viernes. 19.04.2024

El final de la Guerra Fría supuso el inicio de la “Era de la Imitación” plena de inestabilidad

Viktor Orban

Uno de los libros más novedosos y relevantes de política internacional, publicado en 2019, es 'La luz que se apaga. Cómo Occidente ganó la Guerra Fría pero perdió la paz', de Ivan Krastev y Stephen Holmes. Ofrece un planteamiento muy original, basado en la  trascendencia en las relaciones internacionales de la política de imitación, a partir de la cual ha irrumpido una auténtica y peligrosa marea de anarquía iliberal y antidemocrática. Ejemplos los tenemos por todas las latitudes: Orbán, Putin, Modi, Bolsonaro, Duterte, Trump, etc. Sorprende esta nueva situación de descrédito de la democracia, cuando tras la caída del Muro de Berlín su triunfo parecía incuestionable e irreversible. Basándome en el libro citado, expondré las ideas fundamentales.

Tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y el final de la Guerra Fría se expandió como un dogma que el capitalismo y la democracia occidental se extenderían y se imitarían a nivel mundial. Se anunciaba el inicio de la Era de la Imitación de Occidente que duraría unos 30 años, especialmente en los antiguos países comunistas. Sin embargo, a medida que se fueron desvaneciendo las expectativas en la democracia capitalista, empezó a propagarse paulatinamente el rechazo a la política de imitación. Fue una respuesta a la falta de alternativas políticas y económicas. Más que el pasado autoritario o la hostilidad hacia el liberalismo, es esa carencia de alternativas, lo que mejor explica ese sentimiento de antipatía hacia Occidente predominante hoy en los países poscomunistas. La falta de una alternativa factible a la democracia liberal se ha convertido en un estímulo para la sublevación, porque, todo ser humano, como toda sociedad necesita opciones, aunque sea en forma de puras ilusiones. El partido populista y antieuropeo alemán AfD (Alternativa para Alemania), como su nombre sugiere, apareció en respuesta a la displicente declaración de Ángela Merkel de que su política monetaria era alternativlos («sin alternativa»).

El surgimiento en la segunda década del XXI de un antiliberalismo autoritario, simultáneamente en tantos países diferentes, no se puede explicar por una sola causa. No obstante, el resentimiento generado por la (im) posición canónica e incuestionable de la democracia liberal y por las políticas de imitación han tenido un papel decisivo en Centroeuropa y la Europa del Este, en Rusia (sobre Rusia hablaré al final), e incluso, en los Estados Unidos (del que también hablaré luego).

El filósofo polaco y diputado conservador en el Parlamento Europeo Ryszard Legutko se enfurece ante la idea de que no hay alternativa a la democracia liberal, y de que los liberales han conseguido silenciar todos los enfoques políticos no liberales. La historiadora húngara María Schmidt, la intelectual referente de Viktor Orbán: «No tenemos intención de copiar lo que hacen los alemanes o los franceses. Lo que queremos es seguir con nuestro propio medio de vida». Ambas afirmaciones nos sugieren que un tenaz rechazo a aceptar «el completo agotamiento de las alternativas sistemáticas viables al liberalismo occidental» ha contribuido a que el poder blando del que se valió Occidente para instar a la emulación se haya convertido en debilidad y vulnerabilidad.

Conviene profundizar sobre el significado de imitación. El hijo quiere ser como el padre, pero este le trasmite un mensaje subliminal de que su ideal es inalcanzable, por lo que aquel le odia. Se trata de un esquema no muy diferente de lo ocurrido en Centroeuropa y en Europa del Este, donde según los populistas, el mandato de la imitación de inspiración occidental hizo que pareciera que el destino de aquellos países era renunciar a su venerable pasado y adoptar una nueva identidad liberal-demócrata, la cual nunca les pertenecería por completo. La vergüenza de haber reorientado las preferencias propias para amoldarlas a una jerarquía de valores foránea, el haberlo hecho en nombre de la libertad y el soportar miradas por encima del hombro por la supuesta incompetencia en el intento, son los sentimientos que han alimentado la contrarrevolución antiliberal iniciada en la Europa poscomunista, y que ahora se ha extendido nivel mundial. En esta política de imitación, tal como se ha realizado, es inevitable que en el imitador surja un sentimiento de resentimiento.

La negativa a arrodillarse ante el Occidente liberal se ha convertido en la marca distintiva de la contrarrevolución iliberal, que tiene lugar en todo el mundo poscomunista y más allá, incluido los Estados Unidos de Trump.

