viernes. 19.04.2024

Filosofía y Ciencia: dos hermanas que se necesitan

bustos filosofia

“Quien recibe una idea de mí recibe instrucción sin disminuir la mía, al igual que quien enciende su vela con la mía recibe luz sin que yo quede a oscuras”. Thomas Jefferson


Desde 2002, la UNESCO, queriendo subrayar el valor perdurable de la filosofía para el desarrollo del pensamiento humano, instituyó que el tercer jueves de noviembre se celebre el Día Mundial de la Filosofía; al establecer este día tenía como objetivo promover el interés por una actividad que históricamente se encuentra en el núcleo de muchos de los avances de la Humanidad. Es posible que pocos ciudadanos lo sepan y, si lo saben, les importe poco o nada. Con estas reflexiones intento, al menos, despejar esta ignorancia. Por otra parte, tal vez, a quienes leen estos artículos, es posible que les incomode las numerosas citas que incluyo, pero es una decisión motivada por el deseo de introducir en ellos la palabra de aquellos protagonistas que han hecho grande, por su autoridad y su cultura, el conocimiento en la historia, apuntalando con su ciencia y saber la debilidad de las palabras de los que nos atrevemos a opinar, escribir y reconstruir las ideas. Con el aforismo latino que forma parte de la visión desilusionada del mundo, un pasaje bíblico contenido en el Libro del Eclesiastés -“Nihil novi sub sole”-, desde que se creó, en la tierra no pasa nada nuevo, durante milenios se han repetido parecidas situaciones y semejantes acontecimientos; en la actualidad, su uso puede servir para tomar nota de algo, a menudo con cierto pesimismo, de que lo que se pensaba que era o es diferente, en realidad, es lo mismo, pero con otros actores y en otras circunstancias; como arqueólogos de la palabra, sólo escarbamos en el saber y la ciencia que otros han construido a través de los tiempos, pues nuestra actual historia, y la de siglos pasados, no se entendería sin la prehistoria.

Hace unas semanas que se ha iniciado una importante campaña de recogida de firmas cuya finalidad es pedir un pacto entre todos los partidos políticos para elevar la inversión en ciencia al 2% del producto interior bruto (PIB), bajo el lema “Porque no podemos esperar”. Ciertamente, no se puede esperar; lo está demostrando esta incierta situación con el Covid-19, segando esperanzas y, sobre todo, vidas. Esta pandemia está demostrando una vez más la importancia que tiene la ciencia; invertir en ella es una responsabilidad política y social y hay que conseguirlo “ya”. La media europea en I+D se sitúa en el 2,12%, y cerca del 3% en los países más desarrollados de la Unión. Sin embargo, España se encuentra en el 1,24%; nos creemos un país moderno y, en cambio, nos avergüenza la diferencia con el resto de Países europeos de cara al futuro. Si nuestra economía se sostiene casi en exclusiva con “sol, playas y bares”, nunca España volverá a ser una nación económicamente fuerte, sino muy vulnerable.

Un simple virus ha movilizado más preguntas (filosofía) y más investigaciones (ciencia) que los manuales de filosofía y ciencia juntos

