jueves. 28.03.2024

Euroescepticismo

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El escepticismo constituye un estado de duda acerca de aquello que se vende como incuestionable. El escepticismo es incredulidad y recelo ante medias verdades edulcoradas y medias mentiras disimuladas; examinar escrupulosamente la veracidad de determinadas creencias y mantener una visión periférica y estructural ante hechos que semejan ser superficiales.

Hablar de euroescepticismo, especialmente tras la confirmación del Brexit, parece evocar la mordacidad de Nigel Farage, la severidad de Marina Le Pen o la formalidad de Geert Wilders. Ante el auge de estos fundamentalistas del aislacionismo a lo largo y ancho del continente europeo, resulta comprensible que la sospecha y el recelo ronden sobre la retórica euroescéptica.

Si bien la confrontación directa contra estos movimientos ultraderechistas es necesaria, también lo es el hecho de mantener una insistente mirada escéptica hacia este modelo de Unión Europea: una “Euralemania”, como la calificó Ulrich Beck, fruto del fin del equilibrio básico entre el país germano y Francia.

Este último punto ha supuesto un pilar discursivo clave en la legitimación del modelo europeo actual, fundamentado en objetivos vagos e inobjetables como la paz y la prosperidad. No se trata de poner en duda la importancia histórica que ha supuesto la creación de la comunidad europea para la consecución de dicha estabilidad, sino de (re)plantearse si el modelo actual merece la pena o, yendo más allá, si la UE es reformable.

La ambigüedad de la postura laborista en el referéndum británico es síntoma de una izquierda parlamentaria que desoye los ecos académicos del pensamiento crítico o que tan solo los circunscribe a su estrategia discursiva. Los mantras de la poética europeísta se han convertido en norma de cualquier esfera de la vida social por lo que un replanteamiento sistémico del ser y deber ser europeo constituye una osadía. Y una osadía populista.

La colisión exclusivamente dialéctica que plantea la izquierda real ante la Unión Europea no es suficiente para lograr que dichas estructuras institucionales cambien una dinámica que, es más, se consolida a pesar de que cada vez que la UE se ha enfrentado a las urnas, ha perdido. El Brexit, la Constitución paneuropea, el rechazo holandés a la candidatura ucraniana, y un largo etcétera de consultas en las que la ciudadanía ha mostrado su desconfianza hacia Europa.

Sin llegar nunca a abrazar la rancia ortodoxia de las tesis del PKK, la izquierda se enfrenta al reto de desbordar la polarización entre construcción europea y proteccionismo, las bonanzas del remain y el caos del leave. Esta lógica es avalada por la indolencia de la familia socialdemócrata, atónita ante la financiarización y el proceso globalizador neoliberal.

La decadencia de la Unión Europea se puede cartografiar, utilizando la terminología de Giovanni Arrighi, en tres “crisis señal” clave: el colapso del modelo de Bretton Woods, la caída del bloque soviético y la última crisis financiera global. Todo ello consolida un sistema de quiebrocracia que refuerza el eje norte-sur y degrada la noción de soberanía.

Además, el Tratado de Maastricht amplió la brecha entre gobernantes y gobernados e institucionalizó una nueva serie de asimetrías estructurales, la arquitectura del sistema euro fue diseñada para no verse afectada por decisiones electorales. Siguiendo esta misma línea, Michael Foot, histórico dirigente laborista, creía que se podía discutir si la Unión Europea es fruto de la influencia liberal o socialdemócrata, pero que lo que estaba fuera de toda duda es que, fuese lo que fuese, no había sido decisión del pueblo europeo.

El principal fundamento de una imprescindible dosis de euroescepticismo constructivo reside en las últimas dinámicas de transformación en el seno de la UE. Lo que ha sido vendido como un aumento de las herramientas democráticas con el aumento de la codecisión del Europarlamento es en realidad una tendencia que se viene observando desde el año 1979 y que, por desgracia, no ha contribuido a cambios sustanciales.

En lugar de eso, se ha ampliado el control autocrático de la Comisión y, junto a la anexión extralegal de poderes en la cancillería alemana, la toma de decisiones ha reforzado su carácter informal y personalizado. La insuficiente capacidad de oposición en el Parlamento Europeo se suma también, en palabras de la socióloga Susan Watkins, a la esterilidad de una izquierda adormecida en estas lindes.

¿Cómo salir de este impasse ideológico y estratégico? El progresismo europeo necesita abrazar un euroescepticismo edificante y positivo; un escepticismo que abra vías de reforma del proyecto en común; un escepticismo que, ante la imposibilidad de modificación, levante el tabú de una salida que en todo caso debe suponer una relación más solidaria y democrática con la globalización.

Un sí convencido a la noción de colectivo, a la solidaridad transfronteriza o a los importantes programas de subsidios, pero un no incluso más vehemente a la homogeneización programática, a la autoridad de las multinacionales y a la insolidaridad transfronteriza. Un no a la defensa ingenua, sensiblera y acrítica de la enseña de doce estrellas doradas y fondo azul, un sí a una verdadera Europa. 

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