viernes. 29.03.2024

Gestionar las incertidumbres

coronavirus 2

“Sólo el tiempo puede revelarnos al hombre justo;
al perverso se le puede conocer en un solo día”.
“Los cielos nunca ayudan al hombre que no quiere actuar”.

Sófocles


Las enseñanzas sociales y políticas que las tragedias griegas y latinas tuvieron para su época no se agotaron en la misma, sino que, reinterpretadas durante nuestra historia y cultura occidentales, han continuado ofreciendo interesantes mensajes políticos, sociales y morales; no en vano han merecido llamarse “los clásicos”; la universalidad de los problemas que plantean refleja los que afectan permanentemente al ser humano de todos los tiempos. La tragedia griega toma los mitos antiguos y los sitúa en la encrucijada del hombre y sus decisiones; le enfrenta a la responsabilidad de sus actos: resume los grandes conflictos que a través de los tiempos han interesado a la humanidad y la humanidad ha tenido que vivirlos y padecerlos.

No es la primera vez que utilizo algún texto de Sófocles, uno de los maestros de la tragedia griega, de cuya honradez se dice que prefería el fracaso a triunfar mediante el fraude y la mentira; en sus tragedias ejerce la docencia moral y democrática, preocupado por la decadencia de las costumbres en la sociedad en la que vivió, exhortando siempre críticamente contra el poder de la tiranía. Las enseñanzas tradicionales y políticas que las tragedias tuvieron para su época no se agotaron en su tiempo, sino que, reinterpretadas y vigentes durante la historia occidental, han continuado brindando mensajes políticos, sociales, espirituales y morales; la universalidad de la problemática que plantean, al ser inherente al ser humano, han transcendido los tiempos al situar al ser humano en la encrucijada de tener que decidir y enfrentar las consecuencias de sus actos: el destino.

Aunque su obra más conocida es “Edipo rey”, “Antígona” es la más conmovedora y evidente por su actualidad; en ella manifiesta la defensa de los valores morales universales y de aquellas leyes naturales y divinas que no tienen necesidad de ser escritas porque están dentro de cada ser humano; leyes que no pueden ser anuladas por ocasionales normas humanas, sino que atañen a la esencia misma del ser humano y el respeto que éste se merece a sí mismo y a sus conciudadanos. “Antígona” es su tragedia más conmovedora porque el hecho trágico no se manifiesta en sucesos o acontecimientos terribles sino en algo más íntimo: el dolor; el dolor por su hermano Polinices, insepulto por mandato de Creonte, quien, como tirano soberbio, considera que la ciudad pertenece a quien gobierna. ¡Cuántos políticos actuales comparten esta opinión! Este es el tema de su tragedia y la razón que provoca su rebelión y enfrentamiento por la injusticia que implica el mandato de su tío, pues considera producto de la tiranía la decisión de Creonte de impedir darle sepultura y contraria no sólo a los dioses sino a los sentimientos de los ciudadanos, partidarios de darle sepultura, pero que callan porque los paraliza el temor al tirano. A la tesis de Creonte de que mientras él viva no mandará una mujer, ella responde que no vive para compartir el odio sino el amor. Su sufrimiento será el tema de su tragedia; y así se lo echa en cara: “No voy yo a ser castigada por los dioses por miedo a lo que me pueda causar hombre alguno”. Desobedeciendo al tirano y dar sepultura a Polinices, es condenada a ser encerrada en una tumba, pero ella pone fin a su vida ahorcándose.

Que inyecten confianza y optimismo pues ambas actitudes son la mejor estrategia para construir un futuro en el que merezca la pena vivir en España

