viernes. 29.03.2024

Los árboles y el despotismo ilustrado con Fernando VI

En este artículo realizamos el análisis de una de las disposiciones legislativas más importantes del Antiguo Régimen sobre árboles. Se trata de la Real Ordenanza para el aumento y conservación de montes plantíos de 1748.

La Corona española siempre había defendido una política de fomento y protección de los plantíos de árboles desde una perspectiva de intervención en la lógica económica pre-liberal. El listado de disposiciones desde la época de los Reyes Católicos hasta el siglo XVIII iba en esa línea descrita, insistiendo en la obligación de fomentar el plantío de árboles, planteando duras sanciones contra la tala indiscriminada y la quema de arbolados, y regulando el aprovechamiento de los árboles para proporcionar madera, leña y carbón.

En el reinado de Fernando VI se promulgaron las disposiciones más detalladas y que, en gran medida, recogían muchas de las leyes anteriores, además de ampliarlas. En 1748 se dieron dos Ordenanzas sobre plantíos y arbolados. La principal se promulgó por Real Cédula de 12 de diciembre, titulándose Real Ordenanza para el aumento y conservación de montes y plantíos. Unos meses antes se dio otra importante disposición; se trataba de la Ordenanza para la conservación y aumento de los montes de Marina.

La política que se diseñaba en la Real Ordenanza de diciembre era ambiciosa y muy pormenorizada. Su ejecución recaía en los corregidores, aunque exigía la colaboración de los Concejos y el trabajo activo de los vecinos a la hora de plantar, sembrar y conservar los árboles.

La ordenanza comenzaba con el consabido examen de la situación: incumplimiento de las leyes por relajación de las autoridades, así como constatación en la zona circundante de la corte –treinta leguas de contorno- del fenómeno de la deforestación, ya sea por tala, ya por quema, provocando un considerable aumento del precio de madera y del carbón no mineral que se tenían que traer de lugares más alejados.

Dos son los objetivos que se persiguían: el fomento de plantíos y la conservación de los montes, evitando los abusos que se apreciaban de talas y quemas de montes y árboles sin que se replantasen. Estos dos objetivos pretendían que hubiese abundante suministro de madera para la construcción de viviendas y de barcos, así como suministro de leña y carbón, las dos fuentes básicas de energía calorífica en el Antiguo Régimen, y evitar la carestía por la falta de estas materias primas, y proporcionar el necesario abrigo para la ganadería. Estos planteamientos y objetivos se circunscriben a una preocupación eminentemente económica y no ecológica. Por otro lado, esta Ordenanza presenta la novedad de recoger un plan detallado de actuación que no aparece tan claramente en leyes previas. 

El corregidor se convierte en el factor básico para el cumplimiento de esta Ordenanza. Tendría la responsabilidad de hacer cumplir lo dispuesto no sólo en los partidos, distritos y lugares de su jurisdicción, sino también en las villas eximidas y en las de Señorío o Abadengo de su partido, exceptuando aquellos montes, bosques y dehesas que estuviesen encomendados a otros ministros. En los territorios de las Órdenes Militares, los corregidores y alcaldes mayores de las cuatro Órdenes serían los encargados de hacer cumplir la ley.

