viernes. 29.03.2024

Pesimismo de la inteligencia

Los últimos días de cada año se emplean en llevar a cabo esa idea socrática de hacer balance de los tropiezos, los aciertos, las meteduras de pata, los desafíos ilusorios y las aspiraciones practicables. Aunque la bobalicona admiración de nuestras sociedades hacia el coaching emocional atrofie la intención de conocerse y revisarse a uno mismo, el empeño humano en catalogar los lapsos temporales obliga a convertir las últimas fechas de diciembre en una suerte de jornadas dedicadas a la introspección pública. 

Este elemento ceremonioso se aplica también para analizar la universalidad de los hechos que coparon las primeras planas de los rotativos y que caracterizaron, de forma periódica y anual, la deriva del mundo. Se han vertido ríos de tinta en torno a los reflexiones acerca del 2016. Un año atípico, convulso: trescientos sesenta y cinco días de sucesos que se empecinaban en recrearse en los márgenes de la espontaneidad. Un annus horriblis, se aventuraban a catalogar los expertos, quienes hicieron gala, más que nunca, de la estupidez de la listeza.

En 2016 se cumplieron los vaticinios que Thomas Frank realizó años atrás en ¿Qué pasa con Kansas? y el auge del conservadurismo antistablishment se tradujo en la llegada de un heterodoxo arribista a la presidencia de los Estados Unidos; el mismo año en el que la sociedad colombiana abofeteó las bienaventuradas pretensiones de sus dirigentes al disponer el derecho a la paz en un referendo; el año en el que Matteo Renzi resultó escaldado al pretender positivizar su modelo de tecnocracia cesarista en detrimento del texto constitucional más democrático de Europa (el “espíritu de la resistencia traducido en derecho”, que diría Piero Calamandrei); el año en el que el histórico euroescepticismo británico se creyó mayoritario y heló a las élites de Bruselas. Un annus horriblis para el caóticamente planeado proyecto de la globalización, no cabe duda.

La mayoría de conclusiones que se disfrazan de racionales proponen análisis autocomplacientes sobre los que se proyecta esa clase de optimismo que se limita a dibujar estúpidas sonrisas en medio de la tempestad. Terry Eagleton lo calificó como “jovialidad intelectual”, una especie de obcecada e ingenua adhesión a la doctrina del progreso, mientras que el autor posmarxista no ha cesado en su empeño de mediatizar el término “esperanza” para referirse a la actitud de perseverancia a pesar y a causa de reconocer la derrota. 

No es mi intención entrar en juegos nominales que se limitan a valorar las expresiones y los palabros que pretenden catalogar una realidad escurridiza, sino hacer valer la vigencia de las actitudes para construir un horizonte que luzca mejor que este ensimismado presente. Una breve cartografía de la historia del pensamiento crítico ofrece ya demasiados ejemplos de tesis ingenuamente optimistas o de rabiosa pesadumbre.

Estas últimas deben combatirse con la misma ferocidad con la que sus propios defensores hacen caer como una losa su derrotismo sobre las perspectivas de emancipación. Así, Fredric Jameson mantiene que hoy en día es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo: Hollywood aborda un sinfín de situaciones catastróficas, pero en ninguna de ellas se produce el desbordamiento de la lógica del mercado. No le falta razón al crítico literario, si bien es necesario hacer valer la imaginación propositiva para desahogar la actualidad y la eterna prolongación de la inminencia del cambio.

En un sentido similar, Adorno afirmaba que la doctrina de la vida recta, el modelo imperante en el desarrollo de la modernidad, es una negación de la vida misma; Guy Debord ofrecía un diagnóstico apocalíptico en torno a la irreversibilidad de los mecanismos de corrupción en la sociedad; así como el nihilismo de Baudrillard catalogaba nuestra época como un “régimen de simulacros”, donde lo real se sustituía por signos de lo real. “El mapa precede al territorio, el mapa engendra el territorio.”

Sí, el pesimismo se recrea en aquella intelectualidad con una lucidez particular, pero ¿qué hay de la posibilidad de dibujar unos contornos esperanzadores en dicho mapa? ¿Abstraerse, trazar la condición de lo posible, y comenzar a edificar? De la voluntad lúcidamente derrotista de aquellos autores numerosas lecciones de enorme valía pueden ser extraídas. Así es que en una época en la que incluso Gramsci sucumbe ante la lógica perversa de la contracultura y se erige en una figura icónica, se debe poner de relieve su llamamiento a hacer uso del “pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad”.

Es cierto que ese pesimismo político ha estado tradicionalmente vinculado a las tesis del conservadurismo, pero tal vez sea pertinente acoger parcialmente ese clímax pesimista, no como síntoma de parálisis, sino como motor de transformación y condición de posibilidad del optimismo de la voluntad. Es ya consabido que los vaivenes de la lírica discurren por ámbitos paralelos a la realidad, pero el poeta mexicano Jaime Sabines ofrece los versos que deberían constituir la voz en off de este 2017.  

Entreteneos aquí con la esperanza.
El júbilo del día que vendrá
os germina en los ojos como una luz reciente.
Pero ese día que vendrá no ha de venir: es este.

El cuestionamiento constante y la incuestionable constancia de mantener los brazos en alto. Quizá sea esta la fórmula para seguir construyendo en el año que acaba de comenzar. No, no el siguiente: este.

Pesimismo de la inteligencia