viernes. 19.04.2024

“Actores y espectadores”

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“No se puede valorar por igual el error y la verdad,
ni abuchear una buena actuación ni aplaudir una mala representación”


Acudir a los clásicos es, sobre todo, reconocer su cultura y su historia y la influencia que han tenido en nuestra cultura occidental. La democracia y el teatro fueron importantes en la Grecia clásica, en especial, en la ciudad de Atenas. El teatro ejerció un papel de verdadero laboratorio político para los ciudadanos de las ciudades griegas desde el siglo V, siglo de Pericles, en el que se produce un gran desarrollo del género dramático en la “polis”. Desde entonces, el teatro se separó de su origen religioso y se convirtió en una institución del Estado, necesaria para la educación y la enseñanza del pueblo. Atenas fue una “polis”, una ciudad aficionada a la cultura, una cultura todavía predominantemente oral, en la que los rollos de papiro (los libros de entonces) eran sumamente caros e inalcanzables para el pueblo; al no poder leer, adquiría su cultura de oído; el teatro constituía su vehículo cultural. Al tiempo que se creaba el teatro, Atenas desarrolló un sistema político, al que llamaron democracia; así se propiciaba la libre circulación de las ideas y la participación activa de los ciudadanos en los asuntos de la ciudad. Una base económica como la del imperio ateniense, con sus múltiples ciudades tributarias, permitía sufragar los gastos de las funciones teatrales del mismo modo que permitió costear edificios tan espléndidos como el Partenón. Estas costosas y bellísimas creaciones, tanto las arquitectónicas como las literarias, contribuyeron a mantener y a acrecentar el prestigio de las ciudades griegas y a dar trabajo al pueblo. El teatro como representación propició la asamblea como participación popular; con ambos, con el teatro como exposición de ideas y la asamblea como participación mediante el debate, valorando positiva o negativamente la actuación de los actores y elocuencia de los que hablaban, se fue fraguando la educación y la enseñanza del pueblo griego.

El teatro griego es una de sus grandes creaciones de la cultura y su historia; abrió camino a todas las manifestaciones teatrales posteriores e inspiró y sigue inspirando, con una enorme distancia en el tiempo, a miles de autores y actores. Su nombre, “théatron”, deriva del griego, nombre que hace referencia a un espacio de contemplación; guarda vínculo con el verbo “théaomai”, que significa “mirar detenidamente”, “observar”. En su deconstrucción destacamos “theá” que hace referencia a visión, y “-tron”, el lugar físico que cobra protagonismo. Era, pues, un espectáculo que ponía ante los ojos del espectador una historia dramatizada, contada mediante la acción de los actores. La representación o imitación es el rasgo esencial del teatro: unas personas reproducen ante nuestros ojos la vida de otras a las que están suplantando, interpretando. Esquilo, Sófocles, Eurípides, en la tragedia, Aristófanes y Menandro en la comedia y Prátinas en la sátira, son algunos de los eternos autores griegos. Será, un siglo después, cuando Aristóteles, en su obra “Poética” analizará la principal característica del teatro: la “mímesis” o imitación de la realidad, una imitación en la que las personas son mostradas mejores o distintas de lo que son y en la que el diálogo es un elemento fundamental de la representación. Un elemento clave, que incluso se adoptó en siglos posteriores con William Shakespeare, fue el coro, compuesto por una serie de actores encargados de comentar las acciones principales que se desarrollaban en escena, actores, a veces críticos y otras, serviles. Pero los griegos no solamente fueron grandes promotores del teatro como arte y espectáculo, en el que se implicaba todo el pueblo, al crear sus emblemáticos géneros, la tragedia, la sátira o la comedia, sino que diseñaron los espacios dedicados exclusivamente para su representación; fueron verdaderos templos (Epidauro, Mileto…) del arte escénico, con las condiciones básicas para poder contemplarlos, escucharlos y disfrutarlos.

