jueves. 28.03.2024

En los prados altos

Recostados en la hierba, en los prados altos, en el confín de la montaña, por encima del hayedo, solos con las estrellas, bebiendo de los sueños de la Vía Láctea. Todavía, al anochecer, la luna blanca y la brisa y el vuelo zigzagueante de la cometa con uno de los lados del hexágono astillado y el papel rasgado dejando pasar el viento, y tu mano recorriendo el Universo, acariciando aquella estrella con susurros, para que no se oculte detrás de las nubes. Y una luz brillante, azulada, que cruza el cielo como un rayo, dejando sabores a su paso. A azúcar de caña, a hierbabuena, al metal de los cráteres de la luna, allí, ¿la ves?, blanca, como borrada en el exterior del círculo…

Allí está Venus. Hace palidecer a las estrellas. Lo señala con el dedo. A la derecha de la Luna, un poco más bajo en el horizonte. Allí vive la clase obrera. En los ríos de Venus pescan truchas todo el año. Extienden manteles de paño en la ribera y observan el movimiento de las truchas contracorriente. Los fondos de los ríos son negros pero el agua está clara y fresca, lo suficiente como para enfriar las cervezas. Hace muchos años que mandaron a aquel planeta a los trabajadores inadaptados, sobre todo a los que conocieron las fábricas y los accidentes de trabajo, las largas horas de trabajo y los salarios de miseria. Y también la solidaridad. Tal vez por eso los embarcaron a Venus, porque estaban enfermos de solidaridad. Siglos antes los cazaban a lazo en las calles de las ciudades y los deportaban a América, pero el mundo se hizo diminuto y ya no bastaba el destierro o la horca. También extirparon los sindicatos de la sociedad, aunque esto fue más fácil. En las fábricas, los trabajadores se unían y formaban sindicatos. Tardaron mucho en aprenderlo: lo de unirse para ser fuertes. Y poco en olvidarlo. Ya no hay centros de trabajo, ni conversaciones a la entrada fumando y tiritando de frío, ni miradas furtivas, ni bolas de papel pasando de mano en mano, ni solidaridad, ni sindicatos que lean el futuro con fluidez. Todo eso murió.

Empieza a hacer frío. La tez de la luna torna amarilla. El cielo se cuaja de leche, las hojas de las hayas espuma que susurra en el bosque. Un zorro se asoma a la quebrada. Abajo, la meseta permanece oscura y silenciosa.

Mira aquella otra estrella. Desconozco su nombre. En unos de sus planetas vive el campesinado. ¡Nunca podrías imaginarte como es aquel lugar! Lleno de bosques y ríos. No hay un centímetro de su superficie donde no crezca la hierba o paste un animal. Los campesinos eran gente extraña. Cuando plantaban un almendro, o una higuera, o un manzano sabían que los hijos de sus hijos comerían de sus frutos, que generaciones enteras los podarían y abonarían todos los años, que al fundirse la nieve, las yemas cuajarían sus ramas, y que pronto se llenarían de flores y de hojas, y de frutos y de niños trepando por sus troncos para saborear la carne de sus entrañas. Lo que te digo, gente extraña e inadaptada. No podían sobrevivir mucho tiempo con la agricultura actual en la que la fertilidad de la tierra no importa, tampoco que todo se llene de pesticidas, o que los ríos estén contaminados, o que  los árboles se mueran. Ya ni siquiera importa la supervivencia de las abejas. Solo el “coge tu tractor y vete a la ciudad a protestar”, que quieren robarte tu sustento. ¡Qué importa la muerte de los ríos o de los mares! Por eso los mandaron a aquel sistema solar, porque hablaban a las vacas y a los cerezos, porque se hacían cucharas de madera con las ramas de la poda, porque en verano subían a los prados de la alta montaña y se pasaban el día observando el paso de las nubes mientras que los rebaños pacían. ¿Cómo podían sobrevivir entre tanto plástico y química?

¿Nosotros somos campesinos?, ¿qué somos nosotros?

La vida se nos va de las manos. Cincuenta y dos años, pronto cumpliremos los cincuenta y tres. ¿Y tú? ¡Si pudiéramos subirnos a las nubes!, ¡si estas olieran al viento de los cuáqueros cruzando el río para ayudar a sus vecinos de la ribera opuesta! Pero vivimos en la más absoluta soledad, también aquí, observando la Vía Láctea y la madurez de la luna. A lo lejos se escuchar el ulular de la lechuza. Me incorporo para besarte y siento la humedad recorriéndote el rostro, salando la comisura de tus labios. En las altas montañas también habita el espíritu de la derrota. Arriba, en el Universo, nuestra desnudez no es mayor que una partícula de polvo cósmico disipándose en la calidez rosada del amanecer.

No lo olvides nunca.

En los prados altos