansina incertidumbre originada por el procès independentista, debemos tener claro que lo importante no es la opinión de las mayorías, sino la verdad de la realidad. En la sociedad catalana se han formado dos sensibilidades diferentes, cada una de ellas identificada con un proyecto de país que defiende intereses encontrados: independentista una, constitucionalista la otra. Entre ambas se ha levantado una frontera (territorial, ideológica, social, cultural o religiosa) difícil de salvar; y las fronteras unen y a la vez, separan. Cómo se posicione cada uno de los proyectos ante la función de frontera, unir o separar, es la que dibuja con firmeza la línea divisoria en un momento dado, en una situación histórica concreta, como afianzamiento del conflicto o como actitud de entendimiento.

Esa frontera potencialmente podría haberse construido como un espacio de diálogo, de intercambio y dinamismo creativo en la que la construcción de “puentes” acercara posiciones aparentemente irreconciliables; por el contrario, la cerrazón de unos líderes españolistas o separatistas ha conducido al surgimiento de más fronteras que han ido cerrando los espacios y obligando a posicionarse en una u otra parte a la ciudadanía, condicionando, de forma intransigente, su pertenencia respecto del conflicto y del procès. Como resultado han cristalizado dos actitudes en una confrontación en la que no se avizora alternativas viables de solución: a su vez, la judicialización del conflicto ha producido una acción explosiva y una quiebra, agigantando la distancia entre las dos sensibilidades enfrentadas. Y desde hace siglos (1714, año en el que Catalunya habría perdido injustamente sus privilegios y derechos políticos) la diplomacia y estrategia del “155 y de la sumisión”, expresión metafórica que caracteriza la acción del gobierno de Rajoy, anula y clausura una posible salida moderada, sin violencia.

En el contexto del diálogo político, la acción de “romper los puentes” implica destruir los lazos que hasta un determinado momento permitían a las partes mantenerse en contacto y que estaban relacionados con actitudes de confianza y credibilidad o proyectos compartidos; lo contrario de “romper” es “construir relaciones o reestablecer las vías del diálogo”, es comunicarse. Todos sabemos que el puente entre dos espacios es el lugar en donde se pueden producir los encuentros, en el que pueden llevarse a cabo el diálogo y las acciones creativas que permitan diluir el enfrentamiento; es la frontera que facilita el pacto, el intercambio, la creatividad, la riqueza que surge de lo diferente.

Aunque muchos ciudadanos considerarían justo señalar en estos momentos a los responsables de dinamitar esos puentes, considerando como bando enemigo a quienes se hallen a un lado u otro del puente, lo importante y urgente para desbloquear la presidencia de la Generalitat es encontrar aquellos líderes capaces de construirlos de nuevo. A mi juicio ni Rajoy ni Puigdemont lo son.

Si el pensamiento político, social, filosófico o científico estuviera limitado por los prejuicios y opiniones de la gente, nunca avanzaríamos. El pensamiento crítico, sensato y libre no debe tener miedo de enfrentarse con aquello que la mayoría da por supuesto: la acción básica es que nos cuestionemos aquellos prejuicios que nos han conducido hasta aquí. Cuando el pensamiento crítico es inexistente, la sociedad es fácilmente manipulable y los fanatismos simplificadores o simplistas, las mentiras y la posverdad suelen germinar fácilmente. Una consecuencia de todo ello son los nacionalismos; el nacionalismo es una ideología que cala en personas que se sienten muy vinculadas a un lugar y una lengua, con creencias cercanas al ensalzamiento de los valores del país o la raza; cuando se pierde la noción de una verdad objetiva se acaba imponiendo la verdad de los más fuertes, de aquellos que tienen la capacidad de hacer que sus ideas se oigan más que las de los otros.