Merece la pena recordar, a los que dirigen y gobiernan como actores la sociedad, que cada uno tiene su papel y función en “El gran teatro del mundo”, y que no olviden que, sin espectadores, el teatro no existiría y los actores estarían en el paro

Por otra parte, aunque en sus inicios estuvieron asociadas al culto religioso, las máscaras griegas, con el tiempo, formaron parte de las actividades artísticas y escénicas del teatro, como un elemento para caracterizar a los personajes que escenificaban dramas de política, religión o de la vida cotidiana. Las usó por primera vez Tespis, el dramaturgo griego del siglo VI a. C., considerado el padre del teatro y el primer actor de la historia. Las máscaras utilizadas, en general, eran de naturaleza inmóvil, con una mueca fija de tragedia o comedia; de este modo, los actores en la escena podían interpretar varios personajes en la misma obra y variar sus rostros para cambiar el estado de ánimo de alguno de ellos. Con el tiempo se fueron utilizando máscaras cada vez más naturales y realistas en función de los diferentes géneros: en la comedia, solían ser toscas y ridículas, deformando los gestos del personaje y asociadas a representar la burla de ciudadanos con poder; para la sátira, las máscaras eran más fantásticas, con fisonomías zoomorfas al ser un género más crítico; en la tragedia representaban diversos personajes que, de forma trágica o severa, manifestaban sentimientos de pasión, amor, odio, crueldad o venganza, sin abandonar la belleza propia del espectáculo en cada situación; las máscaras griegas pretendían indicar al actor el rol del personaje a interpretar, estableciendo además con los vestidos, la personalidad y el género, con el objetivo de permitir a los espectadores, identificar a cada uno de los personajes dentro del drama. El genio griego llegó a representar, a través de las máscaras, el fundamento del teatro gestual de los actores actuales.

Hoy podemos aceptar que el mundo es un gran escenario en el que los humanos representamos una compleja obra, sin saber distinguir entre la realidad y la ficción. Así lo decía Quevedo con estos versos: “No olvides que es comedia nuestra vida / y teatro de farsa el mundo todo, / que muda el aparato por instantes / y que todos en él somos farsantes”. La vida del hombre consiste en un diálogo dinámico entre el yo y la realidad: “yo y mi circunstancia”, como escribía Ortega en “El Espectador”, un conjunto de ensayos, lo más característico de su obra, la gran metáfora de lo real: una aparente dispersión, una inagotable variedad de temas a contemplar, en los que analiza la plural y directa visión de lo real; un quehacer y una ocupación con el mundo, ser espectador del mundo, dialogar con él, dirigirse a él, actuar en él, ocuparse de él. Por otra parte, ya Calderón de la Barca, en su obra barroca o auto sacramental “El gran teatro del mundo”, explicaba la vida como si fuera una obra de teatro en la que todo el mundo tiene un papel, en el que todo el mundo es “actor”. En su obra, Calderón sitúa en primer lugar al “Autor” que va asignando su papel a cada uno de los personajes: el Pobre, el Rey, la Discreción, la Hermosura, el Rico, el Labrador, el Niño. Contemplamos el mundo y lo que vemos en él como una proyección de “la caverna de Platón” y no la naturaleza auténtica y huidiza de las cosas.