De ahí que Graciela Gabrielidis, en sus Reflexiones sobre la Antígona, se pregunte ¿es casual que Sófocles haya puesto esos atrevidos argumentos en boca de una mujer?, pues dada la poca importancia que la mujer tenía entre los griegos -sabemos que no sólo entre los griegos-, es notable que Sófocles las eligiera como protagonistas importantes de sus tragedias; tal vez porque, entre sus mensajes, pretendiera un alegato en favor de la mujer o significar una mayor importancia social femenina y que fuera consciente de la fuerza de la mujer en la defensa de los valores de la humanidad, contraponiéndola al poder destructivo del hombre y sus guerras. Una interpretación actual más feminista podría argumentar que la mujer es capaz de enfrentar la muerte o la posibilidad de ella aún sola, en defensa de los valores y derechos humanos. Tal vez, como afirma Sófocles, porque la soberbia del hombre suele alejarlo de las obligaciones divinas, haciéndolo sentirse todopoderoso; es entonces cuando el destino es implacable y se presenta ante el hombre y destruye los castillos de arena por él levantados. Cómo gestionó Antígona el enfrentamiento con Creonte, ofrece la posibilidad de un análisis serio sobre cómo gestionó la incertidumbre que tal desobediencia le iba a causar: la propia muerte; la respuesta se la dio al tirano: “No voy yo a ser castigada por los dioses por miedo a lo que me pueda causar hombre alguno”. Por mucho ruido que quieran levantar con infames acusaciones quienes acusan de delito, exclusivamente, la manifestación del 8-M, culpando con informes plagados de errores de graves responsabilidades, espero que quienes tengan que declarar como imputados, puedan gestionar su defensa con la misma frase de Antígona, modificando sólo una palabra: “No voy yo a ser castigada por los ‘jueces’ por miedo a lo que me pueda causar hombre alguno”.

No es la primera vez que utilizo esta frase de Sófocles, pero calza adecuadamente con los momentos que estamos viviendo: “El futuro nadie lo conoce, pero el presente avergüenza a los dioses”. Basta analizar la realidad que nos envuelve para sentirnos decepcionados y avergonzados de ciertas decisiones y de ciertos políticos. Sin incidir en nuestra “España” y en sus políticos, basta dirigir nuestra atención a dos opciones, Trump en USA o Bolsonaro en Brasil, para sentir vergüenza e indignación; su llegada al poder está implicando la eliminación de todo tipo de derechos y un aumento activo de la hostilidad en las relaciones internacionales. Siembran odio, emplean el insulto a quien les contradicen, desprecian la justicia y desdeñan las organizaciones internacionales. Sus peligrosas, irresponsables y desnortadas actuaciones hacen incomprensibles las razones inteligentes por las que sus ciudadanos les han votado y, lo más grave, pueden volver a votarlos. Con ellos en el poder no hay ni ley ni orden, sino miedo, injusticia, vulneración de derechos, inseguridad y pobreza para los más necesitados. Como decía Manuel Vicent en uno de sus artículos en el diario El País, en una reflexión con la que la inmensa mayoría de ciudadanos del mundo coincidimos: Trump ha despertado un sentimiento de vergüenza ajena entre las élites intelectuales y científicas, que no se explican que un país donde están las mejores universidades del mundo y los centros de investigación más avanzados haya votado a un cateto como él de presidente. Toda su inteligencia política se puede resumir en unos cuantos tuits. Algo parecido podemos decir de Jair Bolsonaro, racista, homófobo, con tintes de fascismo y defensor de la pena de muerte, apoyado sorprendentemente por grupos cristianos evangélicos. En el exitoso libro de Daron Acemoglu y James A. Robinson se preguntan “¿Por qué fracasan los países?” ¿Por qué algunas naciones son más prósperas que otras teniendo la misma población, cultura y parecida situación geográfica? Y responden: no es por el clima, la geografía o la cultura, sino por las instituciones de que se dotan y por los gobernantes que cada país elige. Respuesta aplicable no sólo a EE.UU. y Brasil, sino también a España; no es pues extraño que si los que nos dirigen desconocen y se contradicen en la dirección que debemos seguir para alcanzar los objetivos que nos hagan superar esta situación de duda, confusión e incertidumbre, los ciudadanos estemos desconcertados. Razón tiene ese dicho de que cuando no sabemos a qué puerto nos dirigimos, todos los vientos son desfavorables. Está sucediendo con los partidos y los políticos que han gobernado durante estos últimos años, a nivel de país o en las comunidades autónomas; no sólo no dan solución a los problemas, sino que los agravan. Lo decía Séneca: “Hace falta toda una vida para aprender a vivir”; se puede añadir, “y para saber gobernar”; políticos inexpertos, elegidos por militar desde su juventud en un partido o simplemente porque saben hablar y leer lo que otros le han escrito, producen estos resultados. Hay que desmitificar sus elocuencias y valorar más sus conductas. De ahí la importancia que tiene el título de estas reflexiones: no puede ser buen político quien no sabe “gestionar las incertidumbres”.