La primera acción a ejecutar en este plan se deriva de un principio muy propio del siglo XVIII. Nos referimos a la necesaria recogida de documentación detallada sobre el particular. En primer lugar, se hacía necesario conocer el número de vecinos de cada pueblo, incluyendo los núcleos dispersos de población,  pero excluyendo los que no tuviesen casa abierta o tierras propias, como hijos, criados y mendigos; en segundo lugar, acopiar las ordenanzas de cada lugar sobre conservación de montes y plantíos para que el corregidor pudiese unificar criterios y formar un método común en su partido, con el fin de racionalizar el sinfín de leyes, normas y que sobre un mismo asunto se erigían y que podían crear distorsiones económicas, así como evidentes privilegios, base inequívoca de lo que era el Antiguo Régimen y que la Ilustración deseaba reformar; por último, se hacía, lógicamente, necesario conocer el terreno de cada lugar: los montes y los tipos de su propiedad: realengo, aprovechamiento común o particulares, los ríos, las tierras baldías que se estimasen adecuadas para los plantíos y que no fuesen de propiedad privada. En esta última tarea, por su complejidad, el corregidor estaría asistido por vecinos expertos conocedores de los distintos términos y elegidos por el corregidor. El conocimiento del terreno posibilitaría que el corregidor pudiese disponer cómo se haría la conservación de los montes existentes y, también el plantío de las especies más adecuadas a cada zona, estableciéndose las más comunes: hayas, encinas, robles, quexigos, alcornoques, álamos negros y blancos, sauces, chopos, nogales, castaños, pinos o alisos, sin olvidar el aprovechamiento de las riberas, arroyos y vertientes. En la Ordenanza se señalaba, también que, en las zonas donde no se pudiesen plantar los referidos árboles según el sistema de estaca, pimpollo, ramas o barbados, se estipulase que terrenos serían los apropiados para sembrar de bellota, castaña o piñón. Toda esta información debería ser la base para unos reglamentos que tendrían que elaborar los corregidores. Así pues, en estos reglamentos se recogerían los datos referidos al estado de cada pueblo, sus términos, sus montes y baldíos, el vecindario y las órdenes a los Concejos acerca del número de árboles que tenían que plantar anualmente, en qué parajes y las especies más acordes con la zona. 
 

Como regla general, la Ordenanza disponía que cada vecino, independientemente de su condición o estado, tendría que plantar cinco árboles, siendo más si se optaba por la siembra de bellota o piñón. En algunos casos se podría optar por montes o tierras baldías. Al convertirse en terrenos sembrados debían ser protegidos frente la entrada del ganado.

Los vecinos y las justicias tenían obligaciones en los reglamentos. Entre mediados de diciembre y mediados de febrero, los vecinos debían realizar los plantíos o los sembrados y luego, en marzo, las justicias tenían que dar cuenta al corregidor de lo realizado. Los plantíos y sembrados tenían que ser planificados antes por las autoridades, tanto en lo referido a las tierras destinadas para estos fines, como los días en los que los vecinos debían acudir a la tarea común, sin admitir excusas, ya que si algún vecino por causa muy justificada no podía acudir, éste debían nombrar un sustituto. Si algún vecino no colaboraba, los alcaldes y regidores se erigían en responsables ante el corregidor. Por ello, se instaba a que los que eludían esta obligación debían redimirse con una plantación o siembra doble.

En esa época invernal, además, las justicias de los pueblos dispondrían que se limpiasen los árboles de las matas bajas para que pudiesen crecer con más vigor, exceptuando los terrenos de reciente plantío o siembra, ya que la maleza se convertía en estos casos en un poderoso aliado al proteger los plantones y la zona de siembra de los ganados y de las inclemencias del tiempo, especialmente de los vientos.

La Ordenanza quería hacer ver a los vecinos de los pueblos que estas obligaciones de plantar, sembrar y cuidar de los árboles no debía contemplarse como algo oneroso, ajeno a sus vidas y a sus respectivas ocupaciones; parece que eran conscientes de que hasta ahora la disposición respiraba un evidente tono conminatorio. Ahora tocaba insistir en el argumento positivo para convencer, para estimular o motivar a los labradores No cabe duda que el poder jugaba con dos argumentos: exigencia o argumento negativo, y persuasión o argumento positivo.  El despotismo ilustrado no inauguró esta doble vertiente pero la llevó a un desarrollo mayor que en el pasado. Hay un afán pedagógico muy ilustrado, al señalar que estas plantaciones y siembras en terrenos baldíos iban en su beneficio por el rendimiento de los árboles –frutos, abrigo de ganados, leña y carbón-, además de revalorizar las tierras de propios.

Los corregidores recogerían todos los informes de las autoridades de cada lugar que, como queda dicho, éstas debían remitir en el mes de marzo, para que elaborasen un plan o informe más general que remitirían al Consejo de Castilla. El corregidor tenía de plazo el mes de abril para enviar el plan, que debía ser muy detallado. Es de destacar este interés en estipular en la misma Ordenanza este trámite burocrático porque nos delata el interés creciente de la administración borbónica por conocer la realidad, además de intentar ampliar el control sobre los administrados y comprobar el grado de cumplimiento de las decisiones.