En el fondo, la obra, filosófica y religiosa a la vez, de Calderón es una reflexión sobre la vida del hombre; la síntesis es que la vida es una representación y los hombres, los actores que ejecutan su papel en un espacio escénico, que es el Mundo. Según Calderón y su auto, todos somos “actores” y, según Ortega y su ensayo, todos somos “espectadores”. Sin embargo, podemos ser actores o espectadores, o ambas cosas a la vez; hay quienes ven lo que acontece a su alrededor y, como en una pantalla, contemplan pasivamente las escenas de lo que sucede, sin apenas reflexión ni crítica, como mucho, con alguna queja despectiva o de hartazgo; hay otros, en cambio, espectadores activos, como decía Ortega, que ante las mismas escenas analizan la representación de los actores, critican sus aciertos o sus fallos y se comprometen, con sus análisis y críticas, a mejorar la representación; otros, los actores, han preferido tomar las riendas del poder y subirse al escenario para escenificar o representar sus decisiones y ambiciones, ya como comedia, o drama, o sátira, o tragedia. Todos los signos escénicos, y no sólo los verbales, contribuyen a la configuración del significado total de una obra y, en consecuencia, todos deben ser estudiados, si se quiere alcanzar el conocimiento integral de la misma; texto y escenificación se necesitan en la representación teatral; son componentes de un mismo proceso, la comunicación dramática. La realidad del texto es llevada a la escena y ofrecida en representación semiótica a los espectadores que interiorizarán y harán, a su vez, diversas lecturas de la representación que se les ofrece. También, entre el actor y el espectador, en el interno de ambos, se hace necesaria la emoción, la pasión, la virtud o el vicio, la mentira o la verdad…, aunque, como decía Antoine de Saint-Exupéry en su preciosa alegoría “El Principito”, nada es lo que parece: “Lo esencial es invisible a los ojos”. O en los versos de Calderón: “La alegoría no es más / que un espejo que traslada / lo que es con lo que no es; / y está toda su elegancia / en que salga parecida / tanto la copia en la tabla / que el que está mirando a una / piense que está viendo a entrambas”.

El silencio del rey Felipe VI, en esta complicada y comprometida actuación de su padre, es negativo, permite todo tipo de interpretaciones confusas, y algunas nada benévolas, con la Institución que representa

El espectador, para enjuiciar la representación de una obra, está siempre condicionado por las circunstancias escénicas que contempla: la bondad del texto, la interpretación del actor, el escenario, la escenografía ajustada del ambiente, el decorado, el atrezo, el vestuario, etc… Que el espectador tome una decisión para opinar está condicionada solamente a querer verla, a contemplarla con atención, pero los resultados, el éxito o fracaso, no dependen de él; le podrá gustar más o menos, pero no tiene posibilidad de intervenir, excepto con su aplauso o abucheo (o sea, con su crítica); es la bondad del texto de la obra y la actuación de los actores, con su buena o mala interpretación, los que provocarán tal final: aplauso, silencio o abucheo; son ellos, los actores, los responsables de tal resultado; ellos lo deciden con su interpretación; de su mejoría y corrección posterior, podrá depender su futuro, que poco o nada tiene que ver con el espectador. Sin ser parte activa, sin tomar decisiones, sin actuar, no se puede influir en el resultado. No se puede responsabilizar al espectador de la buena o mala interpretación del actor. La presencia activa del espectador en los teatros estará condicionada a la calidad de los espectáculos que desarrollen los actores. ¿Y si no nos gustan el espectáculo? El fracaso del teatro está garantizado.

Apropiándome de los versos de Calderón, la vida, el teatro, de nuestra sociedad es una representación de lo que sucede; los ciudadanos somos los espectadores y los actores los que representan los diversos papeles de la obra, es decir, los responsables que, elegidos, gestionan las diversas políticas que se llevan a cabo en la sociedad; y el espacio escénico, el país, con sus plurales instituciones. La responsabilidad de los actores, de los políticos elegidos o de quien por cuna hereda el poder, tiene que ver con la habilidad para responder ante las circunstancias, necesidades y problemas a los que se enfrenta la sociedad y su deber implica actuar, representar, tomar partido en las decisiones que afectan a su realidad y su futuro. Teniendo en cuenta que, como en el teatro, los resultados son siempre fruto del texto y de los actores. Si como espectadores no nos gusta la función, si nos sentimos estafados y defraudados por la mala interpretación de los actores, intérpretes de esta comedia bufa o trágica de nuestra actual historia, desde una crítica proactiva, conscientes de su pésima representación, al punto de desear cambiarles el texto, con el firme deseo de poder presenciar una obra y actuación democrática digna y no una tragedia permanente, ¿deberemos  aplaudirles?, ¡no! No deberíamos permitir que aquellos que han hecho muy poco por nosotros y mucho para ellos mismos, lleguen a controlar y condicionar nuestras vidas, continuar en el escenario y, encima, aplaudirles y alabarlos.