La crisis generada por la extensión del coronavirus ha llevado a España a una situación excepcional en todos los sentidos; ¿cómo es posible que con toda la información que estamos recibiendo, tengamos tantas dudas e incertidumbres?; estamos presenciando un concierto de desacuerdos y broncas que no habíamos visto ni escuchado antes, defendiendo argumentos falaces, aberrantes, cuando no abominables; informaciones que al momento son desmentidas o matizadas hasta anular lo dicho o informando de lo contrario; todos los partidos hablan de construir una sociedad de individuos libres, creativos e independientes, capaces de apreciar y aprender de los logros de nuestra historia pasada, pero en el Parlamento se arrojan unos a otros los fracasos y errores cometidos por los gobiernos contrarios; hablan de que habrá oportunidades para todos, pero a muchos jamás les llegarán; es sorprendente que la reducida presencia de diputados, por razones de contagio, en la actividad parlamentaria actual, se haya convertido prácticamente en el momento de más abundancia de gruesos insultos en nuestra historia parlamentaria democrática; tratamos de comprender qué piensan los que piensan y dicen lo que dicen por nosotros y no llegamos a comprender sus continuas contradicciones. Deberían tener claro qué es lo que quieren los ciudadanos: convivir en paz y sentirse felices; que los políticos les garanticen un futuro seguro y soluciones que generen un amplio consenso y que afecten a las mayorías; que sepan gestionar las diferencias porque existen versiones distintas de los hechos; que ayuden a tomar conciencia de que los problemas son complejos; que las respuestas se encuentran en el acuerdo, no en el enfrentamiento y la bronca; que objetiven al máximo la realidad que interesa a los ciudadanos en debates tranquilos, con razones y propuestas y no con insultos; que ayuden a construir más certezas y no más distancias; que vivir es intercambiar emociones e información veraz con cuantos nos rodean, que es sano que sus opiniones sean flexibles y evolucionen en dirección de la verdad; que inyecten confianza y optimismo pues ambas actitudes son la mejor estrategia para construir un futuro en el que merezca la pena vivir en España.

En cambio, con ellos abunda el ruido y una contagiosa angustia; no llegan a comprender que esta pandemia es oscuridad, desconocimiento y el mejor ambiente y la mejor estrategia para los aspirantes a “dictadores”; cuando es obligada políticamente la unidad en la lucha por solucionar el grave problema de la sanidad y la economía, las derechas parlamentarias muestran una inaceptable voracidad por tumbar al gobierno de coalición y una falta de ética solidaria que hace que nuestra débil democracia languidezca en la oscuridad de esta escenografía tensa. Es verdad que la democracia no puede existir sin debate público y una oposición sensata, pero los debates y la oposición han sido sustituidos por un mercadeo barato de discursos emocionales y faltones en los que, con optimismo infundado, se dice que el futuro va a ser mejor, pero es poco probable que ese futuro mejor sea para aquellos que son más vulnerables y que más lo necesitan. Durante las sesiones parlamentarias, la gestión de los asuntos que a todos conciernen se ha convertido en un frívolo espectáculo de insultos, de estrategias electorales y marketing político. Han convertido el Parlamento, según el Auto Sacramental de Calderón, en un “gran teatro” en el que cada uno representa “su papel”; puestos en la escena, ¡qué difícil resulta diferenciar la persona del personaje!; la persona es la realidad tal como es, el personaje, en cambio, la ficción, tal como tiene que interpretar. La política ha sucumbido al interés de lo superficial y lo efímero, a la lógica del espectáculo. ¿En qué medida, cuando los diputados actúan, los espectadores pueden distinguir entre buenas y malas personas, buenos y malos gestores?; como mucho, su opinión alcanzará a saber si son buenos o malos actores. En este escenario que se montan, personas y personajes entrecruzan sus discursos, en una suerte de esquizofrenia o impostura individual y colectiva, en la que actúan movidos por un guión previamente escrito. La palabra, el gesto, la acción son los tangibles, las herramientas que transmites la impostura de lo que no son como personas, sino como personajes; de hecho, los ciudadanos espectadores aplauden o silban la ficción, el espectáculo. El político actor sabe que la política es un espectáculo y aprovecha las tablas del escenario para interpretar su número.

