viernes. 19.04.2024

Vendedor sin rostro, comprador sin tacto

La compra en directo es un mecanismo de sociabilidad nada despreciable que va más allá de la pura transacción comercial...

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Los avances imparables de las tecnologías de la comunicación, en sus múltiples formas, constituyen, sin duda, una de las conquistas científicas que más ha cambiado y seguirán cambiando las relaciones entre las personas, sean amorosas, literarias o comerciales. Aunque yo me considero, en gran medida, analfabeto en este mundo digital, sería aumentar mi ignorancia negar su gran valor o despreciar su uso con un gesto snob de un trasnochado romántico añorante de la pluma y el papel.

Pero es precisamente en el uso de las tecnologías informáticas ligadas a transacciones comerciales donde encuentro riesgos y un empobrecimiento de las relaciones personales y sociales. Me refiero a la venta online, modalidad cada vez más extendida, con un crecimiento incesante y unos beneficios económicos nada despreciables. Para mí (y no pretendo erigirme en modelo de comportamiento) es difícil comprar muchos de los productos con que me alimento y visto o las herramientas que utilizo para mi oficio o diversión, sin ver la cara del vendedor, su expresión, su voz acompañada del ceño y su mano junto a la mía cerrando un trato o una despedida.

¿Cómo comprar unos zapatos sin olerlos, tantear la suavidad de su piel o la flexibilidad de su suela? Sin probarlos caminando unos pasos en una pequeña alfombra que te sitúa frente a un espejo alargado que permite contemplar tu nuevo aspecto con tus nuevos zapatos. O igual si me refiero a una camisa o a una chaqueta, sin probar la textura del tejido con que están fabricadas. O un pescado sin abrir las agallas, una carne sin comprobar su color y la grasa que contiene, o unas peras sin tantear su madurez y el brillo de su piel. O, lo que parecería más aceptable en el sistema online, comprar un libro sin hojearlo, sin el olor de la tinta, sin probar la ductilidad de su encuadernación. O…

Ciertamente este sistema de venta online es un viejo invento que hemos contemplado en múltiples películas del oeste o en las colonias en tierras lejanas de la fábrica, las grandes ciudades o la metrópolis. Es esos casos, que hemos ido incorporando a nuestra memoria a través del cine o la novela, el vehículo era la revista que reproducía con la mayor fidelidad posible la forma, la calidad y el precio, todos ellos atractivos para el posible comprador. Quizás estas situaciones de apartada residencia justifiquen hoy la permanencia de las redes de este tipo de relación comercial. Pero en una ciudad, donde el transporte es fácil y relativamente barato, y en la calle encontramos multitud de tiendas o grandes almacenes en los que poder entrar, deambular, tocar y oler lo que buscamos, no parece necesaria ni atractiva, al menos para mí, esta relación virtual entre el comprador y el vendedor. Porque hasta los productos tecnológicamente más estandarizados, como puedan ser un coche, una máquina de fotos o una taladradora, reclaman sentarse en el asiento y reclinar el respaldo, hundir el ojo en el visor o comprobar su peso y cómo se adapta la empuñadura a nuestra mano.

Pero esta preferencia personal, incluso si se entiende como una invitación a futuros compradores, para superar el plasma por el escaparate, el mostrador y la cara del vendedor, no quiere negar muchas de las ventajas (ahorro de tiempo y desplazamientos, etc.) que ofrece el mundo online.

Si hasta aquí he realizado un breve y superficial relato de la relación del comprador con el objeto deseado, quisiera incidir en algo que me preocupa más y que sí entiendo negativo en esta forma de comercio. Me refiero al conocimiento, al contacto entre comprador y vendedor, porque la compra en directo es un mecanismo de sociabilidad nada despreciable. Es en ese cotidiano ritual de comprar el diario o en el más esporádico de otros productos, donde se tejen unas relaciones que van más allá de la pura transacción comercial. Pisar la acera para acercarte al quiosco de periódicos y preguntarle a Vanesa o a Sergio cómo les fue en las Maldivas en su viaje de bodas. Al panadero Manolo qué pan es más adecuado para unas torrijas, al mismo tiempo que te explica su dolor de espalda y la eficacia de la fisioterapia. La calle ya es en sí un acto cívico que se va jalonando día a día, semana a semana, con múltiples encuentros. Con María, en la frutería, para dejarte aconsejar si están en su mejor momento las peras o los melocotones, y preguntarle por la salud de su hija o felicitarla por el éxito de su última operación. Con Jesús, el carnicero, darle el pésame y un abrazo porque murió hace unos días su mujer, al tiempo que te pregunta si prefieres el lomo alto, con menos grasa, o el bajo, más sabroso. A la salida hay un vendedor de la ONCE o un inmigrante negro al que apoyar con una pequeña ayuda. Todo es sociedad, convivencia e, incluso, complicidad. Y acabas sabiendo quién es de derechas o de izquierdas. Pero incluso en el Gran Almacén, al comprar un jersey para el cumpleaños de mi hija, me ayuda la vendedora (anónima si no fuera por la tarjeta que luce en su pecho con su nombre: Isabel) a elegir o matizar que gris es el más acertado. Y en la sección de muebles, tumbarme en dos o tres colchones para probar el reposo de la espalda mientras el vendedor me habla de la composición de los mismos y el precio, incluyendo los descuentos en tiempos de rebajas.

Muy personal todo lo dicho, que en ningún caso pretende ser una defensa cerrada de un comportamiento compartido con otras personas, pero que me da ocasión para ensalzar el enorme valor de la proximidad física que acompaña un encuentro más allá de los ojos o la palabra.

Como final de estas pequeñas reflexiones, busco el apoyo de Jaime Gil de Biedma (citado por Jordi Soler) que, a la hora de jerarquizar los elementos del amor, dice: “Que sus misterios, como dijo el poeta, son del alma, pero un cuerpo es el libro en el que se leen”. Traduzcan amor por chaqueta y quedará justificado este final un tanto pedante, pero sugerente al menos para mí.

Vendedor sin rostro, comprador sin tacto