Siguiendo con Calderón y el libreto de su auto sacramental, entre los actores protagonistas están en escena “el autor” y “el rey”. No resulta complicado identificar quién es “el rey” que está en la actualidad en escena. Tal vez sea posible que Juan Carlos I, “el Emérito”, regularizando su deuda evite que su actuación sea considerada una ilegalidad, lo dirán los jueces, pero difícilmente podrá regularizar su reputación. La reputación es una vana y engañosa impostura que muchas veces se adquiere sin mérito y se pierde sin culpa. Pero en estos tiempos el único responsable de la pérdida de su reputación, de este mal final, es el propio ex monarca. Para no pocos españoles siempre ha sido una cuestión no cerrada su legitimidad, incluso la legitimidad de ejercicio; pero lo que no está en cuestión es que el desafecto hacia la Institución monárquica va en aumento en la sociedad, pero “el actor y el autor”, las causas de tal desafección no son, como proclaman las derechas políticas y mediáticas, los partidos políticos que se declaran republicanos (estarían en su derecho), sino de la propia actuación de la monarquía.

Algunos españoles, no es fácil cuantificarlos porque jamás se ha dado esa oportunidad, han calificado el reinado de Juan Carlos I de modélica y muy positivo su legado en la transición, ensalzando el “trabajo impagable” que hizo en “la recuperación de las libertades”; no lo puedo compartir; al ex rey Juan Carlos I no le quedó más remedio que subirse a la ola y a ese grito democrático que exigió la ciudadanía, a pesar de las represivas dificultades sufridas durante la dictadura; modélico fue el pueblo español que es el que verdaderamente luchó por recuperar las libertades y la democracia; fue el pueblo español el que le permitió reinar, pues el trono lo consiguió en exclusiva por la voluntad personal de un dictador, que se alzó contra la legítima república, concediéndole una monarquía no restaurada sino instaurada, condicionada a “jurar lealtad a los principios del movimiento nacional franquista”. El velo permisivo de silencio que, durante todo su reinado, indebidamente se le ha regalado, sabiendo lo que sabemos, aún se mantiene; todavía hoy se le ensalza y vitorea, traicionando la verdad, la ejemplaridad y la ética. Hoy el exrey, como en el cuento, está “desnudo”. La evaluación modélica de un actor, de una persona, se mide por toda una trayectoria o toda una representación, sobre todo, por el resultado final, y no por algunos hechos puntuales en sus inicios, inicios en los que, sin haber hecho nada, se le dio todo. Las alabanzas que se le han dado a muchas de sus acciones no las ha merecido por sí mismo; si nos ocupamos de ellas, si algunos se las reconocen y ensalzan es porque sólo quieren ver una cara de la moneda, y toda moneda tiene dos caras; contemplar sólo una es sesgar la auténtica realidad, resaltando una y ocultando, a su vez, la otra. De nuevo se hace realidad en Juan Carlos de Borbón lo que escribió Antoine de Saint-Exupéry en “El Principito”: en el “Emérito”, nada es lo que parece, porque “lo esencial ha sido invisible a los ojos de los españoles”, y lo visible, hoy, es de todo, menos digno de aplauso.  

Y es verdad, sus acciones han existido, son parte de nuestra historia, pero carecen del valor que se le atribuyen. “La cuna heredada” no hace grande al hombre, lo que le está haciendo parecer grande, sin serlo, es el servilismo acrítico y cortesano de muchos. ¡Cuántos españoles, aupados en el poder del “trono y la corona”, gestionando las prebendas y privilegios que ofrece la monarquía, hubiesen gestionado, sin las sombras del Borbón, una España más transparente, más ejemplar y más ética! Bien se preocupó el entonces monarca de exigir a Suárez como condición imprescindible que en el texto de la Constitución del 78 figurase su inviolabilidad. Tenía claro que la iba a necesitar. Hoy, la monarquía, tal como la ha dejado “El Campechano”, de modélica, nada: ¡deteriorada y obsoleta! Ha creado un marco de tensión permanente, pues no sólo ha causado daño a la Institución, sino a todo el país.

