viernes. 19.04.2024

Europa en la pendiente

La enfermedad se llama crisis política, y es debida a la pérdida de valores compartidos como solidaridad, justicia e igualdad. 

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Foto: Parlamento Europeo.

La contribución del sindicalismo europeo a sacar de la pendiente a la UE y hacer variar su rumbo tendría que ser importante

El verano europeo que acabamos de terminar ha sido tan caluroso en lo atmosférico como en la temperatura política sintomática de la enfermedad que padece la Unión Europea. La enfermedad se llama crisis política, y es debida a la pérdida de valores compartidos, de valores sin los cuales no se puede construir, ni siquiera hacer pervivir, ningún proyecto político, menos aún uno tan complejo e importante como es el de la Unión Europea. Los valores perdidos, o a punto de perderse en esta pendiente por la que se desliza la UE desde los primeros años del Siglo XXI, y a velocidad de vértigo desde 2010, se llaman solidaridad, igualdad, justicia social e, incluso, aquellos que obligan a colocar a la democracia y el respeto a los derechos humanos en el centro del discurso y la práctica política.

Estos valores se están perdiendo principalmente por la progresiva hegemonía de la ideología neoliberal en materia de economía política, que ha roto con los diques de contención que el contrato social de la posguerra europea había establecido a través de la llamada Europa Social, hoy una entelequia, y por el auge de los nacionalismos en sus diversas variantes. La confluencia de la ruptura de la cohesión social con la de la cohesión territorial, o política, entre los Estados de la UE, o en el interior de los mismos, supone un peligro mortal para la propia pervivencia del proyecto europeo.

Me temo que ya no vale el tópico de que Europa progresa a través de las crisis. Ha sido más o menos cierto en el pasado pero la crisis política que hoy vive la UE no se resuelve con pequeños arreglos parciales para ir tirando. Lo mismo que en España ya no vale el bagaje que la transición y la Constitución nos dejaron, por mucho que haya que reconocer los positivos servicios prestados, para mantener la cohesión territorial de España y la confianza de la mayoría de la ciudadanía en sus instituciones políticas.

Dos son los acontecimientos principales de este verano, en donde se han manifestado las conductas que, de no revertirse, hacen inviable el proyecto europeo. En julio, el nuevo episodio agudo de la crisis griega condujo a un acuerdo entre el cuarteto (la troika más el MEDE) y el Gobierno griego de Syriza para un tercer rescate por valor de 86.000 millones de euros. A partir de agosto, la crisis de los refugiados, que ya ha costado la vida a más de 2.600 personas en lo que va de año, adquiere una dimensión desconocida al penetrar por las fronteras de diversos países de la UE decenas de miles de personas que inician su camino europeo, ahora en mayor medida, a través de Grecia.

Nuevo acto del drama griego

Algunos dirán que el acuerdo sobre Grecia de julio es una muestra de que la UE resuelve, mal que bien, los  problemas graves aunque sea a través de parches y cuando la campana ya ha sonado. No analizaré detalladamente aquí los términos del rescate. En mi opinión, sólo si se procede a una reestructuración de la deuda -cosa que sí quiere el FMI, que en otros aspectos tuvo una posición muy negativa en las negociaciones, pero no Alemania, el poder político dominante en la UE- y recibe, al mismo tiempo, una fuerte inyección de inversiones del débil Plan Juncker el tercer rescate podría funcionar.

