miércoles. 24.04.2024

El ministerio del tiempo

No se trata en este caso de un viaje al pasado, sino de cómo se ha de administrar la velocidad a la que queremos llegar al futuro.

No se trata en este caso, tal como se narra en una conocida serie de televisión, de un viaje al pasado, sino de cómo se ha de administrar la velocidad a la que queremos llegar al futuro.

No cabe duda alguna de que determinados avances técnicos que acompañan a la humanidad en su devenir marcan, por revolucionarios, auténticos cambios de época. En el club de los destacados están desde luego los que tocan a la fuerza que mueve la economía, esta es la energía.

Al tiempo que admitimos que los cambios son inherentes al transcurrir de la historia, constatamos que no hay mudanza que no haya tenido que vencer resistencias de todo tipo por parte de quienes, por distintas razones e intereses, intentan preservar el statu quo contra viento y marea. Un ejemplo ya clásico de esa pugna entre el futuro que pretende serlo y el presente que no se resigna a ser pasado, es el de la batalla que libraron en su momento la máquina de vapor y la diligencia; pero quizás el reflejo histórico más notable lo encontramos allá por los años 1811/1817, con la aparición de todo un movimiento social encabezado por los artesanos ingleses contra los telares industriales que acabó conociéndose como “ludismo”, se dice que en honor a un tal Ned Ludd que habría encabezado aquella suerte de revuelta popular contra el futuro.

Pues bien, creo que algo que podríamos definir como el ludismo del siglo XXI es lo que está aconteciendo en estos momentos dentro del mundo de la energía a nivel mundial, pero que en nuestro país se adorna con ribetes especialmente carpetovetónicos. Las llamadas tecnologías convencionales que coparon a lo largo de todo el siglo pasado el protagonismo de la generación de electricidad (carbón, gran hidráulica, nuclear, gas), ven amenazada seriamente su exclusividad con la irrupción de las tecnologías vinculadas a las llamadas energías renovables (solar y eólica fundamentalmente, pero también geotermia o biomasa).

Hasta donde yo he podido contrastar en los últimos años en nuestro país, dentro de este sector sistémico para cualquier economía no hay dudas respecto al futuro. Sea cual sea el interlocutor elegido, todo aquel que se mueve en el universo de los kilowatios reconoce que el futuro de la energía será renovable. Y si esto es así, ¿cuáles son las razones que entorpecen la adopción de una hoja de ruta clara? ¿por qué esta cuestión, que es generalmente reconocida como política de estado, está sometida a los vaivenes del partidismo de vuelo gallináceo más que sujeta al rigor de la política con mayúsculas? Sencillamente porque una vez más asistimos a una cruenta batalla contra el tiempo. Quienes están pretenden seguir estando cuantos más años mejor, porque se juegan beneficios milmillonarios y poder, mucho poder, y quienes aspiran a estar, quisieran que el tránsito se llevase a término cuanto antes.

De por medio aparecen otros factores que no sólo no son menores, sino que exceden con mucho los miserables intereses que se juegan en el terreno económico: la creciente crisis climática y lo que ello supone en términos de seguridad ambiental para la humanidad, o la propia consideración de la energía como un derecho que debería ser reconocido como tal y, en consecuencia, garantizado por los Estados.

Llegados a este punto, la confrontación implica el despliegue de todos los recursos disponibles, y no cabe duda de que la capacidad para administrar el reloj es un arma notable. Por esta razón debería sustituirse el rótulo de la cartera del Ministerio de Energía por el de Ministerio del Tiempo.

El ministerio del tiempo