jueves. 18.04.2024

Contra la evidencia, ¡No a todo!

congreso gesto votación
El gesto de levantar dos dedos en el Congreso de los Diputados indica a los miembros de un partido que deben votar que no.

“Una palabra verdadera, incluso pronunciada por un solo hombre, es más poderosa, en ciertas circunstancias, que todo un ejército. La palabra ilumina, despierta, libera. La palabra tiene también un poder.
Ese es el poder de los intelectuales”.

Václav Havel


Los políticos con cierta experiencia saben que la inteligente gestión y la moderada reflexión venden poco; sí venden, en cambio, y mucho se aplauden, las políticas extremas, demagógicas y populistas y los mítines exaltados que niegan la evidencia. El poder de los sin poder es una de las obras más pragmática e importante de Václav Havel, el escritor y político checo, último presidente de Checoslovaquia y primer presidente de la República Checa. Su obra es una serie de ensayos políticos en los que sostiene que el mundo dominado por la técnica debe evolucionar hacia otro en el que una “revolución existencial” dote de un contenido auténticamente humano a las nuevas estructuras políticas y sociales; su ensayo constituyó un verdadero grito de libertad en los años setenta y pronto se convertiría en un manifiesto de la disidencia en Checoslovaquia, Polonia y otros países de la Unión Soviética. Si la lectura resulta hoy de tanta actualidad, es porque este ensayo es también una reflexión sobre la necesidad del hombre, del ciudadano, de vivir en la verdad, lo que él llama el servicio a la verdad, servicio en defensa del ciudadano y de su derecho a una vida justa, digna, libre y más madura con el desarrollo de estructuras paralelas que no dependan de las instituciones anquilosadas de siempre, de seguir la llamada de su conciencia y alzar su voz contra la mentira, de la que el propio poder es a veces prisionero.

Desconocemos el camino para salir del marasmo de este mundo global y pandémico en el que estamos inmersos y, pecaríamos de imperdonable arrogancia, si pensamos que estamos descubriendo una vía segura de salida con lo poco que hacemos nosotros y lo confuso de los mensajes de los políticos; sin caer en el individualismo, conscientes, como escribe Havel, del poder de los sin poder, en reflexión activa debemos proponernos a nosotros mismos y a la comunidad a la que pertenecemos nuevas soluciones como ejemplo de lo que hay que hacer. Es decir, plantearnos si el “futuro más seguro” no es la tarea de garantizar un “más allá” lejano, sino algo que ya está aquí y que sólo nuestra miopía, nuestra fragilidad o nuestros miedos nos impiden verlo y desarrollarlo.

Aún tenemos en la memoria ese junio de 2003, cuando el PP arrebató al PSOE el Gobierno de la Comunidad de Madrid, gracias a una traición de dos diputados socialistas, Eduardo Tamayo y María Teresa Sáez: el “Tamayazo”. La ausencia de Tamayo y Sáez en aquella votación derivó en la convocatoria de nuevas elecciones que, el 26 de octubre de ese año, el PP ganó por mayoría absoluta, convirtiendo a Esperanza Aguirre en presidenta de la Comunidad de Madrid; con el “Tamayazo” surgió como política, pero prosperó con la “Gürtel”, “Púnica” y “Lezo”; hoy, en declive, sólo sirve para firmar manifiestos a favor del “Emérito”. De Tamayo se sabe que tras el escándalo que supuso su acción política, su despacho de abogados se fue a pique y tuvo que buscar pastos más verdes en Guinea Ecuatorial, a donde llegó para ofrecer servicios de asesoría jurídica y empresarial, compartiendo despacho con otros abogados guineanos; se ha adaptado a un país controvertido por la dictadura de Obiang, que él defiende con fervor. De Sáez, una política desconocida entonces, hoy solo es recordada por su célebre e inane: ¡No a TODO!, que sintetizó y puso en evidencia su frágil mochila intelectual y política. Con este explícito y sintético negacionismo, quiso negar una realidad probada: una traición a los suyos, a su grupo, a su partido y a los ciudadanos madrileños. Algo parecido le está sucediendo a la actual presidenta de la Comunidad de Madrid, señora Díaz Ayuso; su torpeza intelectual, su victimismo patológico, su confuso proyecto político, su pendular conducta, su enfermiza miopía están llevando a la ruina y al despeñadero a esta “Villa y Corte de España”. Para ello cuenta con la sosa ayuda de un vicepresidente “parao”, unos consejeros serviles que le aplauden hasta los bostezos y la inacción de un líder socialista en la oposición, de mucha metafísica, pero incapaz de dar “un golpe en la mesa de las políticas activas”.