La pandemia del “Covid” lo está demostrado. Un simple virus ha movilizado más preguntas (filosofía) y más investigaciones (ciencia) que los manuales de filosofía y ciencia juntos. Como en la primera ola y el tañido fúnebre de las campanas, en esta segunda estamos preocupados por el cuenteo de cada uno de los que van falleciendo; son un aldabonazo lúgubre que retumba en la puerta de nuestras casas y nuestras almas; asistimos a tiempos en los que abrir telediarios o prensa es añadir muertes en soledad; pero debemos gritar y conseguir ya que “le sobran muertes a la vida”. Los recuerdos que estamos viviendo deben servir como proyectos de un futuro seguro; más necesaria que nunca, es imprescindible y sanadora la reflexión. ¿No es, acaso, la vida en reflexión un continuo ensayo por encontrar nuevos caminos y nuevas soluciones a los problemas? Estamos, para la ciencia, en tiempos inciertos y, para la filosofía, en tiempos de crisis. Pero no una ciencia y una filosofía como biografías de pensadores y científicos históricos y sus sistemas; no se trata de una filosofía y una ciencia “académicas por temas curriculares”, sino una reflexión crítica y un quehacer investigador a la vez. Como decía Francis Bacon, filósofo y científico, padre del empirismo inglés: “Hay que torturar a la naturaleza hasta que escupa sus secretos”; al menos con dos herramientas, ambas necesarias: reflexión e investigación; la primera compete a los filósofos, la segunda, a los científicos. Cuando tantos directores de grandes empresas y no pocos investigadores en este mundo tecnológico están valorando hoy la necesidad de la filosofía, debería estar avergonzado y escondido en su silencio el exministro de educación José Ignacio Wert -de nuevo parlanchín difundiendo su ignorancia-, que quiso suprimirla del sistema educativo con su nefasta LOMCE. “Más Platón y menos Prozac” fue “un ensayo superventas” de Lou Marinoff, profesor de filosofía en Nueva York, con el que anima desde la filosofía a aprender y a entender el mundo y a comprenderse uno mismo; planteaba la utilidad de la filosofía como conjunto histórico de saberes sanadores y terapéuticos de las patologías (individuales y sociales) que en el mundo posindustrial acosan al género humano. Imitando el título de Marinoff alguien debería escribir en España: “Más ciencia, más I+D+i y menos ¡cervecitas!”.

Pero digo mal, porque alguien ya lo ha escrito; lo acabo de adquirir y hojear. Editado por “Taurus”, acaba de aparecer una magnífica y monumental obra (monumental por el tema y por sus 1150 páginas) del profesor José Manuel Sánchez Ron, catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid y Miembro de la Real Academia Española: “El país de los sueños perdidos. Historia de la ciencia en España”; como escribe en el prólogo de su obra, en su recorrido personal “la historia de la ciencia le ganó para ella”; el libro analiza e interpreta la historia de la ciencia que se ha hecho en España desde el siglo VII, con “Las Etimologías” de Isidoro de Sevilla, hasta la promulgación de la denominada “Ley de la Ciencia” (Ley 13/1986, de 14 de abril, de Fomento y Coordinación General de la Investigación Científica y Técnica). La obra de Sánchez Ron una ambiciosa historia de la ciencia española, imprescindible para comprender nuestro presente científico y planificar el futuro. ¡Cuántos españoles, a lo largo de siglos, hemos sido capaces de apreciar el valor de la ciencia, entendida como un sueño al que merece la pena dedicarse, no sólo por su valor intrínseco como el mejor instrumento de que disponemos para entender lo que nos rodea, sino también por su innegable utilidad para facilitarnos la vida! La obra de Sánchez Ron es la historia de todas esas personas e instituciones que trabajaron que, condicionadas por la situación política, económica, militar o social del país, se dedicaron a la ciencia y vivieron momentos de esperanza, pero también de frustración, al comprobar que sus sueños se habían perdido, que despertaban en un país que no era el que ellos habían deseado. Escrito con una prosa admirable, “El país de los sueños perdidos” nos habla del ayer, pero también de un mañana que los españoles tenemos la necesidad y la obligación de esforzarnos en construir, pues no podemos continuar frustrando sueños e ilusiones ni ser el vagón de cola de la ciencia en Europa ni en el mundo.

