jueves. 28.03.2024

Tremenda paradoja

Resulta paradójico comprobar que en momentos de reconocimiento pleno de los derechos de los ciudadanos como el actual, se encuentren más dificultades...

Resulta paradójico comprobar que en momentos de reconocimiento pleno de los derechos de los ciudadanos como el actual, se encuentren más dificultades que nunca para ejercerlos con plenitud. Ello requiere un punto de reflexión.

Los pensadores y cultivadores de la filosofía de la historia han definido lo que por ahora sería el último marchamo, el trending topic del pensamiento social: La Posthistoria. Tras la declaración del fin de la historia por parte de Francis Fukuyama,  la posthistoria aparece para poner nombre al modelo social, político y cultural nacido tras la caída del muro de Berlín, la desaparición de los regímenes comunistas (incluida China) y la generalización de las tecnologías que hacen posible la conformación de una economía capitalista de corte global.

Grosso modo podría decirse que la diferencia fundamental de la posthistoria respecto de los periodos anteriores es el haberse librado de ciertos condicionantes coactivos que configuraban el cuadro de relaciones de poder forzado por la guerra fría (entre el capitalismo y la economía planificada de estado), o por la posición geoestratégica que cada país o cada región jugaba en la conformación de las relaciones internacionales (incluidas las comerciales). En el período posthistórico esos condicionantes remiten. Las relaciones de poder actuales no pueden organizarse ni ser justificadas o legitimadas por un modelo de conflicto que ha dejado de existir.

Si los condicionantes coactivos, es decir si las fuerzas opresivas para la actividad autónoma del individuo han dejado de resultar determinantes, ello quiere decir que la libertad gana la partida y lo que queda es un ejercicio lúdico para el desarrollo de las potencialidades del ser humano, libre por fin de ataduras en este nuevo tramo de la historia. El poder ya no debería depender de una posición táctica para vencer a las fuerzas amenazadoras externas, pues han desaparecido. El poder ya no debería sino responder a la mejor opción para desarrollar una vida acorde a los valores en que se fundamenta la vida bella y buena, ¿no?  

La respuesta es sí, pero no. Lo que ocurre no es que hayan desaparecido los elementos coactivos tradicionales. Han desaparecido los argumentos que justificaban la conformación política castrante para el ejercicio de la libertad (personal, política y económica) base de los valores democráticos. En el ámbito de la civilización occidental el temor al resurgimiento de regímenes totalitarios ya no es suficiente argumento para imponer un modelo de organización social con amplias zonas reservadas, cuya justificación se situaba en el combate contra esos peligros potenciales. La defensa de los intereses económicos nacionales tampoco justifica la organización asimétrica del poder entre los distintos sectores económicos o clases sociales (básicamente capital y trabajo), pues los órganos decisorios en materia económica no están bajo nuestro control  ni podemos condicionar sus decisiones.

Entonces ¿que es lo que está ocurriendo? Todo parece indicar que la organización del poder ha perdido su discurso legitimador porque las condiciones del entorno que lo permitían, otorgando credibilidad al discurso oficial que justificaba la desigualdad, han desaparecido. Pero el acto de poder queda, y su impacto en nuestra vida está más acentuado que en momentos en los que la cesión de soberanía pudiera haber sido explícitamente aceptado. Si vamos a la hemeroteca o a cualquier plaza pública veremos que la legitimidad y aceptación del poder es muy escasa, son pocas las personas que sienten algún respeto o confianza en la clase política y en cómo se gestiona la organización del poder en nuestro mundo.

Y esto es una tremenda paradoja. En momentos en los que los retos para nuestro modo de vida han dejado de amedrentarnos, en el momento en el que ya no sufrimos la apologética amenaza contra nuestras libertades, resulta que la confianza en las elites que deben optimizar el sistema basado en el ejercicio de las libertades cae sin remisión en el descrédito más absoluto. Todo parece indicar que los mecanismos de justificación del estatus de poder no han variado de un momento de la historia, plagado de apocalípticas amenazas, a este actual en el que si acaso sufrimos algunos riesgos derivados de la ruidosa modernidad. Resulta paradójico que todo haya cambiado menos el discurso del poder.

Paradoja que se resuelve del siguiente modo: Si en las distintas etapas de la historia el poder requería un discurso legitimador para ejercer su control social, en la etapa posthistórica, desacreditado y deconstruida su semántica, se afana en meter miedo presentando el mundo como un catalogo de riesgos inveterados y utilizando su mantra preferido: ¡¡¡Ya sois por fin libres para ser prisioneros!!!        

Tremenda paradoja