sábado. 20.04.2024

Cine de novela

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La ciudad fue perdiendo uno a uno sus cines, pero en el centro todavía sobreviven las salas de unos multicines a los que se puede llegar caminando. Me gusta poder ir a ver una película sin tener que coger el coche para enterrarme en uno de esos gigantescos centros comerciales que proliferaron a las afueras, esas cavernas de nuestros días que tan acertadamente describió Saramago en su novela. Cuesta entender que la gente haya dejado de ir al cine, de no ser, precisamente, por el horror que supone verse obligado a entrar en esa suerte de pesadilla del ocio que constituyen estos espacios atestados de gente e infinitas posibilidades de consumo. Me gusta abrigarme mucho y pasear respirando la brisa helada del atlántico antes de entrar en una sala y sumergirme en su cálida oscuridad. La experiencia de ver una película en la pantalla de una sala de cine no puede compararse a ninguna otra. La televisión, por más pulgadas que puedas meter en tu salón, ni siquiera me parece un sucedáneo. El cine posee una textura que enriquece su lenguaje y es capaz de transmitir emociones con una sensibilidad que algunas veces alcanza una intensidad narrativa casi novelística. Pasa con algunas películas, claro, no con todas. Algunas no perderían demasiado ni viéndolas través de la pantalla del móvil. Mis hijos a veces lo hacen. Yo les expreso mi desconcierto; ellos a mí el suyo.

El otro día fui a ver una de esas películas maravillosas y literarias, Call me by your name, de Luca Guadagnino. No es fácil encontrar cine europeo en cartelera. En la sala éramos cuatro. La película es pura exaltación del verano, de la vida lenta y nutritiva de días ociosos colmados de libros y música y amor y libertad. Guadagnino dice muchas cosas con un solo plano: el recodo del camino, el agua de la piscina, la cama deshecha de las horas tibias de la siesta, la mesa puesta para la cena en el jardín… Diálogos brillantes e inteligentes y actores en estado de gracia hacen el resto. Me trajo a la memoria el recuerdo de veranos antiguos, pretecnológicos, la emoción del despertar adolescente al amor y a la confusión del mundo que empezaba entonces a abrirse ante nosotros. Me pareció, al salir, que acababa de leer una magnífica novela, quizá de Hemingway, de Salter, qué se yo, de uno de los grandes. Afuera, la lluvia y el frío de febrero me arrancó de golpe de este maravilloso verano cinematográfico. Muy buena.

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