Con poco sentido de la realidad y con un argumentario plano que a nadie convence, el Presidente Sánchez no estaba defendiendo la verdad al defender al Emérito en una entrevista en televisión: “no se está juzgando a instituciones -dijo-, se está juzgando a personas”. “No se juzga a la Corona, se juzga al anterior jefe del Estado. Como no se juzga al Parlamento, se juzga a parlamentarios, como no se juzga al poder judicial, se juzga a un juez. Ese es el espíritu de la Constitución”. Pero en este caso concreto, la persona es la Institución y si falla la persona, debilita y falla la Institución. Si con la regulación fiscal el propio Emérito ha reconocido su culpa, si ha admitido que ha delinquido, ¿por qué, entonces, apelar a la presunción de inocencia? Es no querer ver la realidad o simplemente, negarla. No sé si debe ir al banquillo de la culpa, pero sí al banquillo de la falta de ética y de ejemplaridad, pues el ex monarca ha dinamitado una vez más su capital ético y ejemplar. Ya no puede acudir a ese fácil mantra de abril de 2012, tan comentado entonces: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Ya no sería creíble. Cuando hay criticas (o abucheos) en el marco escénico y no hay aplausos, es clara señal de que ha habido una mala actuación. Se hace necesaria la ejemplaridad y distanciarse de la adulación y encubrimiento con el que le rodean y apoyan en vídeos y manifiestos tantos cortesanos.

Es razonable que estemos molestos e indignados por esa regularización fiscal exprés de Juan Carlos I por el trato privilegiado que ha tenido sobre el resto de los ciudadanos. El Ministerio Público, saltándose sus propias funciones y el artículo 14 de la Constitución, informó oficialmente, a principios de noviembre, al rey Juan Carlos, a través del bufete de su abogado, Javier Sánchez-Junco, de las diligencias de investigación que había abierto, alertando de esta extraña regularización para que Juan Carlos I no incurriera en acciones ilegales. La Fiscalía se ha portado en esta situación como los soldados norteamericanos en la película “Salvar al soldado Ryan” en el desembarco de Normandía; ellos arriesgaron sus vidas para salvar al soldado, la Fiscalía, en cambio, ha arriesgado su prestigio para salvar al “Emérito”, aunque el abogado Sánchez-Junco contradiga a la Fiscalía y en su declaración remarque haberse realizado “sin requerimiento previo”. Ante la confusión creada, la propia Fiscalía ha anunciado este pasado viernes que va a examinar la declaración presentada por el exrey para determinar si es “espontánea, veraz y completa”, requisito necesario para dar por regularizada la situación. ¿Por qué, entonces, tanta contradicción? Ha habido una culpable complicidad para tapar acciones irregulares, conductas moralmente rechazables y tal vez ilícitas. Cuando se quiere defender una Institución no se puede permitir que quien tiene la obligación de defenderla sea quien la denigra con su conducta. El ex monarca ha provocado una crisis institucional sin precedentes de consecuencias imprevisibles. En este caso sí es lo que parece: un ciudadano, el rey, que aupado por la ley se ha creído que era el dueño de la hacienda, la honra y el derecho para hacer cuanto se le antojase. ¿Cómo se puede decir que gracias a él tenemos democracia y libertad cuando han sido millones de españoles quienes, incluso con su vida, lucharon por conquistarlas?