La vida y el futuro son una permanente exposición a lo inesperado. Si algo define la presente situación es la duda, la incertidumbre que, vencido el “Covid-19”, nos producirá la inmediata y deseada normalidad. Salimos de un confinamiento físico, pero por el mismo túnel entramos en un confinamiento mental sin saber aún con certeza qué está pasando en la sociedad; nos sentimos conducidos a un confinamiento mental que está viciando nuestras ilusiones y nuestro comportamiento humano, nuestras expectativas de un cambio de vida, de futuro laboral digno, con un posible quebranto económico y una modificación notable en nuestras relaciones sociales y familiares. Los días y meses de confinamiento han vaciado las calles, pero en el interior de algunas casas se ha vivido una auténtica revolución sentimental. Algunos expertos esperaban que las consultas psicológicas se llenarían de personas con ansiedad; hoy admiten que han sido mayormente problemas de relación familiar y de pareja. Este tiempo ha supuesto un gran estrés, una fuente de conflictos y ha puesto a prueba y en crisis a muchas parejas; la cuarentena ha facilitado el acercamiento y la unidad familiar, pero también, tensiones que pueden acabar en separación e, incluso, en peticiones de divorcio. Como decía Sófocles no es posible saber el alcance de lo que sucederá a nuestro alrededor en un futuro inmediato. Si las cosas suceden por algo, tal vez tardemos un tiempo en desvelar en qué consiste ese algo, pero, sea como sea, tenemos que intentar gestionarlo con sensatez, inteligencia y sentido común. Si aceptamos que la vida es cambio y una sorpresa constante, debemos saber navegar en el torrente de nuevas posibilidades que nos lleve a un futuro más justo y solidario.

Esta gestión sensata e inteligente les incumbe, sobre todo, a nuestros gobernantes nacionales, autonómicos y locales. “A posteriori”, llegaremos a saber cómo lo han conseguido; pero no somos augures para saberlo “a priori”. ¡Qué fácil resulta “a toro pasado”, como dicen los castizos, transcurridos estos meses, saber cómo se habría podido gestionar mejor esta “pandemia”! Los acontecimientos inesperados que se presentan en la vida, una vez que han sucedido, qué fácil solución tienen cuando se contemplan en perspectiva. Nos aferramos de forma natural a lo que ya conocemos, a lo previsible, a nuestra “zona de confort”, en la que las dudas y la incertidumbre son casi inexistentes; en la que las rutinas hacen que nuestra vulnerabilidad sea mínima, porque tenemos un espacio suficiente para el amor, la amistad, el descanso, el tiempo o el ocio. Y ahora, ¿qué? Una de las pocas certezas que nos ha proporcionado este “maldito Covid-19” es que “la nueva normalidad” (es la expresión del momento) va a cambiar; pero según Sófocles: “el futuro no lo conocemos”. Desconocer lo que sucederá equivale a salir de nuestro confort para adentrarnos en un futuro incierto sin tener aún claro qué nos deparará, porque la vida “post coronavirus” está llena de imprevistos y esa seguridad que anhelamos es por ahora una ilusión, como se respondía Calderón en los últimos versos de “La vida es sueño”: ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción…”. Sin embargo, es justamente en estos sueños, en estas complicadas e inciertas situaciones, cuando debemos saber gestionar nuestras incertidumbres para ir resolviendo los problemas que seguro se van a presentar. Decía Piaget que un problema es aquella situación que un sujeto no puede resolver mediante la utilización de su repertorio de respuestas inmediatas disponibles; de ahí que para hallar las soluciones antes debemos objetivar el conocimiento de la realidad; no existen fórmulas mágicas; los impulsos carentes de una buena reflexión y análisis a la hora de tomar decisiones son peligrosos y pueden conducir a costosos errores; es lo que le sucede con frecuencia a los políticos novatos e impetuosos. Actúan como si fueran cambiar el curso de la historia; pero lo más sorprende en ellos es su falta de consciencia de los errores cometidos. Son de memoria frágil para el olvido de los propios y muy “memoriones” para recordar los del contrario.

