sábado. 20.04.2024

¿Soy yo, o hay más ciudadanos que se sienten rehenes?

Tengo la impresión de haberme convertido en rehén aunque desconozco si esta enervante sensación  está extendida entre mis conciudadanos. Me pasa como a la princesa dubaití Latifa, soy un miembro responsable de mi sociedad, dice, pero llevo semanas encerrada en una habitación sin puertas ni ventanas. Lo comparto, lo cierto es que tanto Latifa como yo vivimos una situación inaceptable que apenas nada tiene que ver con nuestra disposición a colaborar.  Me siento soberano desde luego, pero alguien hace mofa de mi condición.

El gobierno de las comunidades autónomas fue concebido como una forma de agilizar la llevada y prestación de servicios a los ciudadanos por parte de un ente administrativo de mayor proximidad que el más alejado de los gobiernos centrales. Esa era su misión. Que los gobiernos locales fueran elegidos por sufragio venía a ser el resultado de una concepción de la legitimidad forjada en la consulta ciudadana, no en que tal consulta implicase una redefinición de los objetivos políticos que, al margen de la excelencia en prestación de los servicios, quisiera darse cada grupo electoral bendecido por la urnas locales. Tengo la viva impresión de que esta segunda derivada de la ocupación de cargos y responsabilidades políticas a nivel autonómico se ha pasado de frenada y utiliza los votos y a los ciudadanos soberanos como rehenes para persistir en la búsqueda sobreactuada de un objetivo político que está fuera del ámbito de gestión para el que se postulan, y a veces resultan elegidos.

Y no es que no sea legítimo luchar por el objetivo que se considere oportuno, lo que es inadecuado es tratar de hacerlo desde escenarios convivenciales inapropiados para ello. En Cataluña y en Madrid asistimos a un fenómeno similar, situar una panoplia de reivindicaciones políticas que es difícil puedan sostenerse sobre la autoridad, el acuerdo y la negociación posible en el ámbito de la soberanía obtenida por un voto que no juzgaba ese propósito, sino uno muy otro.

Como Cataluña y su particular problemática tiene millones de intérpretes, voy a inhibirme de comentario, no deseo sumarme al ruido ambiente. Me basta constatar que es disfuncional respecto de la calidad de vida democrática. Por su parte, Madrid genera pruebas dolorosas sobre su ineficacia por distorsión de la realidad. No pongo en duda que la representatividad del tripartito es legítima y legal, lo que pongo en duda es que una comunidad de ciudadanos con un nivel de educación aceptable, un conocimiento y experiencia de las realidades más allá de la fronteras nacionales homologable, protagonistas de escarceos laborales o sentimentales plurales, viajados lo suficiente y abiertos a comerse el futuro, hayan votado por retrotraerse a los años 70 del siglo pasado, en los que lo que estaba de moda era el mercado que todo lo proveía, que todo lo preveía.

Desde luego que hay un deje de mercader en la orientación del voto madrileño. El corpus fiscal y particularmente la fiscalidad patrimonial son responsables de una buena parte de los votos que recogen las derechas mercantilistas iliberales, si se quiere, una flaqueza humana que no se corresponde con el abandono de los compromisos que una sociedad irrenunciablemente cosmopolita requiere de sus gobernantes. Quien más quien menos ya anda advertido de que el estado no es el problema, más lo parece el mercado en su loco correr en pos de los beneficios sin prestar atención a las necesidades, máxime en época de pandemia y bajo la amenaza brutal de colapso debido al cambio climático.

El gobierno de Madrid se halla inmerso en una batalla, a la que no ha sido llamada, para demostrar que el mercado es la opción ganadora, no importa si de lo que se trata es de vender botones, comprar mascarillas o prestar servicios sanitarios de carácter universal y de calidad, como exigen los documentos constitutivos de la cesión de competencias en esta materia, tanto como en educación, cultura o protección medioambiental. Su paroxismo mercantilista les lleva no solo a contratar empresas para cualquier responsabilidad, les empuja a abandonar las más importantes por no poder ser satisfechas por grupos empresariales. Lo que no se puede mercantilizar no forma parte de la polis. Son actores beligerantes promercado desde una instancia administrativa que forma parte del estado. Y lo hacen sin pudor y con la única salvedad de eludir la justicia bordeándola.

Si se les recuerda que el discurso mercantilista quebró hace años, que ni los bancos globales, ni la crême de Davos,  ni la artillería del Financial Times sostienen las sandeces que pululan entre los Lasquetty y los Agag (alumnos retardados que, como Casado y Ayuso, han llegado tarde y mal a su culto) entonces se encabritan y apelan a la representatividad. Si se les pide que se dejen de zarandajas, que contraten médicos, profesores, rastreadores, bomberos o promotores sociales,  que pasen página y obren con algún acierto, la frustración de la imposibilidad mercantilizadora dispara la respuesta emocional, sólo queda el chantaje. Y allá van ¡Conmigo no juguéis, tengo a los votantes, y estoy mu loca! Es su respuesta.

¿Soy yo, o hay más ciudadanos que se sienten rehenes?