jueves. 18.04.2024

España hiede. ¿Pacto anticorrupción?

Decíamos ayer, y anteayer, y lamentablemente lo diremos mañana y pasado mañana, que España hiede; hiede institucionalmente. Desde muchos rincones del país brota la pestilencia, pero es sobre todo de los estratos sociales más altos.

Decíamos ayer, y anteayer, y lamentablemente lo diremos mañana y pasado mañana, que España hiede; hiede institucionalmente. Desde muchos rincones del país brota la pestilencia, pero es sobre todo de los estratos sociales más altos. Como el pescado, el país se pudre por la cabeza; los estratos más altos de la clase política atufan y los de la clase económica también -tanto monta, monta tanto-, el partido del Gobierno apesta y por ahí afuera empiezan a creer que somos una cleptocracia. Indicios viejos no faltan y cada día surgen otros nuevos que ratifican que no estamos ante casos aislados de corrupción, sino ante un sistema que seguirá activo mientras las partes cumplan su función.

No quiero decir con esto, todavía, que desde lugares decisorios de altas instancias políticas y económicas se haya montado ex profeso un sistema para delinquir al amparo de las instituciones del Estado, aunque el caso de partidos como el GIL o Unión Mallorquina suscitan esa sospecha, pero todo lo ocurrido transmite la impresión de que, al menos, se han utilizado para dejarla crecer los vacíos que el sistema legal permite, las insuficiencias de los mecanismos de control, la oligárquica representación democrática, la limitada capacidad de los ciudadanos para controlar la conducta de sus representantes, la facultad que el régimen bipartidista otorga a los grandes partidos para configurar instituciones del Estado a su negociada conveniencia, así como la posibilidad que tiene el Gobierno, sobre todo cuando dispone de mayoría absoluta, de neutralizar los resortes del Estado que previenen y castigan la corrupción y los abusos de poder.

Lo que revelan los casos de corrupción conocidos -seguramente hay más- y la parte que nos toca de la crisis económica -el estallido de nuestra burbuja inmobiliaria y el desastre financiero-, es que uno tras otro han ido fallando todos los mecanismos previstos para controlar la labor de quienes gobiernan, a la escala que fuere, local, autonómica o nacional. Han fallado todos, uno detrás de otro, lo cual no puede ser accidental.

Cualquier desconocedor de nuestro sistema, pensaría que no existen figuras como interventores, concejalías y consejerías de Hacienda, ministerio de Hacienda, Banco de España, Tribunal de Cuentas, Fiscalía General del Estado, fiscal anticorrupción, Abogacía del Estado y, en última instancia, Defensor del Pueblo, puesto que se trata del interés nacional, de los fondos públicos y de instituciones de todos los ciudadanos. Pero la corrupción ha ido pasando por todas ellas, atravesándolas sin romperlas pero manchándolas, a lo largo de los años hasta llegar a donde estamos.

Vista en el PP la inutilidad de acusar al partido oponente de ser más corrupto para tratar de reducir el coste electoral de la corrupción y detener la movilización ciudadana, empieza a aparecer una solución de urgencia para salir del bache, a la que el PSOE no parece contrario: que es un pacto contra la corrupción, aprovechando la circunstancia de que se está tramitando la Ley de Transparencia, largo tiempo pospuesta por ambos partidos, y cuya carencia sitúa a España en los últimos lugares de Europa también en este asunto.

Pero el grado de corrupción existente, con la cantidad de cargos públicos imputados -más de doscientos-, que afectan a casi todos los partidos políticos, pero, por su cantidad y calidad, en particular al PP, no se puede resolver con un pacto entre partidos para salvar la cara de sus corruptos. Un pacto sin depurar responsabilidades entre el PSOE y el PP, al que CiU se sumaría con gusto, y también el PNV, sería una burla. La corrupción es un asunto de Estado, un grave asunto de Estado, de regeneración del Estado, que no es de ellos.

La forma más perversa de empezar a aplicar la que ya parece insuficiente Ley de Transparencia sería una amnistía para los casos de corrupción conocidos hasta la fecha, que exonerara de responder ante la justicia a todos los imputados, desde el más humilde concejal hasta la Casa Real y el más alto financiero, con la promesa de cumplir la ley en el futuro. No puede ser una ley de amnistía para beneficiar a los amigos; una ley para salvar, una vez más, la cara y la fortuna de los poderosos. No antes de que los que han delinquido sean juzgados, asuman la pena que les corresponda y devuelvan el dinero público que se han llevado.

Si no fuera así, sería una burla sangrienta hacia los contribuyentes; el último agravio a la gente que está pagando muy caros los desmanes de una clase gobernante que no merece.

España hiede. ¿Pacto anticorrupción?