La desesperación suele llevar a un mecanismo de defensa que se llama negación. Sabemos que los mecanismos de defensa son procesos internos que se encargan de aminorar las consecuencias negativas generadas por situaciones demasiado intensas, con la finalidad de que el individuo que los utiliza pueda continuar funcionando “en la normalidad”. Para Freud, la negación es uno de los mecanismos de defensa por el que uno tiende a negar lo que no puede aceptar porque no le conviene; es el modo de enfrentarse a los conflictos negando su importancia o incluso su existencia: se evitan o rechazan aspectos de la realidad considerados desagradables. El negacionismo ha llegado al extremo de poner en duda que exista la realidad. Ejemplo claro lo tenemos en esos miles de necios negacionistas de la Covid-19 que se manifestaron en la plaza de Colón de Madrid al grito de que “el virus no existe”. Enfrentarse a la realidad que incomoda no es fácil, sobre todo, si lo que ves no te gusta. Acudiendo a nuestros recuerdos de infancia, tenemos el cuento de Blancanieves, cuando la bruja mala rompe el espejito mágico porque éste le hace ver que la más bella no es ella sino Blancanieves.

Sólo los mediocres piensan que la historia se inicia con ellos y si ellos no la dirigen, todo es fracaso y error

Sólo los mediocres piensan que la historia se inicia con ellos y si ellos no la dirigen, todo es fracaso y error. La política tiene como misión buscar las mejores soluciones para problemas complejos que afectan a intereses muy diversos. Con un país social y económicamente devastado por la pandemia, a problemas globales son necesarias respuestas y soluciones globales con el fin de alcanzar una mejor gobernanza. Nadie es infalible y todo puede cuestionarse, pero, desde el rigor y el respeto por la verdad y el interés de todos, ningún partido político en estos momentos puede utilizar el estúpido filibusterismo y el insolidario negacionismo como ha hecho Pablo Casado en respuesta a la entrevista mantenida con Pedro Sánchez: su contradictoria receta frente a la crisis ha sido la del tamayazo y el bloqueo: “¡No a Todo!”; presume cuando se dice patriota que ama a España y a los españoles, pero se niega a participar en un consenso presupuestario para la reconstrucción nacional en tiempos de emergencia sanitaria y socioeconómica; repite aquello que ya dijo cínicamente Montoro: “¡Que se hunda España que ya la levantaremos nosotros!”. Predica altivo su constitucionalismo, pero se niega a cumplir las obligaciones que le impone la Carta Magna como jefe de la oposición bloqueando, como dice Sol Gallego en El País, la renovación del Consejo General del Poder Judicial, que exige tres quintos del Parlamento, hasta que haya un Gobierno que le guste, porque renovar o no el CGPJ no es un derecho de Casado, sino una obligación constitucional; presume de demócrata, pero cuestiona la legitimidad de un Gobierno elegido democráticamente por el Parlamento. Escuchándole en la rueda de prensa después de su entrevista con el presidente Sánchez, me viene a la memoria una letrilla de las chirigotas de los carnavales de Cádiz que reza así: “Guarda esto en tu memoria: / los mediocres sólo pueden / conseguir algo de gloria / viendo hundirse a los demás”. Es decepcionante la enorme capacidad que tienen algunos de negar la evidencia y las consecuencias que genera una actitud así: ignorar un problema no lo hace desaparecer, lo agrava, y mucho.

Ninguna sociedad puede tomar buenas decisiones y prosperar sin la participación solidaria de la mayor parte de sus ciudadanos y sin tener claras las políticas que sustentan su democracia. No es aceptable dar vía libre a políticos cínicos o rencorosos cuyos códigos éticos son un ejemplo de juego sucio, aunque para ello -como dijo Montoro- tengan que hundir a España. No se puede elogiar ni el cinismo ni la estupidez. Atacar los sistemas que proporcionan la transparencia o tergiversar los datos y la evidencia de su realidad histórica significa erosionar los mecanismos de la propia democracia.

En el “Elogio de la estupidez” Erasmo de Rotterdam hace una crítica mordaz de los vicios de la sociedad que le tocó vivir sirviéndose de una inmensa erudición y de un finísimo sentido del humor. El estilo irónico y mordaz del autor para describir la sociedad de su tiempo fue una de las claves de su éxito. Quinientos años después de su primera edición, su obra más popular sigue manteniendo la frescura y el valor e idéntico significado que cuando se compuso, dejando al descubierto al Erasmo irónico y mordaz, al descreído, al azote de imbéciles de cualquier género y condición, pero también al humano, al condescendiente y al optimista convencido. La Iglesia Católica, que fue uno de los blancos preferidos de ese sarcasmo obró en consecuencia: después del Concilio de Trento, celebrado entre 1545 y 1563, toda la obra de Erasmo fue arrojada con saña inquisitorial a la hoguera y al índice de los libros prohibidos.

