jueves. 28.03.2024

Democracia y legalidad

Ante un supuesto incumplimiento de la ley -de las leyes- que suscite dudas sobre su interpretación, es frecuente que el debate, al trasladarse al arbitrio de la justicia tienda a reducirse y traducirse en pura disputa leguleya. Y en la medida en que sus hermeneutas -los jueces- carecen en tantas ocasiones de cultura, sensibilidad y convicciones democráticas, lo más probable es que se inclinen a orillar la cuestión de fondo: es decir la prevalencia del principio democrático sobre el de legalidad, sobre todo cuando se trata de dirimir un conflicto que en su apariencia parece estar circunscrito a esta última, es decir  originado en su interior.

Así pues, para orientarse en la controversia suscitada al propagarse a Madrid la onda de la “tormenta” murciana creo que es imprescindible situarla en la antedicha ecuación: democracia<>legalidad, en vez de encerrarla exclusivamente en sus aspectos procedimentales.

Principio elemental y básico: la única o principal legitimación de la ley (o sea de las leyes) es su procedencia democrática, es decir son legítimas solo en cuanto emanan y son expresión de la democracia, es decir de los principios y reglas que rigen esta última.

De ello se sigue que todo aspecto de cualquier ley que entre en contradicción, de por sí o en sus posibles interpretaciones diversas, con la democracia (y sus reglas y principios), deba resolverse siempre a favor de ésta.

Según el principio democrático el poder que goza del máximo de legitimidad es el legislativo (la Asamblea o Parlamento), en cuanto directa expresión del demos (idea tomada de Javier Perez Royo que comparto plenamente). A aquél ha de sujetarse -porque de él procede- el poder ejecutivo y sus facultades, sobre todo en caso de conflicto.

Es misión principal del parlamento disponer de mayorías que permitan y aseguren la gobernabilidad, es decir la existencia y permanencia de un poder ejecutivo.

Precisamente por tener esa misión es por lo que la ley pone a su disposición una herramienta como la moción de censura, es decir un mecanismo capaz de asegurar que el gobierno (es decir el ejecutivo) responde a la regla de oro de la democracia: la voluntad de la mayoría y su renovada expresión. Cuando ésta no puede asegurarse porque no hay ninguna propuesta de gobierno que cuente con esa mayoría, solo quedan dos salidas: mantener el gobierno existente que en su día si obtuvo ese apoyo mayoritario o disolver la Asamblea y convocar nuevas elecciones hasta encontrar una nueva mayoría que por ahora ya no existe.

Y esa facultad de disolver o no, convocando en su caso nuevas elecciones solo la tiene por ley quien fue elegido por la Asamblea para presidir el Gobierno, pero no como facultad ilimitada e incondicional, sino como último y definitivo recurso para asegurar la  existencia de una mayoría.

Y precisamente a ello obedece el precepto que veta el ejercicio de esa atribución presidencial en el caso de hallarse ya en trámite una moción de censura, es decir el instrumento preferente para, llegado el caso, garantizar en primera instancia la gobernabilidad sobre la base de la voluntad mayoritaria de la Asamblea.

Creo que sobre estas bases debería orientarse el conflicto planteado tras la doble decisión de disolver por un lado la Asamblea (para convocar elecciones) y de tramitar por el otro la moción de censura, más allá de las filibusteras triquiñuelas que reconducen el conflicto de fondo a una mera disputa procedimental.

Para ello es muy importarte empezar desmontando el “argumento fuerte” de los secuaces de Ayuso (IDA): es una falacia argüir que la invalidez de su acuerdo de disolución equivaldría a negar o hacer imposible el ejercicio de la función que en exclusiva la ley le atribuye, mientras que se oculta al mismo tiempo que tal atribución esta supeditada a la inexistencia o imposibilidad de reunir mayorías alternativas.

Es más, la principal justificación de esa decisión ha sido precisamente el evitar que esa mayoría, mediante una moción de censura, se manifieste como tal, según lo que la Presidenta decía sospechar, como ella misma ha declarado de modo literal.

Revelación y justificación éstas que, inexplicablemente, no han sido motivo de escándalo. Ni tan siquiera de asombro democrático.

Tras todo lo cual solo cabría añadir como conclusión que, en el caso de referencia, es decir en el que aquí y ahora  nos ocupa- y nos preocupa-, haber presentado una moción de censura sin tener bien asegurada una mayoría de respaldo, además de suponer irresponsabilidad temeraria, denota, incluso por encima de ello, una necedad política extrema.

Democracia y legalidad