Nuestras actuales visiones del mundo y de la realidad son herederas de las formaciones ideológicas de nuestros antepasados. Nos envuelven, determinan y orientan nuestras acciones y pensamientos en una u otra dirección de modo análogo a como el imán atrae las pequeñas partículas de hierro. Pero dichas orientaciones o formaciones ideológicas no son homogéneas; al contrario, son diversas, incompatibles a veces, incluso contradictorias entre sí; todo depende de quién las contemple, pues están sujetas a sus plurales circunstancias y perspectivas. Cada grupo social o político, dependiendo de su asentada formación ideológica, trata de ofrecer su visión, su concepción o, como hoy se dice, su mapa del mundo en contraposición de otros mapas, visiones o concepciones, defendidas por otros grupos sociales o políticos. No es infrecuente, nuestros políticos son un ejemplo, que existan divergencias e incompatibilidades enfrentadas entre sí, con ritmos de desarrollo y actuación en lucha permanente por alcanzar recursos, privilegios o poder. Pensadores y filósofos griegos, como Platón o Aristóteles, a través de la Academia o el Liceo, sentaron las bases y consiguieron que la filosofía se instituyese como un saber sistemático, crítico y riguroso que, con múltiples lecturas, variaciones e interpretaciones, ha llegado a nuestros días. Hasta Alfred N. Whitehead, el matemático y filósofo inglés, utilizando una célebre hipérbole llego a afirmar que “toda la filosofía occidental no es más que una serie de notas a pie de página de la filosofía de Platón”.

La ciencia y la filosofía son aspectos distintos, miradas diversas, visualizaciones diferentes del mismo sujeto llamado hombre y del mismo objeto llamado mundo

Y me entusiasmo al escribir estas reflexiones desde el valor y el interés por la ciencia, a la par que lo hago desde la filosofía, a las que, como escribo en el título, hermano como unión necesaria para el conocimiento, porque el hombre no sólo vive en el mundo, sino que, desde su admiración y extrañeza, trata de comprenderlo, explicarlo y dominarlo. No hay que olvidar que la ciencia y la filosofía son aspectos distintos, miradas diversas, visualizaciones diferentes del mismo sujeto llamado hombre y del mismo objeto llamado mundo. En el fondo comparto lo que escribe Alexandre Koyré, filósofo judío, nacido en Rusia, que no siendo científico se le considera padre de la Historia de la ciencia; en su obra “Pensar la ciencia”, cuyo título parece una antinomia, analiza la influencia de las concepciones filosóficas en las teorías científicas y aboga por el origen metafísico de la revolución científica o surgimiento de la física moderna, en contra del pensamiento epistemológico basado en los hechos y en los experimentos propios del positivismo, al rechazar la concepción de la ciencia en la cual ésta es considerada una simple acumulación de conocimientos que basa su desarrollo en la experimentación, la observación y la acumulación de datos empíricos, encaminados a matematizar la naturaleza; Koyré dedicó gran parte de su tiempo a investigar la vinculación filosofía-ciencia. Sus estudios le llevaron al convencimiento de que la subestructura u horizonte filosófico (como él la denominó) ejerce una influencia determinante en las teorías científicas, que la influencia entre ambos tipos de pensamiento es bilateral y no unilateral: de la ciencia a la filosofía y de la filosofía a la ciencia. Establece que las concepciones filosóficas y las concepciones científicas se influyen mutuamente; su interacción recíproca es enorme y de igual proporción. En ellas, ciencia y filosofía, se inquietan y se aquietan, se remueven y se sosiegan las grandes preguntas que, de una u otra forma, el hombre se ha hecho a lo lago de la historia: en los temas de ciencia, ¿cómo son las cosas?, ¿cómo funcionan?, ¿cuál es su naturaleza y qué leyes las rigen?; en cambio, en cuestiones de filosofía: ¿cómo queremos que sean?, ¿cómo comportarnos ante ellas? De tener que sintetizar ambos conjuntos de preguntas podemos recurrir a Edward Wilson, uno de los científicos estadounidenses de más reputación nacional e internacional y resumir en pocas palabras el tema central de su libro “La conquista social de la Tierra”. Llegar a comprender al hombre, comprender la naturaleza humana es para él ser capaces de contestar a las preguntas más transcendentales que podemos hacernos: ¿de dónde venimos?, ¿qué somos? Preguntas que deberían servirnos para plantearnos otra no menos fundamental: ¿a dónde vamos? La ciencia, como la filosofía, como historia encuentran una de sus justificaciones más sólidas si nos sirven para actuar sobre el presente y orientar el futuro.