Existen personas que, con sus incomprensibles acciones, no solo causan daños a otras personas, sino también a sí mismos; es el poder de la estupidez del que escribe Erasmo. En todas las sociedades y en todos los colectivos de ciudadanos, también los estúpidos influyen sobre otras personas con distintas intensidades. La capacidad de hacer daño que tiene una persona estúpida depende de dos factores principales: del factor genético y del grado de poder o autoridad que ocupa en la sociedad. De ahí que algunos causen perjuicios limitados, pero hay otros que, dado su grado de liderazgo, poder o autoridad, llegan a ocasionar daños graves e importantes, no ya a pocos ciudadanos, sino a comunidades o sociedades enteras. Como dirá Gracián en su “Oráculo manual y arte de prudencia”, refiriéndose al libro de Erasmo, si los estúpidos son los que están más satisfechos consigo mismos y con frecuencia son los más admirados, ¿quién va a preferir la verdadera sabiduría, que tanto trabajo cuesta adquirir y que además convierte a quien la posee en blanco de la crítica de los necios?

Hoy la estupidez se puede presentar con otros perfiles, no en vano estamos en tiempo de “mascarillas”, y no precisamente higiénicas. En estos momentos de pandemia, las intervenciones de algunos líderes políticos rechazando o poniendo objeciones a la solidaridad de unos presupuestos expansivos, pragmáticos y sociales, con el objetivo de una reconstrucción necesaria, por mucho que alardeen de constitucionalistas y patriotas, no representan los principios y valores de la Constitución que exigen a otros; la actitud no debe ser cuestionar el valor de este ejercicio concreto de solidaridad sino lamentar hasta qué punto algunos líderes políticos no han interiorizado suficientemente qué significa la colaboración generosa en esta situación de crisis. Aprovechando esta situación catastrófica e incierta, no es el momento de análisis partidistas y electoralistas, intentando buscar el fracaso del “otro” para medrar políticamente; además de insolidario sería miserable. Sin el esfuerzo de todos arrimando el hombro, no recuperaremos ese estado de bienestar y justicia equitativa al que todos los ciudadanos tienen derecho; es necesario seguir avanzando hacia una forma de gestión compartida de los bienes comunes. Si queremos hacer objetivos y sensatos diagnósticos de la actualidad, la razón fundamental es que el origen de esta incierta y caótica crisis no es achacable a nadie, a ningún partido; debemos moderar ese impulso de identificar elementos de irresponsabilidad, aunque nos encante buscar culpables; en cambio, con la toma de decisiones, su mayor o menor impacto y las soluciones positivas que se adopten o los graves efectos perversos, si suceden, sí tienen responsabilidades institucionales o personales que implicarán exigencias políticas.

Antes y después de la pandemia sigue siendo cierto que hay que arrimar el hombro, que los bienes públicos exigen instituciones sensatas, acuerdos, cooperación, debates y soluciones globales conjuntamente aceptadas. Pero, sobre todo, el inicio de ese necesario debate debe consistir en redimensionar los ámbitos de decisión en función de la naturaleza de los riesgos que nos amenazan, porque este no saber, estas amenazas, generan incertidumbre; ante lo incierto, nos resistimos al caos, al desorden y nuestra capacidad de seguridad es fácilmente vulnerable. Así lo señalaba el maestro del horror, Howard P. Lovecraft “de todas las emociones humanas, la más antigua y más poderosa es el miedo, y de todos los miedos, el más antiguo y más poderoso es el miedo a lo desconocido”. Como todo lo que no es intuitivo y cuando se sostiene que las cosas no son lo que parecen, nos debemos una explicación y esa explicación también es exigible a los que gestionan nuestro futuro que, como decía Nietzsche, solo aquel que construye el futuro tiene derecho a juzgar y criticar el pasado.

