viernes. 19.04.2024

Todo menos quién

El circo mediático habla del quién, del quiénes, del quiénes sí, quiénes no, quiénes quizá, quiénes nunca o quiénes siempre. Quién piensa, dice, acusa o avala; quién apoya y, sobre todo, quién lidera. Ese mismo coso mediático asume que cualquier partido político debe aceptar como contingente la necesidad de una cara visible que esboce el ideario de la formación. Resulta indiferente si se trata de partidos con vocación horizontal, vertical, en diagonal o en oblicuo: toda organización que se enfangue en el terreno de lo político debe poner rostro al proyecto común. Y corre el peligro de quedarse en eso, en un rostro.

Los esfuerzos de reflexión colectiva se supeditan a unas facciones concretas, valiéndose de dichos rasgos para hacerse escuchar en la parcela pública. Asumir el papel preponderante del líder, el secretario general o el barón territorial parece haberse convertido en condición sine qua non para operar en el terreno político. Por desgracia, parece que se ha hincado la rodilla ante concesiones vendidas como inevitables. Mejor (o peor) dicho, haciendo nuestras algunas concesiones inevitables. Lo expresaba de manera muy gráfica César Rendueles cuando llamaba la atención a que “nuestra sofisticación teórica es, en realidad, un trastorno político autoinmune”.

La sesión de esquizofrenia grupal en la que se ha convertido el debate interno de Podemos en estos últimos meses plantea muchas preguntas. ¿Cuál ha de ser el modelo organizativo? ¿Quién debe liderar el barco podemita? ¿Pablo Iglesias, Íñigo Errejón o el frente de Anticapitalistas? Y, sobre todo, ¿cuáles han de ser las potestades y limitaciones de esa primera espada en tiempos de borrasca? ¿Omnipresencia orgánica y omnipotencia de sí mismo o, por el contrario, una figura al sincero servicio de bases y cuadros medios?

He ahí la temática principal de la discusión: el gran estilo nietzscheano, pleno de voluntad triunfante, predispuesto al choque de egos y sabedor de su dominio exhaustivo de las gestualidades, frente a una personalidad que entienda el liderazgo como una responsabilidad derivada del colectivo. “Mandar obedeciendo”, que dirían los zapatistas, a pesar de que la extenuación de tal dialéctica siga manteniendo el quién por encima del cómo. Lo primordial, una vez se ha hecho patente el arrinconamiento de la disputa ideológica, tiene que ver con delimitar el rol del líder; esto es, cómo lidera.

La práctica populista posibilita la proyección de un liderazgo megalómano que se obceca en mantener como objetivo primario la activación popular de la construcción del enemigo, olvidando las dinámicas de operatividad institucional y estableciendo una distinción líder-resto tristemente althusseriana; recupera, de alguna manera, el poder dual en tiempos de sujeto posleninista para hablar de una suerte de poder social hegemónico excesivamente focalizado en el papel de los intelectuales y de las figuras públicas.

Incluso Freud puede colaborar en semejante reflexión. La tesis freudiana mantiene que “cuanto más primaria y narcisista es la construcción de la subjetividad, más fácil es que el líder sea aceptado con una identificación plena”. Este psicoanálisis de la sospecha revela la necesidad del liderazgo en función de las inseguridades colectivas: características clave como el carisma, por ejemplo, pueden ser entendidas como relaciones políticas que cubren vacíos, más allá de simples rasgos definitorios del líder.

De esta forma, la autoestima colectiva requiere de ese líder weberiano de corte antiautoritario, sometido al juicio y responsabilidad colectivos. De nuevo, Freud aporta un elemento clave: aquellos poseedores de un yo ideal fuerte son más críticos respecto de las personalidades narcisistas, mientras que un yo débil necesitará de identificaciones de nitidez y pureza para encontrar un punto de equilibrio.

Un proyecto que se diga a sí mismo transformador es justamente eso, un proyecto. Sin devaluar su importancia, el cuestionamiento del quién ha de alejarse del núcleo y configurarse como un elemento subsidiario del cómo. Así, el debate en torno a Vistalegre II se ciñe a espacios personalistas, y el resultado de la votación que allí se lleve a cabo no podrá escabullirse de esa coyuntura de liderismo y egos enlodados.

Los medios continúan hablando de Pablos, Iñigos y demás encarnaciones explícitas de poder; cualquier reflexión ideológica o estratégica se ve siempre superada por nombres y apellidos; las descalificaciones rozan lo personal y el debate resulta tan miope que antepone el personaje al contenido. Hay muy poco de esperanzador en lo que copará las portadas de los periódicos este fin de semana.

Son dos los falsos mantras sobre los que Podemos volverá a tropezar tras su Asamblea estatal y que blindarán el quién frente a la autoestima colectiva. El primero de ellos es aquel que mantiene que hay personalidades imprescindibles en una organización que se diga participativa; el segundo remite a la falacia naturalista que cree que todo lo ya hecho es lo mejor que se podía haber hecho en su momento.

Ambas falacias refuerzan la narración de desconfianza y guerra interna, las disputas organicistas que escupen a la inteligencia colectiva y las hostilidades pueriles que encuentran en Twitter el refugio del mediocre. Lo iconoclasta y erótico del liderazgo será igual de iconoclasta y erótico tras Vistalegre II. Lo conspiranoico y artificial de Podemos será igual de conspiranoico y artificial. El telegénico coletas versus el eterno niño imberbe (y esos anticapis de por ahí). El quién contra el quién y el cómo como excusa.

Todo menos quién