Si plantar y sembrar constituyen uno de los objetivos de esta Ordenanza, el otro sería, lógicamente, la protección y conservación de los montes y arbolados. La poda de ramas para la leña, para sacar madera para construcción, emparrar viñas o para carbón sería una práctica autorizada, siempre y cuando dejasen en los árboles “horca y pendón” para que éstos siguieran vivos. El problema residía que para conseguir madera para cualquiera de los aprovechamientos descritos, se desmochaban los árboles por medio del tronco impidiendo que se pudiesen regenerar. También se daba el caso de los que arrancaban los pies de árbol sin la licencia oportuna, requisito imprescindible para sacar un árbol, con la condición de que por cada pie de árbol arrancado había que reponer su falta con el plantío de otros tres. La Ordenanza establecía penas pecuniarias y resarcimiento de lo talado indebidamente, así como el establecimiento de celadores ante los que se debían hacer las podas legales. Tampoco se permitiría que ningún vecino o comunidad acotara o se apropiara de los montes, ya que el aprovechamiento de los mismos debía ser común. 

Los sembrados y plantíos nuevos debían ser preservados no sólo de las talas perjudiciales e indiscriminadas, sino también de los perjuicios ocasionados por el ganado, fundamentalmente cabrío. Estaría terminantemente prohibido que los rebaños de cabras pudiesen entrar en estas zonas.

Las rozas y quemas en las zonas inmediatas a los montes y con fines agrícolas, práctica muy extendida en el modelo de agricultura extensiva, también  constituían otro enemigo fundamental para los árboles, ya que con frecuencia el fuego terminaba por extenderse al monte. Para evitar este mal, se estipuló que no se podía ejecutar quema alguna sin desmontar y retirar la leña por lo menos a medio cuarto de legua de distancia de los montes teniendo cuidado para que el fuego no se propagase, estableciendo un control sobre las quemas para que no levantasen llamas. También debía hacerse con mucha precaución la quema de rastrojos en las tierras cercanas a montes, tanto viejos como de los de nueva creación. Por último, se establecen castigos sobre otras prácticas relacionadas con la propagación del fuego; en primer lugar, por los incendios que se producían por chamuscamiento de pinos, robles y encinas para aprovechar la leña, madera o carbón; y en segundo lugar, por la quema de pasto seco por parte de los pastores para que la tierra rebrotase con más facilidad.

En varias zonas del sur y centros peninsulares –Sevilla, Córdoba, Zafra y Toledo- se daba otro abuso relacionado con los daños que sufrían las encinas y robles, ya que eran arrancados para aprovechar las cortezas para los curtidos.

Los montes y bosques quemados debían ser repoblados, incluso los de propiedad privada, ya que la Ordenanza exigía que los dueños debían replantarlos según lo dispuesto por los expertos en campañas anuales. Si no lo hiciesen, se encargaría de hacerlo el pueblo en cuyo término estuviese el terreno, quedando el aprovechamiento del monte repoblado para disfrute de la comunidad.

Todas estas reglas, normas y prohibiciones debían ser hechas cumplir por los guardas de campo y monte o celadores, elegidos por el Concejo correspondiente. La Ordenanza se demora en varios puntos señalando sus obligaciones, sus emolumentos y los castigos por no cumplir sus funciones o incurrir en fraudes, cohechos en cortas, talas o quemas prohibidas de árboles. Al respecto, conviene que nos detengamos en la constatación de la existencia de un abuso que parecía muy general, cometido por los Concejos, que consistía en otorgar licencias para entresacar los montes y cortar árboles. Los corregidores debían velar por evitar estas prácticas y ser muy celosos en todo lo concerniente en el cumplimiento de la Ordenanza, no sólo en lo que hemos detallado sobre el plantío y siembra, sino, sobre todo, en la conservación de los montes nuevos y viejos, y en supervisar la acción de las justicias, guardas de campo y de los propios Concejos. De nuevo, observamos como el peso de esta política diseñada en 1748 recae en este cargo comisarial de la Corona. Aquellos corregidores que cumplieran y se esmerasen serían recompensados en su promoción profesional, otra manera de intentar llevar a cabo esta Ordenanza.

Los árboles y el despotismo ilustrado con Fernando VI