Una gran crisis como esta en la era de la inteligencia artificial y en medio de los debates sobre uno de los movimientos filosóficos y culturales que más atención ha atraído en los últimos años, que preconiza el uso libre de la tecnología para el mejoramiento del ser humano, el llamado transhumanismo, nos obliga a la reflexión y la investigación. Si la preocupación ecológica nos ha ido enseñando que no podemos construir el futuro sin insertarnos e interesarnos por los problemas y contextos ecológicos y naturales, con esta crisis del Covid-19 estamos obligados a ahondar más en los límites de nuestra autosuficiencia, no somos “dioses” como nos creíamos: un “bichito” como algunos llaman al virus, ha demostrado nuestra fragilidad, la dependencia que tenemos de otros seres humanos y de la necesidad de invertir cada vez más en la investigación para poder vivir mejor en este mundo y no en desplazamientos a otros mundos que nunca serán el nuestro. La cuestión es que hemos descubierto que somos vulnerables a riesgos globales sin haber desarrollado suficientemente los correspondientes procedimientos de protección. Hoy mismo, cuando escribo estas reflexiones, los desafíos rutinarios de la incorporación de los alumnos y alumnas a las aulas al inicio del curso escolar, nos obliga a reconocer que desconocemos cómo actuar, qué hacer en una crisis de estas características: el manto de la incertidumbre envuelve a toda la sociedad y tengo la impresión de que quienes menos van a aprender de esta situación y de esta crisis son aquellos que lo tienen todo claro, aquellos que ante las evidencias, se atreven a decir, con la necedad del estúpido: No a todo. De nuevo, con Friedrich Dürrenmatt, hay que admitir: “Lamentables aquellos tiempos en los que hay que luchar por demostrar lo evidente”.

En esta crisis estamos viendo políticos que han perdido toda credibilidad por sus torpes aprendizajes, su estupidez política y sus decisiones negacionistas

Me incomoda ese alegre determinismo voluntarista que tienen algunos políticos del gobierno, por ejemplo, el presidente Sánchez, en la pasada conferencia ante la cúpula empresarial del país, en la que, como es habitual en él, la foto y el eslogan (“España puede”) eran el mensaje. “Todos vamos a salir de esta crisis” -sentenciaba- (las negritas son mías). ¡Qué fácil es pronunciar bellas palabras! Evidentemente, todos los que allí le escuchaban van a salir; mejor, no va a salir porque no han entrado en crisis. Pero, sin pesimismo y contra toda evidencia, no todos van a salir; ¡cuántos y de qué distintas maneras van a perecer o fracasar! Lo evidencia la historia y negarlo sería un nuevo alarde de hipocresía y cinismo. Como él, hay quien asegura que las crisis son oportunidades, al dar como seguro que vamos a vencer a la pandemia alentando a los ciudadanos, pese a los rebrotes que empiezan a salpicar la geografía del país a “no tener miedo”. Puede ser que las crisis creen oportunidades, pero sabemos que son momentos de cambio por las mismas razones que pueden serlo de progreso o retroceso. Que sea lo uno o lo otro es algo que no nos enseña ningún manual, sino que depende de las decisiones que adopten los que tiene el poder o los poderes. Pero, visto lo visto, ese optimismo presidencial se contradice con la exasperantemente lentitud, mentiras, contradicciones y desaciertos con los que las distintas administraciones van dando respuesta a los problemas que han ido surgiendo; muchos de ellos, -tienen nombre y cargo-, no dan la talla ni están a la altura para llevar a cabo con profundidad y eficacia las medidas que requieren los graves problemas que la crisis, en los diversos órdenes, ha ido revelando acerca de la naturaleza y las necesidades de nuestro país; tal vez pueda suceder que sea más fácil encontrar una vacuna que solucione el problema que algunos políticos aprendan las lecciones y den soluciones a una crisis como esta. Recordando de nuevo a Erasmo, en esta crisis estamos viendo políticos que han perdido toda credibilidad por sus torpes aprendizajes, su estupidez política y sus decisiones negacionistas que la evidencia ya nos alertaba decía que se estaban tomando en la dirección equivocada.

Decía Sófocles en otro contexto que el futuro nadie lo conoce pero que el presente avergüenza a los “dioses”. Cuando nos preguntamos acerca de cómo será el mundo y nuestro país después de la crisis del Covid-19, qué rutinas cambiarán y en qué medida, es difícil acertar y, menos, distinguir lo que creemos que pasará y lo que desearíamos que pasara. Podemos barajar el optimismo utópico, pero aquí no hay “pitonisas ni augures”. Podemos darnos por la adivinación, pero las sociedades modernas no se dedican a adivinar un futuro que vendrá inexorablemente, pero si podemos apostar por configurar un futuro deseable y digno para todos, en especial, para los más vulnerables. Y eso se lo tenemos que exigir con “palabras gruesas” y no con “bellas palabras”, a todos aquellos, instituciones todas y políticos todos, que tienen la obligación de dirigir y gobernar un país en el que quepamos todos y dignamente. Y si no pueden o no saben, que dimitan.

Contra la evidencia, ¡No a todo!