viernes. 19.04.2024

Yeshua ben Yosef

jesus

Si Dios no existiera habría que inventarlo. Voltaire


Jesús iba Jerusalén abajo, Jerusalén arriba, como un lunático, con la luna de Nisán marcada en su frente con un dibujo de neblina. Yeshua ben Yosef iba Jerusalén arriba, Jerusalén abajo con una idea fija y un logro inigualable: se había tragado de un bocado a Dios y le hacía la digestión en el extremo de las renuncias como un microorganismo exultante entre las vísceras que han de fenecer y pudrirse. Hizo pública, sin tapujos, la ingestión y digestión del Padre y hubo un momento crítico en que lo regurgitó, animal humano, entre marginados y leprosos, algún que otro romano perplejo y algún que otro judío escandalizado con su cosmos muy bien ordenadito. Para aplacar el desarraigo se sentaba a comer con los indeseables. Y en los días de zozobra, con un desgarrón desde el cacumen hasta el dedo gordo del pie, se asomaba al brocal del misterio y el Misterio era una mula, un buey y muchas lucecitas. No obstante, Jesús iba Jerusalén abajo, Jerusalén arriba lleno de esperanza, cuando la esperanza era un canto íntimo, una segunda piel, la épica serena de los vencidos y humildes, antes de que los doctos la trastrocaran en categoría teologal. Cuando tragarse a Dios y celebrar su metabolismo por las calles de Jerusalén era un reto, antes de que los doctos lo instituyeran banal e industriosamente en el rito de la comunión. Yeshua ben Yosef ingirió y metabolizó a Dios artesanalmente porque era carpintero, pescador, sanador. Venía de las manos y volvía a las manos. Y con las manos clavadas murió Yeshua ben Yosef. Es lo que tiene el poder cuando lo señalan las palabras, te busca las manos y los pies perecederos. Ser autodidacta y libre sigue sin gustar al establishment.

Una mañana en Nazaret, siendo un niño melancólico y desconcertado, la Torá se le atoró. Abrazó a su madre, pan y carne eternos de los hijos. Le devolvió la gubia a su padre. Miró desafiante al sol con el oro, el incienso y la mirra en las manos y apostó por comerse a Dios de un bocado porque se sentía con las túrdigas de la existencia desencajadas y sólo se daba cuenta él: que la epifanía no paraba y el designio era infinito. Yeshua ben Yosef iba Yeru Shalom arriba, Yeru Shalom abajo. Lloraba en Getsemaní con hechuras de abismo. Y se le perdía el aliento en el Gólgota. En aquel lugar tuvo la habilidad de rememorar sus días cutres de recién nacido (lo que entendemos por Navidad) y después de la triste y sombría experiencia del pesebre, y con el poso invencible que te da la muerte, cuando lo enterraron en el sepulcro, del que ni siquiera era propietario, decidió fugarse de allí al tercer día y dejar de ser telúrico y pobre para ser celestial y elevado. Yeshua ben Yosef será el primer gran paranoico divino al que le quede estrecho el traje terreno de Homo sapiens. Después vendrán otros: Mahoma, Francisco de Asís. Juan de Yepes, Teresa de Cepeda... La nómina puede llegar a ser amplia.

Todas las religiones son una superstición en pos de una redención y en huida a todo trance de la muerte y sus consecuencias asoladoras

Jesús el hijo de José hablaba, sentenciaba, parabolizaba y descuajeringaba los preceptos morales en arameo. No sabía ni papa de latín, que era la lengua del imperio. Como ahora lo son el inglés y alemán y emerge el chino. En el fondo los imperios se han forjado vulgarmente entre los que más y mejor han mercadeado. La lengua iba de comparsa involuntaria. El hijo del carpintero era un palestino sojuzgado civilmente por el mundo global de Roma. Con ascendencia regia, según los biógrafos, terminó sus días zarandeado en las andas del fervor y el repudio. Nació en el sur por imperativo legal, se crió en el norte y volvió al sur para morir desarrapado y ajusticiado. Durante las fechas más entrañables, solsticio de invierno para los alternativos, reside en el Portal de Belén y gracias a él existen más belenistas que ciudadanos censados en la localidad palestina. Nunca paseó radiante por Jerusalén, se movía con una tensa calma y con la sombra de la muerte en derredor, sabedor de su perdición si se salía del círculo orgánico y con la fe inquebrantable de la prostituta: por detrás del cuerpo vendido, algún día, en algún momento; por fuerza, por justicia poética, ha de aparecer el amor, amor, amor. La fe de Yeshua ben Yosef y la de los desposeídos convergen en el mismo punto sacrosanto y ese punto triunfal está por detrás, en el reverso. El paraíso y la inmortalidad hay que levantarlos en el envés. La moneda que le dieron no tenía cara y cruz, solo tenía cruz y cruz glorificada, según los expertos. Yeshua ben Yosef tenía una sed insaciable de infinito y sincretismo en un contexto de cortapisas y segregaciones -en eso consiste la verdadera Santísima Trinidad-. Por eso, imagino, sus seguidores para contentarlo, y en un altruista y sincero acto de generosidad y homenaje, le fabrican paisajes en miniatura donde caben los reyes y los pastores, el día y la noche, el agua y el desierto, la nieve; las rocas y el cartón piedra. Las estrellas y los estrellados. 

Pablo de Tarso, un judío-romano con visión comercial y política, lo colectivizó y lo convirtió en una religión internacional y campeona. Y los jerarcas de la cosa lo institucionalizaron y decidieron que naciera en Belén en la fiesta pagana del Sol Invicto. Conclusión nostálgica: las leyendas no nacen, se confeccionan calculadamente, mientras el hombre de carne y hueso se queda solo a perpetuidad rumiando su atrevimiento y su perdición. En eso consisten las heridas eternas. En eso consiste el legítimo pecado original.

Todas las religiones son una superstición en pos de una redención y en huida a todo trance de la muerte y sus consecuencias asoladoras. Nuestras nuevas religiones: el cientificismo y el tecnicismo, el materialismo y el consumismo, también lo son. La verdadera superstición que nos lleva a la esencia de lo humano y nos acerca a lo sagrado, es el amor. Al margen de creencias y de postulados teológicos, el amor concede autoridad espiritual y te propulsa en la vida. Es el único antídoto infalible contra la muerte. El amor es el auténtico mecanismo de supervivencia de nuestra especie. Y este es el único y último mensaje de Yeshua ben Yosef, in saecula saeculorum. Todo lo demás que hay de fondo y alrededor no es nada más que jerarquía burocrática con intereses, o literatura y estética emocionantes.

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