viernes. 29.03.2024

“Y ahora, ¿qué?: la gran tarea de aprender a convivir en las diferencias”

banderas españa cataluña

Por encima de independentismos y constitucionalismos o de inútiles enfrentamientos, se impone recuperar la plural convivencia dentro de las notables diferencias políticas y sociales que existen en la sociedad catalana y española

La poeta polaca, premio Nobel de Literatura en 1996, Wisława Szymborska, en uno de sus versos, con certero realismo, vaticinaba: “Porque no hay comienzo que continuación no sea, y el libro del acontecer está siempre abierto a la mitad”. Después del resultado de las elecciones del 21D y de las declaraciones y opiniones que se están vertiendo en círculos políticos y medios de comunicación, con pequeñas variaciones, la situación catalana -como dice Szymborska-, el comienzo del día siguiente al 21D no deja de ser la continuación del problema que ya existía; y el relato (el libro) del acontecer del “procés”, sigue estando abierto a la mitad, es decir, en medio de un túnel, en el que no se vislumbra salida.

Es una obviedad que para “llegar”, hay que saber a dónde se quiere ir: saber precisar cuál es la meta final; en el conflicto catalán no existe un Mediterráneo nuevo que descubrir; a pesar de todo, y aunque no se diga expresamente, muchos ciudadanos catalanes tienen claro que la gran tarea, la única meta que daría solución a este largo y cansino conflicto de intereses es el de la convivencia a pesar de las diferencias; pero una convivencia dentro del marco del entendimiento democrático y de la legalidad constitucional. Cualquier otro intento prolongará el conflicto. No se puede repetir, como dice otra de las inteligentes reflexiones de Szymborska, que al final dejemos de saber qué era lo que tanto buscábamos”: la gran tarea de aprender a convivir en las diferencias. Sería un desastre para catalanes y españoles que sucediese lo que Sófocles afirmó ya hace muchos siglos en “Edipo Rey”: descubrir que al final el detective y el asesino son la misma persona; es decir, que los que tienen en su mano buscar y encontrar la solución son los que la hacen imposible.

Analizados sin pasión los resultados de las elecciones catalanas, el objetivo no debería ser volver a ilusionar de nuevo a los propios electores que han votado hace apenas unos días para conducirles al mismo callejón sin salida. Hemos escuchado muchas veces estos consejos de un sabio mundialmente admirado. Sostenía Einstein: “Una locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener resultados diferentes. Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”. Deberíamos sacar de él inteligentes conclusiones; pero me temo que se tendrá más en cuenta esta otra de sus reflexiones: “¡Triste época es la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Y ¡cuántos prejuicios y mentiras se han sembrado en estos años por ambas partes!

De ser así, además de un seguro fracaso sería una imperdonable torpeza política. Por encima de independentismos y constitucionalismos o de inútiles enfrentamientos, se impone recuperar la plural convivencia dentro de las notables diferencias políticas y sociales que existen en la sociedad catalana y española. Tomando distancia, ayer se confirmó que la sociedad catalana sigue dividida por la independencia y la ruptura de la convivencia. La valoración que del discurso del Rey Felipe VI del día 24 han hecho los distintos partidos políticos ha sido antagónica: mientras los partidos constitucionalistas han destacado la intervención del Monarca como una invitación a afrontar las diferentes reformas que España necesita, pues “no desean una España paralizada o conformista”, los partidos independentistas han hecho una crítica muy negativa del mismo, incluidos los siempre equidistantes, puritanos y críticos de Podemos.

Al margen de las opiniones o críticas de unos u otros sobre la Corona o con parte de su discurso, no parece razonable no compartir algunas de las ideas pronunciadas por el Monarca cuando avisa a los diputados del Parlament de que el camino no puede llevar de nuevo al enfrentamiento o a la exclusión; la ruptura de la convivencia solo genera discordia, incertidumbre, desánimo y empobrecimiento moral, cívico y económico -realidades patentes en estos momentos-, porque cuando se quiebran los principios constitucionales básicos, primero se deteriora la convivencia y luego se hace inviable. La mayor parte de la ciudadanía comparte que Cataluña no es hoy ni la sombra de la que fue. Si quiere recuperar lo que fue, el reto consiste en precisar con claridad hasta donde quiere llegar para lograr esa convivencia fracturada y perdida: y el marco del entendimiento democrático no puede ser otro que el respeto a los principios constitucionales. Reformables si hay voluntad de consenso en todos los partidos.