Pero lo que realmente podría apartar definitivamente de cualquier tipo de apoyo al proyecto europeo -al menos a quienes se resisten a creer que las políticas de austeridad y la economía política neoliberal que las sustenta son la única forma de gobernar la economía europea a pesar de su fracaso económico y la desigualdad e injusticia social que han producido-, es haber presenciado durante seis meses la sistemática operación de acoso y derribo del único gobierno que se ha enfrentado en serio a esas políticas. Porque ese ha sido el núcleo de la actuación política de los interlocutores del Gobierno de Syriza en las innecesariamente prolongadas negociaciones sobre el tercer rescate de Grecia. En más de una ocasión, cuando el acuerdo estaba a punto de cerrarse, tras alguna reunión de la cumbre del Consejo, fue torpedeado. A veces por el FMI que exigía  “más reformas” pero se oponía a una de las más necesarias. Tal es el caso de la reforma fiscal del gobierno de Tsipras que pretendía que las empresas y las rentas de capital pagaran lo que era justo. Otras veces era Schäuble, que no tuvo recato en afirmar públicamente que no creía en un nuevo rescate y que lo mejor era el Grexit. Son abundantes los testimonios, más allá de lo contado por Varufakis, que acreditan cual era el objetivo político perseguido: impedir todo aquello que pudiera considerarse como una victoria, siquiera fuese parcial, del Gobierno de Syriza y evitar, por cualquier medio, que se contagiara el cuestionamiento de las políticas de austeridad y devaluación interna y que esto influyera en un cambio en el mapa político europeo.

A esta operación se apuntaron gobiernos como el de Rajoy, con todo su aparato mediático empeñado en echar el “fracaso” de Syriza en la cabeza de Podemos, o el portugués de Passos Coelho, sacrificando los intereses nacionales. Tampoco los gobiernos socialdemócratas, más allá de introducir algunos matices, han sido capaces de plantear una política distinta, situación en la que llevan desde hace cinco años y que ya conocimos en España durante los dos últimos años de gobierno de Zapatero. Todos han acabado plegándose a los dictados del gobierno de Angela Merkel, que ha contado con el presidente del Eurogrupo, el socialdemócrata holandés Jeroen Dijsselbloem como uno de sus más fieles ejecutores.

Pero ha sido sin duda el BCE quien ha colocado al Gobierno de Syriza en la tesitura de aceptar los términos finales del Memorandum del tercer rescate, a pesar de su desacuerdo con una parte de sus condiciones. La alternativa era salir del euro. Y no porque esté establecido el procedimiento para ello. Aquí se actuó de facto, al margen de cualquier procedimiento o garantía jurídicamente establecidos, a través de un  proceso bastante simple: el modo de negociación y la sistemática campaña contra el gobierno griego producen una masiva fuga de capitales (en una Europa que acoge, sin corrección real, los paraísos fiscales más potentes del mundo); el BCE restringe la liquidez en euros y obliga al gobierno griego a establecer un “corralito”. Como esta situación es insostenible en un plazo corto, o bien se aceptaban las condiciones de los acreedores –las instituciones de la UE no han actuado como una unidad política con un proyecto común, sino como un club de acreedores- y Grecia permanecía en la eurozona, o tenía que establecer una moneda propia. Esta ha sido la fórmula práctica –“la pistola de Dragui”- de soslayar la falta de normas y procedimientos democráticos para abordar una situación semejante. Como razonablemente, y de acuerdo con el sentir muy mayoritario del pueblo griego, la mayoría de su gobierno griego y de Syriza no querían salir del euro, acabaron aceptando condiciones, algunas de las cuales habían rechazado en el referéndum que convocó Alexis Tsipras.

A continuación, los mismos portavoces políticos y medios de comunicación, que habían falseado u ocultado las posiciones de cada parte en las negociaciones, se han apresurado a pintar la aceptación de los términos del acuerdo final como una derrota absoluta, sin matices. Pero el objetivo final, que daría a las fuerzas políticas europeas que han participado en esta operación de acoso y derribo del gobierno de Syriza la victoria completa, no lo han logrado. Con lo poco conseguido y contando a los griegos la verdad, Tsipras y Syriza han vuelto a  vencer en las elecciones del pasado 20 de septiembre,  en unas condiciones especialmente difíciles, ruptura del  partido incluida.

