viernes. 29.03.2024

Ni todo lo privado es malo, ni todo lo público es bueno

Se suele contar que en la Unión Soviética, a la hora de programar los objetivos de producción en un Plan Quinquenal, los altos funcionarios se olvidaron de incluir los alfileres.

Se suele contar que en cierta ocasión, en la Unión Soviética, a la hora de programar los objetivos de producción en un Plan Quinquenal, los altos funcionarios se olvidaron de incluir los alfileres. De tal modo, que los soviéticos estuvieron cinco años sin alfileres. Tan exagerada es la anécdota que hace dudar de su verosimilitud, pero es elocuente. No todo puede ser absorbido por el Estado.

Las consecuencias trágicas de la situación en Siria se han visualizado en un éxodo de refugiados hacia Europa. Este hecho ha supuesto un reto para las políticas públicas europeas. No sólo en términos de fronteras, de geo-estrategia, de políticas comunes;  también, en términos de protección social, de servicios sociales.

Las primeras respuestas ante el drama humanitario han sido cívicas, privadas, no públicas. La sociedad es la primera que ha reaccionado y después lo han hecho los diferentes gobiernos (europeos, estatales, autonómicos y locales). Por lo tanto, la primera lección a aprender es que siempre necesitaremos de una sociedad viva, crítica que ponga en aviso al Estado. Una sociedad despierta que, ante las inercias procedimentales propias de la administración pública, espabile y anime el dinamismo en la toma de decisiones.

Por otro lado, las autoridades públicas han echado mano de los movimientos sociales, de las personas solidarias, para establecer redes de acogimiento en viviendas privadas y residencias públicas. Es decir, lo público, ha tenido que complementarse. De hecho, por sí mismo, no podría abordar este reto. El diálogo público-social es un valor en la implementación y ejecución de las políticas públicas.

En definitiva, el caso de los refugiados sirios es un ejemplo de cómo lo público y lo social se necesitan mutuamente. No todo lo puede hacer el Estado. Como afirma el profesor Fontrodona, no hay que confundir el carácter público de un bien con su gestión pública. Que un bien sea público, no implica que tenga que ser gestionado directamente por la iniciativa pública. La iniciativa social también puede actuar  en función de lo que es bueno para el conjunto.

El Bien Común es una moneda de dos caras. Una cara expresa la necesidad de  una Gran Sociedad. Una comunidad fuerte, dinámica, viva, que no sea subsidiaria ni dependiente de las políticas públicas. Que pueda auto-organizarse por sí misma, que pueda emprender ante la necesaria innovación social. Y una segunda cara expresa la necesidad de contar con políticas públicas. Unas políticas públicas dinámicas, que se readapten a las nuevas necesidades. Que no se anquilosen; que no sean atrapadas por el procedimiento burocrático. Que no intenten ser exclusivas; que no intervengan donde no hagan falta.

El liberalismo radical  prima al individuo como ente propio, al margen de la conciencia social. El bien común sitúa al individuo como existencialmente social. No es posible ser persona sin relacionarse y comprometerse con lo común. Pero este comunitarismo no puede obviar que,  en última instancia,  su fundamento son las personas.

No se puede caer en el error de dejar sin alfileres a la sociedad durante cinco años porque el sector público se equivocó en su programación.

Ni todo lo privado es malo, ni todo lo público es bueno