Sin embargo causa rubor -incluso indignación- reconocer una vez más que estamos ante dos bandos que no buscan “lugares de encuentro”: esa vaga expresión que tanto se reclama: ¡hay que dialogar!; porque, siendo sinceros: ¿quién puede no estar a favor del diálogo?; Aquí han dialogado todos, -dicen ellos-; mejor dicho, todos han manifestado que han querido dialogar y que de hecho han dialogado, pero desde esas líneas rojas que dan por buenas sus irrenunciables exigencias. Curiosamente, quien más ha apostado por el diálogo, presentando propuestas y soluciones, no ha salido electoralmente recompensado; me refiero al PSC. Bien podría decir el señor Iceta algo así como: “me presenté para dar salida al conflicto, me entregué a luchar por conseguirlo, pero se interpuso la cerrazón de los bandos y al final me han enviado al rincón de pensar”.

Obviamente, el odio y el rencor, el enfrentamiento de ideas y banderas, fatigan. Las elecciones han confirmado que la sociedad catalana sigue dividida por la independencia. Hay dos grupos antagónicos y los resultados han igualado aún más los bloques. Aunque la distancia en votos entre ambos se ha reducido en puntos, ha aumentado en cambio la polarización: las posturas dentro de cada bloque se alejan. Los votantes independentistas no han castigado la vía unilateral que emprendió su gobierno llevándolos al conflicto y a la aplicación del 155. Muchos de ellos tampoco entienden cómo “el impresentable difamador, cobarde y huidizo: el bon vivant de Bruselas, Carles Puigdemont”, ha conseguido más apoyos que el sufridor en la cárcel y religioso Oriol Junqueras.

Los no independentistas, en cambio, han votado para rechazar ese plan. El triunfo de la señora Arrimadas es el ejemplo. Nadie puede negar que las elecciones, en número de diputados, las ha ganado Ciudadanos; pero cuando uno analiza los principios que defiende su partido, en el mejor de los casos, son una obviedad. Si los principios identifican a un partido, Rivera, Arrimadas y los suyos se presentan ahora como liberales progresistas, demócratas y constitucionalistas. No es mucho decir. Eso ya lo decía Aznar y vemos en qué ha devenido: una caricatura política. Ser constitucionalista es como estar a favor de la gravitación universal, no serlo es un problema judicial, pero no define un perfil político; como principio general no identifica a nadie razonablemente legal. Sin embargo, han sido los ganadores en estas elecciones.

Pensábamos muchos que la esperanza de una corriente “antisecesionista” provocaría una riada posibilista de cambio entre los catalanes, pero ha quedado sepultada por la suma de diputados de JpCat, ERC y el apoyo seguro y rentable de la menguada CUP, cuya cerrazón antisistema mantiene el agua estancada con riesgo de pudrirse. Es posible que en estas elecciones ha podido haber una reacción a la aplicación del 155 que implicó temores por asuntos fundamentales para una mayoría de catalanes: la escuela, la lengua, la televisión pública; es posible incluso que la destacable lealtad del voto independentista haya sido un efecto rebote por la discutible, a falta de un verdadero análisis, pero desacertada represión del 1ºO, o como dice Balcells, “un voto defensivo ante una ofensiva nacionalista española”.

Pero resulta poco democrático que ninguno de los independentistas haya sido capaz de reconocer públicamente el triunfo de Ciudadanos. En su irracional valoración, sin ni siquiera analizar los resultados, han dado como seguro President a esa maraña de “anormalidades legales que representa el lunático Puigdemont”. En estos días los independentistas han viralizado por error un artículo satírico sobre Puigdemont, el texto más compartido del año en el diario 'Financial Times'; el diario compara irónicamente al líder catalán con Mandela, De Gaulle o Gandhi… Cuesta entender que personajes del independentismo, que ejercen de intelectuales, hayan sido tan ingenuos como para no percatarse de la ironía burlesca del artículo. Están viviendo en tal realidad paralela que no se pararon a pensar en lo absurdo de la irónica comparación. Y es que cuando la estupidez reina, la inteligencia se va de paseo.