Uno de los libros más breve y menos conocido de Arthur Schopenhauer se titula: “El arte de tener razón”. Con ironía y cinismo, pero no carente de razón, el objetivo de este breve tratado es constatar que, para la inmensa mayoría de los hombres, y más en los políticos, de lo que se trata en las discusiones no es llegar a descubrir la verdad objetiva, sino que lo que importa a cada uno es imponer, que triunfe, su punto de vista personal y derrotar al adversario. Elabora su pequeño tratado de dialéctica mediante treinta y ocho estratagemas con las que enseña el modo de tener siempre razón, utilizando cualquier método, incluso los más cínicos e insultantes, si es necesario. Una de las estratagemas (n.º 36) consiste en desconcertar y aturdir al adversario con una absurda y excesiva verborrea y locuacidad. Es la argucia que muchos políticos emplean porque demasiadas personas, incapaces para el análisis y la crítica (la reflexión que enseña la filosofía) consideran que, al escuchar palabras y frases con excesiva y rápida locuacidad, aunque sean vacías y huecas, se trata de sólidos y graves argumentos.

Así, pues, en esta incierta situación que presenta “la nueva normalidad” para ir resolviendo los problemas de todo tipo que seguro se van a presentar, es necesario acudir al pensamiento diferenciado ya que las circunstancias nunca son iguales, cuantificar las posibilidades, potenciar la capacidad creativa, considerar las ventajas y desventajas de cada alternativa, elegir la que se considere más apropiada para uno mismo y para los demás y, finalmente, en el marco de unas buenas relaciones interpersonales, actuar. ¿Cómo?: ayudar a los que se quedan atrás, hace falta un pacto nacional para evitar que los jóvenes sean una generación perdida, que los mayores no sufran de nuevo el desconsuelo de morir olvidados y que los más vulnerables no continúen en ese descenso vital. No se viene a la política para obtener un puesto de poder, sino a intentar construir una sociedad mejor que beneficie a todos, en especial, a aquellos que más lo necesitan, a los más vulnerables; porque nunca prescribe la buena política, ni el modelo del honesto político, ni dejan de tener importancia la educación, la solidaridad, la sensatez, el respeto al diferente, el diálogo colaborativo… es más, es en estos tiempos cuando más se deben subrayar y acentuar y más importantes son para que la ciudadanía colabore con las leyes y las instituciones.

Durante este tiempo de confinamiento, muchos medios de comunicación, para llenar no sólo el tiempo, sino el espíritu, el alma, han recomendado diferentes lecturas. Llevando el agua a mi molino, recomiendo, un poco tarde, “Consuelo de la filosofía”, de Boecio. Aparenta ser un diálogo, aunque en realidad es un monólogo interrumpido. Pone en boca de un interlocutor, “la Filosofía”, las razones de existir. Abandonando cualquier surco inútil que tracemos, cree que la filosofía es, en esencia, la mejor herramienta de búsqueda; pero, ¿qué es lo que buscamos? Se trata de definir la felicidad, que es tan esquiva, para lo cual se esmera en desgranar qué es lo que jamás nos proporcionará la felicidad. La avaricia, por ejemplo, es una de las dianas en las que Boecio pone su atención. Nos anima a cultivar las virtudes más sencillas, las más humanas, las que no requieren de otra esencia que no sea lo mejor de la condición humana y a mirar por encima del hombro, hasta con lástima, la compañía de hombres codiciosos, ansiosos de riquezas y poder. De hecho, ni siquiera pretende que codiciemos la felicidad. Por eso la filosofía se convierte en algo necesario, porque ayuda a estar en paz con nosotros mismos mientras consideramos que la felicidad es el mayor de los bienes. El libro destila descanso. En definitiva, se trata de una lectura que nos lleva al sosiego, hoy, tan necesario y terapéutico.

Gestionar las incertidumbres