martes. 19.03.2024

Esto no se debe publicar

Yo estaba acodado en un bar tomando una cerveza con un amigo. Y un tipo, al fondo de la barra, llamó mi atención.

Yo estaba acodado en un bar tomando una cerveza con un amigo. Y un tipo, al fondo de la barra, llamó mi atención. Lo observé detenidamente. «Un magnífico personaje de novela», me dije. Fue poco antes de la Navidad del 2002. No lo he vuelto a ver desde entonces. Era grande y duro; 1,80 de estatura y más de 120 kilos; estaba solo; la espalda a cubierto pegada a la pared, sentado en un taburete en el rincón junto a la salida, en ese lugar clave desde donde se controla todo, se sabe quién entra y quién sale y se puede desaparecer fácilmente en cualquier momento; vestía con discreta elegancia; ni la americana ni el nudo de la corbata parecían coartarle lo más mínimo. Estaba claro, era un hombre de acción.

Cuando mi amigo y yo terminamos el aperitivo, el camarero nos volvió a servir lo mismo que acabábamos de tomar. «Les invita el señor». Señaló al rincón de la barra junto a la puerta.

«¡Hombre Pascual! No te había visto». Exclamó mi amigo al volverse (había estado todo el tiempo de espaldas a él). ¿Qué tal! ¿Cómo estás!». Añadió. Nos acercamos; se hicieron las presentaciones; y nos tomamos juntos varias cañas más. Eran amigos desde la adolescencia, y hacía mucho tiempo que no se veían. Nos invitó a comer. No pudimos negarnos. Ocupamos una mesa, que eligió él, estratégicamente situada en el interior del local. Fue una comida espléndida, llena de anécdotas y recuerdos.

Llegaron los cafés, y, con la elocuencia y desinhibición de unos buenos güisquis, surgió la conversación e información que yo creo una enorme irresponsabilidad publicar.

Pascual nos contó que, “en teoría”, trabajaba, sólo seis meses al año, en una embajada del Reino de España en un país de Oriente Medio; dentro de una jaula de oro, pero comunicado vía satélite con medio mundo, y en línea con los principales centros de poder en Washington, París, Londres y Moscú.

Por aquel entonces yo andaba enfrascado en las correcciones y pulidos de una novela situada en un futuro impreciso. Una novela que podría dejar de ser futurista mañana.

Acababan de cumplirse quince meses del 11S.

Pascual era coronel del CESID; adscrito al ministerio de Asuntos Exteriores. Trabajaba en una comisión internacional de estudios antiterroristas. Nos contó que el terrorismo conocido hasta entonces (y hasta ahora) estaba considerado un terrorismo en 1ª fase. «No aterroriza realmente a casi nadie; sólo produce víctimas», dijo. «Hay otro, en 2ª fase, con un nivel medio de terror. Por ejemplo: contaminar el agua potable, y, al mismo tiempo, dejar a oscuras a toda una gran ciudad».

Pensando en la novela que acababa de concluir, le pregunté: «¿Se ha contemplado un escenario donde, mediante órdenes secretas, boca oreja, Al Qaeda* exhorte a sus simpatizantes a participar en la Guerra Santa degollando indiscriminadamente a un infiel un día determinado a una hora determinada?». La respuesta fue inmediata: «Sí. Ese sería terrorismo en 3ª fase. Aterrorizaría a toda la población. En Europa podrían morir más de cien mil personas en unas horas. Están hechos los cálculos. Cualquier yihadista durmiente sólo tendría que acercarse por detrás a un viandante, abrirle el cuello con un cutex, y salir corriendo..., o andando». Hubo un silencio muy largo de sólo unos segundos. Nadie terminó los güisquis. El coronel pagó la cuenta y pidió que le llamasen un taxi. Nos despedimos en la puerta del local. Cuando ya se iba nos dijo: «Así será la guerra en el futuro».

No quiero recordar si Pascual era nombre o apellido. Ni debo decir donde estábamos y quien era mi amigo. Lo que sí digo es que esta es una historia real, y, como tal, supera a las de ficción. Nunca debería ser publicada.

*Hoy diríamos el autollamado Estado Islámico. Mañana, quizá, Estado Islámico, a secas. (Este artículo, inédito, lo escribí en el 2011. El otro día lo encontré en un cajón.)

Esto no se debe publicar