A través de una longeva trayectoria intelectual, Bertrand Russell, el último gran filósofo anglosajón del siglo XX, trató de ofrecer un verdadero mapamundi de la realidad en línea directa con los principales clásicos del pensamiento occidental y los saberes científicos de su tiempo. Consagró su vida y su actividad intelectual al estudio de las ciencias y de la filosofía; ofreció su mapa del mundo e influyó, sin duda, como pocos, en los mapas del mundo del siglo XX y del siglo XXI. Su influencia no sólo fue académica sino comprometido y posicionado con la pluralidad de la realidad, ética, política, científica, social; fue mediador y pacifista en los grandes conflictos y problemas del siglo XX con el fin de guiar y comprender por dónde se conduce la vida. Para Russell el Universo es el fruto, el resultado de aplicar un filtro antropológico (la filosofía) a una realidad material desconocida (la ciencia); porque no existen fenómenos o hechos puros; todos son interpretados, introducidos en conceptos o ideas para hacerlos comprensibles, ya sean de naturaleza técnica, científica, mítica o filosófica. Cualquier fenómeno que no sea capaz de ser analizado e interpretado sólo sería una mera sucesión de sensaciones caóticas sin significado alguno para los humanos. Así fue el universo para los primeros humanos hasta que, superada la explicación mítica, entraron en la “tolva” de la filosofía y de la ciencia. De no llegar a una verdad, aunque sea hipotética, que interprete los fenómenos desde la experiencia y la razón, el hombre se conduce a la ignorancia o no le queda otra opción que el relativismo o el escepticismo.

Si la ciencia tiene como misión descubrir e investigar cómo es la realidad, la filosofía tiene una misión cívica, ética, de conducta ante la realidad

Si la ciencia tiene como misión descubrir e investigar cómo es la realidad, la filosofía tiene una misión cívica, ética, de conducta ante la realidad y, ambas, desde el objetivo que les es propio, encontrar el significado de la existencia, del hombre y el universo en el que vive. Son preguntas de “mutuo reconocimiento”, ambas necesarias y ambas más valoradas hoy que nunca. En el fondo, al margen de todos los avatares e intereses que cada cual pueda tener, desde la simplificación de la “navaja de Guillermo de Ockham”, el espíritu de la propia filosofía y el espíritu científico no es otro distinto que el camino en la búsqueda de la verdad, la investigación precisa y la honestidad intelectual. Sabemos que la historia tiene momentos de encuentros, dependencias y desencuentros. Con Aristóteles ciencia y filosofía caminaron en sintonía; el cristianismo, alejado de la ciencia, utilizó la filosofía como sierva de la teología; después de Ockham y Galileo: la filosofía se separará de la teología al sobrepasar los límites de la razón y la ciencia comenzará su andadura autónoma; en estos momentos, ambas, filosofía y ciencia, están en mutuo reconocimiento y en la búsqueda de una cosmovisión global que nos permita a los humanos, pasados, presentes o futuros, alcanzar aquella sabiduría necesaria para gozar de “La vida buena” de la que nos habla la filósofa Victoria Camps en ese peregrinar en “la búsqueda de la felicidad”.

Decía Heráclito que “la naturaleza se complace en ocultarse”, pero es tarea del hombre, filósofo y/o científico, desvelarla, conocerla, desentrañarla y explicarla. Para ello debe valerse de dos herramientas: la filosofía, con un inmenso bosque de preguntas para interrogarse y la ciencia, en ese bosque atrayente de la investigación, que crece y crece, para encontrar y dar respuestas. Es necesario trabajar de forma rigurosa, con las piezas de la ciencia y la filosofía, con ambas, en esa búsqueda necesaria para definir y componer el rompecabezas de la escondida y confusa realidad que describe Heráclito. Si la preocupación fundamental de la filosofía es cuestionar los fenómenos, la de la ciencia es salvarlos; ¿cómo?: observándolos y explicándolos. En el fondo, todo saber es un comprender que implica un explicar y desemboca en un implicar, no sólo de cosas, sino de hipótesis, teorías, sistemas e investigaciones. Enfrentarse a la realidad y desentrañarla, analizarla, ponerla en el microscopio de la razón, no es otra cosa que afrontar el problema de la verdad que preocupa y ocupa a todo aquel que se interesa por la filosofía y por la ciencia. En el fondo es salir de un mundo cerrado a un mundo abierto. ¿En qué consiste esta reflexión sino en una forma menos alegórica que la que Platón nos propuso en el “mito de la caverna”? De las sombras de la admiración con la que la realidad nos interpela, al acercamiento de la luz con sus respuestas que la ciencia nos proporciona. No se da una sin que necesariamente aparezca la otra: la filosofía como interrogación y la ciencia como respuesta. Con breve claridad lo sintetiza el profesor José Adolfo de Azcárraga: “En el pasado, la filosofía ha sido una fuente esencial del conocimiento. Hoy, sin embargo, no puede haber verdadera filosofía al margen de la ciencia”.