Buena parte de las condiciones del memorándum del rescate están por supuesto muy alejadas de las pretensiones que tenía el gobierno griego y buena parte de ellas están en el marco de la economía política conservadora hegemónica en Europa, pero hay  más reformas que recortes y no todas son las del recetario de la austeridad. Inversiones y reestructuración de la deuda aparecen en el texto del acuerdo pero sin referencia ni al cuanto ni al cómo. Por ello tampoco se puede decir que estén garantizadas por el mismo, máxime con los antecedentes de incumplimiento habidos.

La consecuencia de lo sucedido es clara: no se puede mantener la cohesión que garantice la pervivencia de la UE con unas políticas que fomentan la divergencia entre los Estados de la Unión en término de riqueza y de poder político y mediante unos procedimientos escasamente democráticos, y sin unas reglas claras de funcionamiento en todo caso.

Crisis de los refugiados

Acoger a los refugiados que huyen de situaciones de guerra, persecución o catástrofe, y brindarles la debida asistencia, no es sólo una obligación moral inscrita en los valores y principios que inspiran la UE según sus tratados. Es, además, un imperativo legal que se deduce de varias normas fundamentales que obligan a la UE y a los gobiernos de sus Estados miembros. No se trata sólo de cumplir con los principios establecidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos (ONU, 1948) sino con los preceptos incluidos en la Convención sobre el Estatuto del Refugiado (ONU, 1951), en la Convención Europea de Derechos Humanos (Consejo de Europa, 1950) y en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (UE, 2000), por citar sólo algunas de las principales normas que obligan a las instituciones de la UE y a sus gobiernos nacionales. 

Sin embargo, en lugar de organizar la acogida y procurar los medios materiales para hacerlo en las mejores condiciones posibles, hemos asistido en los últimos dos meses a algunos de los espectáculos más bochornosos que nos ha deparado la vida política europea en muchos años.

Por una parte, a un regateo vergonzoso sobre el número de refugiados que debía acoger cada país. Cuando cuatro países fronterizos con Siria, mucho más pobres que la media de la UE, albergan a 4,1 millones de refugiados sirios; cuando los que están en el Líbano representan hasta el 28% de su población; cuando ACNUR sólo ha logrado reunir el 37% de la financiación necesaria para alimentar a quienes sobreviven en sus hacinados campos porque los países desarrollados, incluidos los europeos, no aportan los fondos imprescindibles para ello; cuando en lo que va de año han muerto 2.600 personas intentando llegar a Europa; al tiempo que sucede todo esto, al conjunto de los Estados miembros de la UE le resulta extraordinariamente difícil distribuir a 120.000 refugiados -¡el 0.023% de la población europea!- entre todos ellos. Aún si la cifra real de los que acabaran entrando fueses siete veces mayor, como se calcula, los 720.000 resultantes sólo serían el 0,14% de la población europea.

Por otro lado, resulta intolerable que un Estado miembro, Hungría, en lugar de cumplir su obligación de asilo construya altas vayas con cuchillas en sus fronteras para que no se acerquen los refugiados y dicte leyes que los llevarían a la cárcel si entran “sin permiso”. Pero los responsables políticos europeos no han hecho nada al respecto y el partido del aprendiz de dictador húngaro, Viktor Orban, el FIDESZ, que es miembro del Partido Popular Europeo, puede permitirse el lujo de reunirse con la CSU bávara para hacer campaña conjunta contra los “excesos de generosidad” de la Canciller Merkel (1);  y ser un factor de presión para la contraofensiva que se está produciendo en Alemania contra la política de cumplir las obligaciones que impone el derecho de asilo de los refugiados.

Una pérdida de los valores y principios democráticos y sociales tan acusada y una primacía tan fuerte de los intereses nacionales, interpretados por políticos conservadores muy reñidos con los conceptos de solidaridad y cohesión, como la que se ha dado en el modo de abordar las dos crisis comentadas en este artículo son nuevas muestras de la pendiente por la que desciende la UE, que de no cambiar el rumbo, podría suponer incluso su fin como proyecto político supranacional democrático de los europeos

El Plan Juncker, el Manifiesto de los cinco presidentes y la inauguración del Congreso de la CES

Se pretende hacer creer que el Plan Juncker y las propuestas contenidas en el llamado Manifiesto de los cinco presidentes (2) suponen un cambio importante para abordar “de otra manera” la crisis económica y la crisis política que vive la UE. Lamento no poder ser tan optimista.