Por dura que parezca esta reflexión, muchos tenemos la sensación de que en este incomprensible “procés”, la mitad de Cataluña odia a la otra. Familias y amigos han dejado de hablarse, o si se hablan, mantienen unas relaciones tensas. Era falaz ese mantra que “los Jordis” y tantos fanáticos independentistas repetían: “Queremos una república y un sol poble; lo que han logrado es partir a los catalanes por la mitad; siendo grave la huida creciente de muchas empresas catalanas, la fractura social y de la convivencia es aún mucho más grave. El tono general de la campaña y sus resultados no han contribuido a visualizar la dignidad de la política, ni a que algunos de los elegidos reciban el respeto y la consideración de los ciudadanos. Ya Fernando de los Ríos repetía que en España en política faltaba respeto, y esa afirmación, que para él era obvia, también hoy, en esta coyuntura actual, es obvio que en gran medida los políticos no se respetan, no se hacen respetar y, como consecuencia, muchos no merecen respeto porque carecen de la dignidad que les hace acreedores al mismo. Por eso gran parte de la ciudadanía defiende la obligación y el interés general y la dignidad de todas y cada una de las personas que les votamos, sea cual sea nuestra opción. ¿Tiene justificación, pues, que alguien insulte, rechace, excluya y considere enemigo a quien no vota su opción? Hemos oído disparates y vilezas incomprensibles en políticos que quieren gobernar a toda una nación. Hemos escuchado a la autoritaria y estólida Forcadell decir que “nuestro adversario es el Estado español; que los nacionalistas españoles son extranjeros charnegos, porque el resto somos el pueblo catalán”. Y al achulado “intelectualoide” Rufián llamar “botiflers” o traidores a los no nacionalistas. El problema catalán inmediato es una sociedad rota. La brecha ha sido la ajustada aplicación de un proyecto que asume la exclusión como principio regulador. Basta con examinar el léxico arrojado a diario al discrepante: botifler, anticatalán, españolista, traidor. El campo semántico resulta claro: si no eres independentista, no eres conciudadano sino extranjero.

Llevamos meses en los que el victimismo ha sido el único argumento que ha movilizado a millones de catalanes, muchos de ellos, muy jóvenes, ignorantes de lo que ha sido la historia de la transición democrática y lo que de positivo tuvo la Constitución del 78, hoy necesaria y consensuadamente reformable

Los partidos, los resultados de los escaños conseguidos y los cálculos aritméticos de posibles combinaciones para conformar gobierno, no pueden ser el armazón con el que se construya esa nueva Catalunya, comunidad con una identidad muy definida, en un nuevo encaje con la España plural, que desea la mayoría de los catalanes no fanáticos. Si se continúa alimentando el odio, el rencor y la descalificación, como escribe García Márquez en su “crónica de una muerte anunciada” nunca habrá un fracaso tan anunciado, si los enfrentamientos entre los que oponen banderas e ideas no se cansan de proclamar sus propósitos ofuscados por un “procés” irracional de destino incierto y quienes tienen en su mano encontrar la solución para evitar un futuro a todas luces negativo para los propios intereses de la sociedad catalana o se deciden a intervenir demasiado tarde y su relato de independencia unilateral se mantiene, como parece inevitable. Las torpezas que están demostrando las partes implicadas con la solución del 155 que unos defendían y la oposición radical de otros contra él, a pesar de las elecciones celebradas, hacen casi imposible solucionar el conflicto si no hay voluntad de un diálogo sincero y la posible realización de un referéndum pactado y legal, en el que se expongan con clara sinceridad todas las consecuencias, si toda la sociedad catalana conociese sin engaños sentimentales y sin mentiras lo que conllevaría una declaración de independencia.

Llevamos meses en los que el victimismo ha sido el único argumento que ha movilizado a millones de catalanes, muchos de ellos, muy jóvenes, ignorantes de lo que ha sido la historia de la transición democrática y lo que de positivo tuvo la Constitución del 78, hoy necesaria y consensuadamente reformable. El victimismo es, en muchos casos, una estrategia que representa más beneficios que problemas. Cuando un claro agresor se victimiza y los demás le dan crédito, esta condición le permite contar con una especie de inmunidad por la cual todo lo que dice puede pasar por verdad; ese victimismo calculado, consciente o inconscientemente, encubre generalmente un chantaje. Presentar a Cataluña, una de las comunidades españolas más avanzada y próspera, con más ventajas naturales, mayor desarrollo industrial y mejores infraestructuras, como víctima oprimida, expoliada y agraviada por el resto de España constituye un disparate que bordea el ridículo y atenta contra la verdad y la decencia.

El día que podamos decir que no todo vale; el día que nos podamos sentar para forjar un futuro mejor sea de la forma que sea en un consenso sincero, ese día habremos ganado. Mientras haya perdedores en este país, sean del bando que sean, este país seguirá en caída libre, porque algunos ya están demostrando que les importa poco todo con tal de conseguir su único objetivo: la república catalana, aunque eso los lleve al desastre.

Me gustaría finalizar con más optimismo, pero me invade la incertidumbre; podría acabar estas reflexiones deseando a todos Feliz Año Nuevo; sería una impostura desearlo con sinceridad si muchos españoles y catalanes estamos convencidos de que con estos políticos salidos de las urnas el 2018 será la continuidad del 2017. No obstante, ¡ojalá nos equivoquemos y podamos decir al final: el 2018 HA SIDO UN AÑO FELIZ!

“Y ahora, ¿qué?: la gran tarea de aprender a convivir en las diferencias”