En cualquier caso, la actitud científica debe ser de permanente insatisfacción ante las preguntas fundamentales que se hace la filosofía, que aún no tienen respuesta y que la ciencia siente necesidad imperiosa de buscarla. Y en ese permanente quehacer de recorrer el camino buscando la meta, discurren la filosofía en su interés metafísico y la ciencia en su investigación física, cuyo final, no tiene nunca horizonte. Se atribuye a San Agustín un dicho sobre la Iglesia que siempre está reformada y, sin embargo, siempre hay que estar reformándola (“Semper reformata et semper reformanda”). Algo parecido podemos decir de la filosofía y la ciencia: siempre buscando ambas respuestas a las mismas cuestiones, pero siempre buscando nuevas respuestas, porque nunca están dadas de forma definitiva, de una vez por todas. Bien lo decía Albert Einstein al recordar que la formulación de un problema es siempre más importante que su solución. Lejos de ofrecer respuestas, la filosofía cultiva las preguntas. Decía Gadamer, el teórico de la hermenéutica influido por Platón: “Si el pasado es una historia interpretada, el presente es una historia pendiente de interpretación. La filosofía ayuda a conseguirlo haciendo posible un diálogo de asombro y admiración por la naturaleza, y quien pregunta a la naturaleza, alberga la esperanza de que la ciencia le sorprenderá”.

Hoy nadie duda de que las concepciones filosóficas han influido en el pasado y también en la actualidad en las teorías científicas. A pesar de que no todos opinan así, hay mucha literatura que considera que la filosofía y la ciencia no son disyuntivas, tienen carácter dicotómico; nunca ha habido una línea infranqueable entre ciencia y filosofía; así lo afirmaba con este aforismo Mario Bunge para señalar que ciencia y filosofía están vinculadas al punto de que no hay filosofía sin ciencia ni ciencia sin filosofía: “Filosofar científicamente y abordar la ciencia filosóficamente”. Reduciendo al máximo estas afirmaciones nadie discute que la mayor parte de los grandes pensadores griegos no solo buscaron respuestas a las grandes preguntas de la existencia, sino que se las cuestionaron desde la ciencia; para muchos de ellos, ciencia y filosofía, naturaleza, existencia y conducta fueron una preocupación y legado simultáneos. Fueron los primeros filósofos de Mileto quienes tomaron la “physis” (naturaleza o conjunto de todo lo que existe), como objeto principal de sus investigaciones, la concibieron como el principio u origen de la realidad; por ese motivo fueron conocidos también como “los físicos”, los estudiosos de la naturaleza. Baste recordar a Tales y a quienes en el tiempo le siguieron, Heráclito, Parménides, Demócrito, Pitágoras, Euclides, Arquímedes, Jenófanes, Platón, Aristóteles… Analizando el tiempo y las ideas de estos pensadores griegos, nos damos cuenta de cuán antigua es la búsqueda y la curiosidad en torno al ser humano y cómo, al mismo tiempo, se sentían impulsados a descubrir nuevos conocimientos interesados por la ciencia a través de sus limitados instrumentos.

