jueves. 25.04.2024

Resetear el nacionalismo gallego

Robert Putnam acuñó el término de “familismo amoral” para denunciar una suerte de egoísmo colectivo y miope.

Robert Putnam acuñó el término de “familismo amoral” para denunciar una suerte de egoísmo colectivo y miope. La incapacidad de actuar en conjunto por el bien común o cualquier objetivo que trascienda los intereses inmediatos de la familia nuclear se revela como el síntoma que acucia a la Unión de Povo Galego y, por ende, a la lógica frentista del BNG.

Sentenciar que, por desgracia, no existe un sujeto político propio con potencial autónomo y suficiente para defender los intereses de Galicia no es más que asentar la problemática principal. Bajo el etéreo disfraz confederalista de En Marea se esconden los restos de una coalición semidesnuda y acomplejada ante la verticalidad podemita, cuya gestión postelectoral difiere mucho de la válida estrategia entrista históricamente defendida por Xosé Manuel Beiras.

Desde la correlación de debilidades, en palabras de Vázquez Montalbán, y a través del eje centro-periferia, el fenómeno de Podemos se presenta como un arma de doble filo que serpentea entre el marco de oportunidad coyuntural y la cooptación del discurso diferencial en el país.

Por un lado, la endeblez teórico-práctica del informe Aymerich sobre la factibilidad de conformar un grupo parlamentario propio, unido al desinterés y falta de pujanza de sus diputados, ha desmoronado la credibilidad para concebir En Marea como un sujeto autónomo en el juego político.

Mientras tanto, por el otro lado, el tacticismo electoral del Bloque Nacionalista Galego, expresado en el uso de nomenclaturas históricas como Nós o el Banquete de Conxo, ha provocado la desaparición institucional del nacionalismo clásico, visto como una marca obsoleta por el electorado. Atrás queda el diseño de un partido que encandiló a las clases medias urbanas y a la juventud universitaria desilusionada.

Es justamente en la atribución de la responsabilidad política donde el titubeo del BNG puede ahondar en su desmembración. La externalización de la culpa, focalizada en el desliz del elector, imposibilita la autocrítica en el proyecto nacionalista. Este proceso urge una relectura, sin perder un ápice de subversión, de la coyuntura de identidad dual y atraso reflexivo.

El confinamiento ideológico del nacionalismo clásico, que encuentra su punto crítico en la asamblea de Amio, bebe directamente de la histórica vertiente política que antagonizó, mediante una dicotomía excluyente, con las tesis del intelectual orgánico gramsciano de mayor trascendencia en Galicia. Ramón Piñeiro y sus correligionarios entendieron que el galleguismo debía quedar al margen de las contingencias políticas, formulando una idea transversal de país.

El nuevo proyecto nacionalista debe acoger parte de esa noción de transversalidad que la tradición piñeirista, fuera del tablero político, aupó como  práctica preeminente durante el franquismo. El personalismo comunitario de Xaime Illa Couto, plasmado en “Construir Galicia”, invita a repensar la nación gallega “como cultura abierta y diversa, no cerrada en sí misma, superando todos los reduccionismos políticos o ideológicos.”

Esta lógica se contrapone a la tendencia de un BNG que no ha querido entender que la convivencia con la contradicción es un elemento inherente al juego político-electoral de altos vuelos. El axioma de la ortodoxia marxista que consideraba que la resolución de una contradicción dialéctica solventaba esa incoherencia para siempre se muestra estéril en un posicionamiento que asume el nacionalismo gallego como una idea fija e indiscutible, incapaz de desbordar la retórica revanchista.

La UPG parece no compartir la concepción del galleguismo como un ideario de igualdad, en el que la noción de distinción se relega a la inercia del hecho diferencial. La condición político-melancólica y de fuerte inteligencia emocional que reivindica el poeta Antón Reixa refuerza el rechazo a cualquier posición apriorística respecto a la relación con el Estado.

Este dependentismo histórico, destacado por su voluntad de vínculo y cintura política, hace bandera de una identidad incluyente, como la posición desde la que se interpreta y cobra sentido el mundo. La coexistencia del BNG con En Marea no supone un juego de suma cero, al contrario; se robustece con el anhelo de autogobierno como denominador común.

Revertir la residualidad demoscópica y electoral del nacionalismo gallego pasa por entender la lucha política como la contraposición de proyectos hegemónicos que además posee, de forma clara e intrínseca, el rechazo a cualquier parcelación o sectarismo en la disputa por el significado. No hay camino transitable a través del “divide y vencerás”, ni proyecto instrumental plausible si se reduce a una maquinaria electoral.

No se entendería otro rechazo más a la confluencia, agencia postneoliberal en mano, con una convergencia programática que subraye los derechos del sector naval o lechero; que abogue por la normalización lingüística; y donde la emergencia social, la regeneración institucional y las nuevas prácticas políticas operen como eje de impregnación.

Ante la  probada escasez de dirigentes de altura para un reto de vértigo, entendida como una patología compartida con el resto del Estado, son el sustento civil del nacionalismo y los movimientos sociales los que deben tomar la iniciativa en el proceso, no por una lógica subsidiaria, sino por una necesidad de compartición.

La confluencia, en un ejercicio de cesión y autonomía, debe recuperar la noción de solidaridad que imperó en el “Nunca Máis”, donde una suerte de cadena de equivalencias supo articular la divergencia de demandas en una concurrencia de objetivos. Fue Manuel Rivas quien imploró la necesidad de un calendario de victorias para Galicia, y parece vislumbrarse la salida al estadio de pesimismo crónico: se revela necesario el optimismo de la voluntad. 

Resetear el nacionalismo gallego