El doctor en filosofía Roberto Augusto, autor del ensayo El Nacionalismo ¡vaya timo!, sostiene que el nacionalismo es “una religión política”. Sus seguidores son creyentes en una “nación” que sólo existe en sus mentes. “Cataluña” o “España” son mucho más plurales y ricas que la visión simplificadora que los nacionalistas tienen de ellas, ya que únicamente se fijan en unos rasgos determinados, como la lengua o el folclore, y olvidan otros que no les interesa destacar. Esta naturaleza irracional del nacionalismo es lo que hace tan difícil un diálogo con sus partidarios. Afirma que la idea de nación que manejan los nacionalistas es una burda simplificación de una realidad más rica. Sostiene que la división nacional es una de las principales causas de sufrimiento en el mundo y que hay que superar ese egoísmo colectivo llamado nacionalismo. En referencia al nacionalismo, Jorge Luis Borges señalaba que “el nacionalismo es el canalla principal de todos los males. Divide a la gente, destruye el lado bueno de la naturaleza humana, conduce a desigualdad en la distribución de las riquezas”. Desgraciadamente, y la realidad diaria así lo confirma, en Catalunya hay una gran parte de la ciudadanía y medios de comunicación a los que les interesa que el enfrentamiento que genera el nacionalismo siga existiendo porque éste les beneficia políticamente.

Hace días, visitando en Santander el Centro Botín, una de sus exposiciones, titulada La palabra transformada, mostraba la obra del cubano Carlos Garaicoa. Con ella pretendía enfrentarse a los límites sociales, políticos e ideológicos de las utopías, con las que uno tiene que negociar constantemente su identidad como individuo o como grupo. En una de sus imaginativas estructuras expresaba que estamos expuestos a decisiones que en vez de ayudarnos a ser personas libres y conscientes nos limitan y coartan. Lo sintetizaba en diversos carteles e imágenes con los siguientes textos: “No quiso escuchar, seguro estaba de su segura vida. Ha muerto sin más”. “Desbordados, inertes, decididos al exceso”. “Pesa nuestra culpa sobre ustedes”. “Perseguidos por la palabra optaron por el gesto. Arriesgaron y erraron”. Con estas rotundas afirmaciones se podría sintetizar cuanto el “separatismo catalán, sus líderes y su procés” han significado en este momento de la historia de Catalunya: “No han querido escuchar a la otra mitad de la ciudadanía; estaban seguros de su segura república, pero han muerto sin más, desbordados, inertes, decididos al exceso, pero pasando su culpa a los demás; y perseguidos por sus incumplimientos y excesos verbales, optaron por incumplir las leyes: arriesgaron y erraron”.

Las fronteras contornean espacios cerrados, que no permiten el intercambio, en las que no se “construyen puentes” sino que se los “dinamita”. Las “fisuras” parecen separar cada día más los sectores enfrentados. Los ciudadanos que están en la frontera entendida como espacio dinámico de generación de opciones y propuestas a partir de conflictos y diferencias, parecen quedar al margen de la realidad social y política de esos días. Las metáforas que construyen dicotomías irreconciliables provocan en la ciudadanía una profunda angustia y fracturas sociales, políticas, económicas y familiares. Cruzar una frontera no implica necesariamente claudicar ni traicionar principios ni programas; pero ante situaciones límite, buscar soluciones, aunque haya que ceder en algo, da la talla del buen estadista, del auténtico líder. En esta situación de crisis ingobernable, hay que preguntarse ¿cuándo es preciso cruzar fronteras, o debilitarlas o reforzarlas? En el actual conflicto, las fronteras han sido innecesaria y absurdamente reforzadas, conduciendo a Catalunya y España, y sobre todo a los catalanes y españoles, a una crisis social, familiar, económica y política de consecuencias imprevisibles. Es hora reivindicar y defender una democracia pluralista y transversal, con espacios de convergencias y divergencias, con posibilidades de multiplicar las opciones que nos permitan superar la intransigencia de las antinomias.

La orquesta, como en el Titanic, debería seguir sonando cuando el barco se está hundiendo. Al menos estimularía el optimismo, pues los proyectos políticos valen lo que estemos dispuestos a pagar por ellos. Y mientras esto no suceda, “la farsa todavía no habrá acabado”.

La farsa no ha acabado