El Plan de inversiones que lleva el nombre del presidente de la Comisión Europea tiene un monto insuficiente y unos objetivos que tendrían que ser más ambiciosos (salir de la crisis y cambiar el modelo de crecimiento de las economías europeas)  y, sobre todo, partiendo de una muy escasa financiación pública europea, no resulta nada claro cómo va actuar de palanca para la movilización de otros recursos que se pretende sean privados en gran parte (3).

En cuanto al Manifiesto de los cinco presidentes es muy limitado en sus propósitos y en sus propuestas, y manifiesta un error de partida: no se asienta en ningún tipo de diagnóstico acerca del tipo de crisis política que vive la UE. Además de contener propuestas sumamente peligrosas como es el papel preponderante que se quiere dar al “Sistema de autoridades nacionales de competitividad” en el Semestre europeo o en las negociaciones salariales en los ámbitos nacionales, el documento se olvida completamente del pilar social de la construcción de la Unión Económica y Monetaria.

Ignacio Fernández Toxo, que presidió ayer en París la sesión inaugural del XIII Congreso de la CES en la Maison de la Mutualité, tras escuchar la intervención de Jean Claude Juncker, en la que el presidente de la Comisión subrayó la importancia de reforzar la dimensión social de la UE, le contestó con ironía invitándole a realizar una adenda al Manifiesto que había redactado.

Martin Schulz y François Hollande, al igual que Junker, levantaron la bandera del progreso social con palabras que traslucían tanto las habituales ganas de los políticos de agradar a los auditorios como la mala conciencia por las evidentes regresiones sociales que está padeciendo la UE y muchos de sus Estados en los últimos años.

Las palabras, sobre todo si son palabras muy gastadas por el uso, tienen una eficacia limitada. También las de los sindicalistas. La contribución del sindicalismo europeo a sacar de la pendiente a la UE y hacer variar su rumbo tendría que ser importante. A pesar de lo que ha llovido en los últimos años, el sindicalismo europeo sigue siendo europeísta, valga la redundancia, cada vez más europeísta de “otra Europa”. Pero para poder ser una fuerza relevante en el cambio de rumbo de la UE, en el que el protagonismo corresponde a los actores políticos, el sindicalismo tiene que afrontar su propia renovación que incluya necesariamente además de la claridad de un proyecto el reforzamiento de sus capacidades organizativas y de acción supranacionales. Pero esto corresponde ya a otra reflexión.


(1) Aunque la contestación a la pregunta de por qué Ángela Merkel es generosa con los sirios pero tan poco con los griegos es compleja, mucho tiene que ver en tan pragmática canciller con lo que al respecto dicen los alemanes en las encuestas. 

(2) Redactado por Juncker (Comisión Europea), se presenta refrendado por Schulz (Parlamento),  Dijsselbloem (Eurogrupo), Tusk (Consejo) y Draghi (BCE)

(3) Las aportaciones de los presupuestos de la UE al Plan Juncker no alcanzan ni la mitad de los 55.000 millones de euros con los que supuestamente iba a contar el Plan de crecimiento y empleo, aprobado en la cumbre de junio de 2012, plan que tiene el triste privilegio de haber sido declarado extinto de facto después de tener un nivel de aplicación  cero por ciento. Ese monto, que era la suma de los créditos de inversión de los presupuestos ordinarios no utilizados –cuando más se hubieran necesitado-, se trasladó a los presupuestos plurianuales 2014-2020. Y ahora ni siquiera se aplican en su totalidad al nuevo Plan.

Europa en la pendiente