Con el progreso en el largo camino de la historia y del tiempo, también avanzaron no sólo los pensadores, filósofos o científicos, sino sus observaciones y preguntas y sus investigaciones y respuestas. Utilizando con reservas para explicar la complejidad de la Naturaleza, el principio filosófico de Guillermo de Ockham de que la explicación más simple ha de ser la verdadera y el éxito de la ciencia para entender el universo con el sueño de Einstein del campo unificado, se ha buscado una teoría hipotética final, la críptica y brillante a la vez “Teoría del Todo” en la que subyace tanto el razonamiento filosófico como la ciencia física teórica. Siendo una y única la realidad de la inmensa totalidad de naturaleza (del cosmos), para conocerla en su diversidad hemos tenido la necesidad de diferenciar, diseccionar, clasificar y pluralizar en partes diversas su conocimiento especializado. Ya en el propio sistema educativo exigimos al alumnado que escojan entre ciencias y letras, sin tener en cuenta que en ambas son necesarias la vertiente filosófica y la vertiente científica. Ver lo que se tiene delante y saber interpretarlo exige reflexión y un esfuerzo constante, pues, aunque omnipresente, lo obvio se hace invisible a nuestros ojos. Como escribe Paul Watzlawick, la manera más peligrosa de engañarse a sí mismo es creer que existe una sola y única forma de ver e interpretar la realidad. Existen, de hecho, innumerables versiones de la realidad y pueden llegar a ser muy opuestas entre sí, resultado de la interesada información y comunicación.

La filosofía, la ciencia y la tecnología son instrumentos que el hombre ha creado para comprenderse a sí mismo, para comprender y explicar el mundo y para intentar vivir mejor, transformándose y transformando la realidad del mundo que le rodea. Whitehead, en su libro “Aventura de las ideas”, dice que “un sistema filosófico debe presentar una explicación de los hechos concretos de los que las ciencias sacan sus abstracciones y a la vez las ciencias deben sacar sus principios de los hechos concretos que presenta un sistema filosófico. La historia del pensamiento es el relato de la medida de los fracasos y los éxitos de esta empresa común”.

Señalaba al inicio de estas ideas la importancia que puede tener el libro de Sánchez Ron sobre la Historia de la Ciencia en España, historia que finaliza con una referencia a la llamada Ley de la Ciencia de abril de 1986, a la que atribuye, de cumplirse el espíritu, pero sobre todo la letra, el comienzo de un prometedor futuro en el fomento y coordinación de la investigación científica y técnica. Esto dice el prólogo de la ley:

La investigación científica y el desarrollo tecnológico se han desenvuelto tradicionalmente en España en un clima de atonía y falta de estímulos sociales, de ausencia de instrumentos que garantizasen la eficaz intervención de los poderes públicos en orden a la programación y coordinación de los escasos medios con que se contaba, falta de conexión entre los objetivos de la investigación y las políticas de los sectores relacionados con ella, así como, en general, entre los centros de investigadores y los sectores productivos. No es de extrañar, por ello, que la contribución española al progreso científico y tecnológico haya sido, por lo general, escasa e impropia del lugar que en otros órdenes nos ha correspondido (…). Si conocidos son los males que esta situación ha acarreado para las posibilidades de progreso técnico, modernización y racionalización de los hábitos y actitudes de la sociedad española, en el pasado, los riesgos que en el inmediato futuro derivarán de la persistencia de un estado de cosas semejante apenas precisan ponderación”.

A tenor del dato aportado al inicio de que algunos Países de la Unión Europea dedican el 3% su PIB y otros el 2,12% en I+D y España sólo el 1,2%, esto significa que las promesas de la Ley de la Ciencia de 1986, como en tantas otras leyes, se han quedado en “agua de borrajas”. De ahí la importancia de esa campaña para elevar la inversión en ciencia al 2% del producto interior bruto (PIB), bajo el lema “Porque no podemos esperar”. Jacinto Benavente en su obra “Los intereses creados” pone en boca de Crispín: “Mejor que crear afectos es crear intereses”. Pues todos los “crispines” de España le decimos al gobierno: “Mejor que prometer es cumplir”. Y yo añado para todos con Marinoff en estos tiempos de pandemia: “Más Platón y menos Prozac”.

Filosofía y Ciencia: dos hermanas que se necesitan