martes. 16.04.2024

Hay que gestionar la voluntad popular

En estos tiempos de refundación democrática no resulta inadecuado recordar una frase de Suárez: “El futuro no está escrito, porque sólo el pueblo puede escribirlo”.

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En estos tiempos de refundación democrática no resulta inadecuado recordar una frase de Suárez: “El futuro no está escrito, porque sólo el pueblo puede escribirlo”

Al consultar estos días la opinión de los más respetados observadores políticos, leyendo sus comentarios, o a través de conversaciones privadas, la sensación común se puede resumir en una palabra: Desconcierto. Los viejos esquemas basados en la aritmética parlamentaria, los pactos de salón, la presión de los grupos difusos pero reales, internos o externos, que hasta hoy condicionaban el comportamiento de las formaciones políticas a la hora de buscar soluciones ante los grandes retos del Estado, han saltado por los aires. Esta España otoñal se enfrenta a una crisis económica interminable, agravada por los signos de debilidad de referente alemán, y a una crisis de identidad nacional muy visible en Cataluña, pero latente en otras Comunidades, sin una dirección política asentada en un liderazgo que inspire confianza. Ni en Madrid, ni en Barcelona.

Las idas y venidas de Artur Mas, anunciando una cosa y la contraria en el margen de horas, trasluce una peligrosa debilidad que se manifiesta ya en la sustitución de la iniciativa emanada del marco institucional, sometida a regañadientes al control Constitucional, por unos movimientos populares, la Asamblea Nacional de Cataluña, Omnium Cultural, cuyo poder no se contabiliza en las urnas, sino en la calle. Algunas, escasas voces, advertimos ya que el callejón sin salida al que conducía la inviable propuesta del President de la Generalitat al no contar con la aquiescencia de la mayoría del Parlamento español para su propuesta de Consulta, daría lugar a un desbordamiento de la frustración difícilmente controlable. Hoy mismo se habla ya abiertamente de desobediencia civil, de fantasmagóricas declaraciones unilaterales de independencia, y más probablemente, de la constitución de agrupaciones electorales dirigidas por líderes sin anteriores experiencias partidistas, unificando la reclamación soberanista.

Mientras tanto, los partidos tradicionales, aquellos que durante décadas garantizaron la gobernabilidad de Cataluña en sutiles equilibrios de poder, con un ejercicio del pactismo que se valoró como virtud y que ahora se denigra, buscan a la desesperada fórmulas de viejo cuño, acuciados por la inminencia de unas convocatorias electorales de dudoso resultado ante la irrupción de nuevos modelos participativos. La centralidad política, el núcleo sólido de la gobernación en Cataluña, ha consistido en un reconocimiento del peso específico del nacionalismo moderado y de un socialismo en el que no resultaba traumático reconocer dos almas, la jacobina y la nacionalista. El grave error cometido por Artur Mas al tomar una iniciativa que fractura en dos a la sociedad catalana ha conllevado la fractura de los grandes partidos del Principado, en distintas proporciones, el fortalecimiento –apunto que coyuntural- de ERC y la incógnita del peso final de nuevas siglas.

La propuesta federalista del PSOE se enmarca en la racionalidad y abre, al menos, un tiempo para el debate sereno y sin prejuicios de la realidad y del futuro que nos permita seguir conviviendo. Corresponde al Partido Popular la responsabilidad de admitir la urgencia de que se constituyan los grupos de trabajo y afrontar el tramo final de legislatura, a buen seguro la última en la que un acuerdo entre los grandes partidos nacionales haría posible una reforma legislativa de gran calado, para diseñar una auténtica política de Estado.

El cortoplacismo, seña de identidad de los estrategas genoveses, ha dejado ya de ser eficaz para sus propios intereses electoralistas. La caída en apoyos populares es una verdad que asumen quienes toman el pulso a la sociedad, con creciente preocupación. La corrupción, que afecta transversalmente a partidos, sindicatos, patronales, instituciones financieras y Universidades, golpea, al fin, en mayor medida al Partido Popular que se creía inmune, como si sus votantes pertenecieran a otro planeta y no sufrieran las consecuencias.

Existe una voluntad popular que reclama cambios en profundidad pero que, como los analistas políticos que aspiran a ser independientes, está sumida en el desconcierto y en la desconfianza. No les gusta lo que hay y todavía no saben si les gusta lo que se les ofrece como alternativa. Porque tampoco saben lo que es. En todo caso, en estos tiempos de refundación democrática, pero con buen camino recorrido, no resulta inadecuado recordar una frase de Adolfo Suárez en 1976: “El futuro no está escrito, porque sólo el pueblo puede escribirlo”. Mucho más cierto hoy que en los balbuceos de la Transición.

Hay que gestionar la voluntad popular