viernes. 29.03.2024

El presente, solo el presente

Nos estamos convirtiendo en prisioneros del presente, de nuestro vivir momentáneo, despojados de nuestra historia y nuestro futuro.

Un ser concebido fuera del tiempo es tan absurdo
como un ser concebido fuera del espacio

Friedrich Engels

Con la avalancha de noticias, de acontecimientos diarios, con el cúmulo de instrumentos disponibles, el presente cree que se justifica, se explica por sí mismo, sin necesidad de mirar al pasado. Los periódicos, la televisión, los tuits o los whatsapps llenan, inundan el presente con palabras e imágenes que dan cuenta de acontecimientos fugaces y transmiten mensajes sintéticos y descarnados. El selfie, una moda infantiloide, nos convierte a nosotros mismos en acontecimientos, nos extrae del tiempo y nos coloca en un espacio acotado por el encuadre fotográfico. Un entorno sin referencia a un paisaje más amplio tanto físico como social. Un accidente pasajero que pretendemos transformar en historia permanente, en plasma o cartulina.

Nos estamos convirtiendo en prisioneros del presente, de nuestro vivir momentáneo, despojados de nuestra historia y nuestro futuro. Más que vivir o ser, simplemente estar. Esta cotidianeidad nos puede conducir a no entendernos a nosotros mismos, a no entender nuestro presente. Solo la referencia al pasado más inmediato, más próximo intelectual y sentimentalmente y la posibilidad de imaginar un futuro, la osadía de proyectarnos, puede dar explicación y sentido a nuestro presente. “El pasado es una dimensión del presente” dice Javier Cercas y, de forma más sutil, Faulkner escribe: “el pasado ni  siquiera es pasado”.

Santiago Alba, en “La ciudad intangible”, reflexiona sobre la inestabilidad de nuestro presente, que no tiene tiempo de asentarse para enraizarse en el pasado y pensar el futuro. El pasado es cercenado y desgajado de nuestra vida. Javier Marías, siguiendo el hilo de esta reflexión, afirma: “El presente ya es pasado; el presente ya es percibido como pasado”, siguiendo la senda de Heráclito.

Si profundizamos en el pasado, si nos enraizamos en la tradición que nos ha construido, y soñamos colectivamente un futuro, aunque sea lejano e incierto, entonces nuestro presente no sólo podrá explicarse, sino constituirse en el espacio vital en el que se engendra, nace y desarrolla la humanidad y, con ella, nosotros mismos. He escrito tradición apropiándome de esta palabra con el sentido que a ella le dio Pedro Salinas cuando se sumerge en una culta y emocionante exégesis de Jorge Manrique y las coplas a la muerte de su padre (“Jorge Manrique o tradición y originalidad”). La tradición culta que alimenta nuestro conocimiento y nuestros sentimientos impulsando nuestra inteligencia en un renovador descubrimiento. La tradición como impulso. La tradición como matriz. La tradición “es el aire en el que respira el poeta”, dirá Pedro Salinas. Una aventura, una búsqueda de un entendimiento global, en el ámbito reducido de un poeta, casi de un solo poema. Nada que ver con la máxima d’ors-iana, pobre y reaccionaria, que afirma “lo que no es tradición es plagio”. Empalagosamente repetida.

No obstante, el presente no viene determinado unívocamente por el pasado. Solo impulsado por muchos pasados o, si se quiere, por un pasado con muchas facetas que abren múltiples caminos para el futuro.

Con la mirada ensimismada en nosotros y en nuestro hoy, hemos perdido la costumbre de volver los ojos hacia el pasado, el más reciente, el ayer más próximo y que permanece adherido a nuestra piel. Percibimos todavía su olor y su sonido, pero no lo reconocemos, no lo recordamos como algo nuestro siendo parte de nosotros. No digo memoria, digo recuerdo, ese poso nutricio que alimenta nuestro hoy y que lo vivimos seguramente con la misma pretendida autonomía del presente. El recuerdo que nos permite comparar el placer o el dolor de hoy con el de ayer, los sueños que perduran o los desvanecidos, los anhelos que proyectamos para hoy con su éxito o su fracaso. Perdemos la noción de río, de fluido en el que navegamos y del que formamos parte. El pasado nos está definiendo aunque lo ignoremos.

No quiero con este deshilvanado discurso negar el placer vitalista de vivir peligrosamente el presente. De existir cada día como si en él naciese y muriese nuestra historia. Una exaltación existencial pero que puede explotar en cualquier momento dejándonos vacíos, exhaustos y vacilantes, esperando con ansia y dudas que el día de mañana vuelva a ofrecernos otro presente o a repetir cansinamente el hoy.

La arquitectura, con su limitación, me ha enseñado que solo se aprende arquitectura de la arquitectura, de las buenas obras ya construidas. Para este aprendizaje hay que saber ver la arquitectura y no solo los edificios. Recordemos que Sir John Soane confesaba a la vuelta de su obligado viaje a Italia que solo había sido capaz de ver lo que le habían enseñado a ver. Una enseñanza que es la decantación de toda la arquitectura ya construida, descifrada y valorada críticamente para incorporarse como parte de nuestra propia y personal cultura. La cultura como instrumento para ver y entender el presente y no como acumulación erudita de ejemplos del pasado. Menos aún como nostalgia.

Pienso que es imposible entender el presente, entendernos a nosotros mismos, sin entender el pasado. Y entender el presente, ¿para qué? Para explicarlo y proyectarlo hacia un mañana mejor si somos capaces de eliminar las miserias del hoy y potenciar sus posibilidades. No hay presente pleno y consciente sin un pasado y un futuro.

El presente, solo el presente