El silencio del rey Felipe VI, en esta complicada y comprometida actuación de su padre, es negativo, permite todo tipo de interpretaciones confusas, y algunas nada benévolas, con la Institución que representa. Los ciudadanos tienen derecho en esta representación a una explicación, pues está actuando más como hijo que como Jefe de Estado, Institución que prevalece sobre su paternidad. Los silencios y cortafuegos no van a hacer que la situación se pudra y se olvide con el tiempo. La situación es grave y hay que afrontarla pues afecta a la Casa Real y a su persona como Institución. No es cierto que la Corona esté en peligro por las críticas de los que siempre han sido y se consideran republicanos, son legítimas; si de salvar la Institución monárquica se trata, no es mirando a sus figurados enemigos, sino a sí misma. El único responsable del fracaso de su actual situación y del daño a la Institución ha sido el propio Juan Carlos I; él se lo ha causado a sí mismo, ha sido el actor; la culpa no la tienen los espectadores que están contemplado su actuación. En esta democracia débil, en la que se cuestionan muchas instituciones, es preciso construir nuevos escenarios, con nuevos libretos y nuevos actores, que son quienes debilitan la democracia, porque los espectadores que contemplamos el espectáculo somos los mismos: el pueblo español.

La Familia Real, en especial, Juan Carlos I, no ha tenido talento para llegar a conocer el daño que su conducta podría ocasionar a la Institución, conducta que, a pesar de algunos aciertos, menos de los que se le atribuyen, está definiendo el futuro o el final de su reinado. Si la reina de Inglaterra, Isabel II, calificó a 1992 como “annus horribilis” por las preocupaciones que asaltaron a la familia real británica, ¿a cuántos años del calendario podríamos calificarles como “anni horribiles” al reinado de Juan Carlos I? Si Píndaro uno de los más célebres poetas griegos, alabando a Pericles, dijo: “Sobre él ha caído el brillante polvo de las grandes estrellas”; sobre Juan Carlos I, al menos al final de su reinado, si algo ha caído, han sido las cenizas. No ha sabido dotarse a sí mismo de la ética de la ejemplaridad.

Resignificando los actores del Auto sacramental de Calderón, si llama “Autor” al que asigna los papeles a interpretar, en la realidad de nuestro mundo, es “la injusta Fortuna” la que reparte entre los humanos el papel a escenificar, pero ni el Autor en la obra, ni la injusta fortuna, condicionan ni determinan lo que cada uno, en el ejercicio de su libertad, pueden representar en este Gran Teatro. Para el desarrollo de su reinando y su final, ni el Autor ni la injusta Fortuna le han escrito al Emérito un mal libreto; al contrario, como reconoce actor, el Rey, en la obra, así escribe Calderón: “De cuanto circunda el mar / y de cuanto alumbra el sol / soy el absoluto dueño, / soy el supremo señor. / Los vasallos de mi imperio / se postran por donde voy”. Y al final ya del auto, una voz le canta: “Rey de ese caduco imperio, / cese, cese tu ambición, / que en el teatro del mundo / ya tu papel se acabó”. Como se ve, el guión asignado no era malo, pero, tal vez, el actor, el “Emérito”, no ha sabido interpretarlo. Es momento de recordarle su discurso en las Navidades de 2011: “La Justicia es igual para todos. Necesitamos rigor, seriedad y ejemplaridad en todos los sentidos. Todos, sobre todo las personas con responsabilidades públicas, tenemos el deber de observar un comportamiento adecuado, un comportamiento ejemplar. Cuando se producen conductas irregulares que no se ajustan a la legalidad o a la ética, es natural que la sociedad reaccione. Afortunadamente vivimos en un Estado de Derecho, y cualquier actuación censurable deberá ser juzgada y sancionada con arreglo a la ley”.

Merece la pena recordar, a los que dirigen y gobiernan como actores la sociedad -políticos e instituciones-, que cada uno tiene su papel y función en “El gran teatro del mundo”, y que no olviden que, sin espectadores, el teatro no existiría y los actores estarían en el paro.

“Actores y espectadores”