jueves. 28.03.2024

Desigualdad y corrupción

En la desigualdad anida la corrupción. El sistema capitalista, en el que el individualismo y la búsqueda del beneficio personal son la bandera que nos debe guiar, tiene en sí el germen de la corrupción. La búsqueda de ser más y la carrera por ser el mejor y más rico alimentan y tejen las relaciones entre los hombres y llevan en sí el estigma de la desigualdad y la falta de empatía. “La sociedad actual no es una sociedad del amor al prójimo en la que nos realizamos recíprocamente. Es más bien una sociedad del rendimiento, que nos aísla. [Que además tiene el inconveniente personal de que] El sujeto del rendimiento se explota a sí mismo, hasta que se derrumba. Y desarrolla una autoagresividad que no pocas veces desemboca en el suicidio. El sí mismo como bello proyecto se muestra como proyectil, que se dirige contra sí mismo [1].”

El Banco Mundial cuantificó en 2004 que el precio mundial de la corrupción superaba cada año el billón de dólares estadounidenses. También, en mayo de 2016 el Fondo Monetario Internacional (FMI) calculó que los sobornos pagados en el conjunto de las economías sumaban entre un billón y medio y dos billones de dólares anuales. Estas grandes sumas de dinero, que con seguridad se quedan cortas, son una parte significativa de la producción mundial e indican la indiferencia de unos hombres con respecto a otros y la falta de un proyecto humanista y solidario que pueda evitar posturas extremas y en muchos casos fatales.

Con Finkielkraut podemos decir que “Allí donde reina la desigualdad permanente de las condiciones, “el siervo ocupa […] una posición subordinada de la que no puede salir. Cerca de él se encuentra otro hombre que tiene un rango superior que no puede perder. De una parte,  la oscuridad, la pobreza, la obediencia a perpetuidad; de la otra,  la gloria, la riqueza, el mando a perpetuidad”. En pocas palabras,  por supuesto, hay dos clases que se rozan, pero que forman dos mundos distintos. Cuando es el principio jerárquico el que domina las costumbres, la  pertenencia es una definición: cada uno toma su ser del rango al que pertenece. La democracia no suprime las jerarquías, las hace flotar, las desengancha, en cierto modo, del orden del mundo. Los miembros de las clases superiores ya no pueden hacer valer su nacimiento para justificar su preeminencia. Lo  que antes formaba parte de la naturaleza depende ahora de la convención. Lo que se daba por necesario comporta una parte de arbitrariedad. Lo que es podría ser de otro modo [2].” La democracia nos presenta así un mundo en el que la igualdad de oportunidades permite mediante el esfuerzo y el mérito trastocar una realidad pétrea, pero cuando la igualdad de oportunidades es adulterada por la desigualdad la situación puede llegar a ser insufrible y crítica.

“El capitalismo de consumo exalta los placeres en todas sus parcelas, invita a vivir en el presente, a gustar los goces del hoy: legitima  cierta despreocupación por la vida. La ideología que se escribía con mayúsculas ha cedido el paso a una ética de la satisfacción inmediata, a una cultura lúdica y hedonista centrada en los goces del  cuerpo, de la moda, de las vacaciones, de las novedades comerciales. Lo que triunfa es un ideal  de la vida fácil, un fun morality que descalifica las grandes metas colectivas, el sacrificio, la austeridad puritana. Las personas se han ganado el derecho a vivir con ligereza, de manera frívola, a gozar sin tardanza del instante presente [3].” Este capitalismo nos ha hecho egoístas e insensibles a los problemas de los demás. Hay, en este sentido, suficiente evidencia científica para concretar un extenso listado de problemas que conlleva la desigualdad y a los que no somos capaces de mirar directamente. Así podemos enumerar una menor esperanza de vida, mayor incidencia de enfermedades mentales, mayor mortalidad infantil, mayor consumo de drogas, mayor fracaso escolar, mayor tasa de madres adolescentes, más homicidios y presos, mayor violencia, guerras innecesarias, etc. Costes a los que parece que el sistema no da importancia.

La lucha contra la corrupción radica en el correcto funcionamiento de los organismos públicos de control. Pero estos también caen bajo las redes de una vida competitiva, desigual y llena de placeres. Así los ciudadanos de 36 países señalaron a la policía como el sector más corrupto de los poderes públicos. La respuesta parece razonable al cotejarla con otro dato: el 53 % de los participantes en el sondeo confesó que la policía les había reclamado el pago de sobornos. Después de la policía, el poder judicial era considerado la mayor fuente de corrupción institucional en 20 estados; el 30 % de los encuestados de esos países confesaron que les exigieron pagos ilícitos cuando acudieron a los tribunales [4]. Cuando  hablamos de corrupción pública, el lado de la balanza se inclina hacia el ciudadano, si se pretende que la corrupción desaparezca o merme en el escenario de la política. La llave del cambio la tiene más el ciudadano que los políticos [5]. Pero en este mundo interesado, nos encontramos con cierta resistencia social a la denuncia por corrupción, de manera que la persona que da ese paso está todavía mal vista.

No es suficiente, no obstante, la lucha contra la corrupción ya que el efecto de la desigualdad, que es potenciada por el funcionamiento del capitalismo vigente y los valores que lo adornan, siembra un mundo abonado a la misma. La necesidad de luchar contra la desigualdad es una necesidad moral, económica y claramente obligada.


[1] Byung-Chul Han (2014:76). En el enjambre. Pensamiento Herder.
[2] Finkielkraut, Alan (2006:56) Nosotros los modernos. Ediciones Encuentro.
[3] Lipovetsky, Gilles (2016:35) De la ligereza. Anagrama.
[4] Ríos Ríos, Pere (2016). La factura de la corrupción pública y privada. RBA.
[5] Soriano, Ramón (2014:136). Democracia vergonzante.

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