Por otra parte, hacia el 2010, las versiones liberales de Centroeuropa y de Europa del este estaban manchadas por dos décadas de incremento de las desigualdades sociales, de corrupción generalizada, y de una redistribución éticamente arbitraria de las propiedades públicas entre una minoría. Además, la crisis económica del 2008 había engendrado la desconfianza hacia las élites económicas y el capitalismo de casino, que casi habían destruido el orden financiero mundial. El buen nombre del liberalismo quedó muy tocado en la región y no se ha recuperado. Así, la propuesta de algunos economistas de formación occidental de continuar imitando el capitalismo occidental perdió vigor. La confianza en que las políticas económicas de Occidente eran el modelo para el futuro de la Humanidad, había estado relacionada con la creencia de que las élites occidentales sabían lo que hacían, y, de repente, lo obvio es que no era así. Por eso, lo ocurrido en el 2008 tuvo un efecto devastador a nivel ideológico,en Centroeuropa y Europa del este, como también en el resto del mundo.

Ser un imitador es, a menudo, un drama psicológico, pero si, en mitad de la corriente, se advierte que el modelo que se había empezado a imitar está a punto de hundirse, se convierte en un auténtico naufragio. Se acostumbra a decir que el pánico a coger el tren equivocado es una de las obsesiones de la psique centroeuropea. Así pues, la pérdida de estabilidad política y económica de Occidente ha potenciado y justificado, a la vez, la revuelta contra el liberalismo en los antiguos países comunistas.

 A veces, lo que resulta sorprende es que el malestar no  sea solo de los imitadores, sino del imitado.  Veámoslo. Trump siente una incomodidad natural ante las políticas de imitación porque, desde el punto de vista de un hombre de negocios, los imitadores constituyen una amenaza. Si los imitadores replican con éxito, y hasta mejoran un modelo de negocio, quitarán clientes a la empresa original; los buenos imitadores le robarán el protagonismo e incluso le llevarán a la quiebra. Para Trump, Alemania y Japón fueron los ejemplos más escandalosos. Tras vencerlos de una manera decisiva en la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos permitió que sus antiguos enemigos se convirtieran en rivales comerciales. Al fomentar la reorientación del nacionalismo alemán y japonés, alejado de la competición militar y tras los pasos del modelo estadounidense de competición industrial, Estados Unidos, según los fanáticos del proteccionismo económico, se cavó su fosa.

Desde la perspectiva de Trump, las relaciones chino-estadounidenses han seguido el mismo camino. “Nosotros creamos China”, opina. Tras favorecer la apertura económica de China, en apariencia bajo el supuesto de que el país iría (imitaría) hacia una convergencia predeterminada con el capitalismo liberal-democrático, Occidente se quedó con la boca abierta, al verse frente a un sistema mercantilista liderado por el Partido Comunista, el cual es más competitivo en muchos aspectos. Se da la circunstancia que el extraordinario crecimiento económico de China coincidió con el inútil intento por parte de los Estados Unidos de americanizar los antiguos países comunistas del Centroeuropa y Europa del Este.

Como conclusión podemos ver las diferencias de estas políticas de imitación en China,  Rusia y Centroeuropa.

En China la reforma por imitación excluyó la adaptación de los valores occidentales, como la libertad de expresión, la división de poderes, la participación democrática ni la rendición de cuentas electoral. Podría decirse es que en el caso de China fue la imitación de los medios (la apropiación). China copiaba de Occidente de forma abierta y clandestina, insistiendo al mismo tiempo en que la trayectoria a seguir para el desarrollo del país mantuviera sus “características chinas”. Eran ingeniosos apropiadores. El recurso a empresas conjuntas para forzar a Occidente a transferirles tecnologías puntas en su condición de socios no implica la hipocresía democrática, ni pone en riesgo la unidad nacional.

En Rusia las élites postsoviéticas, la imitación fue de las apariencias (o simulación). Estas fingieron que imitaban las normas y las instituciones occidentales, cuando solo estaban usando, y siguen usándolas, una fachada de elecciones democráticas e intercambios comerciales voluntarios, con base a unas leyes  que garantizaban el derecho a la propiedad privada para mantener el poder, embolsarse la riqueza del país y bloquear unas reformas políticas que habrían amenazado el privilegio de unos pocos y que, quizá, habrían conducido al colapso del Estado  y una mayor desintegración territorial.Eran “impostores” estratégicos. Y siguen.

En el caso de Centroeuropa, la imitación fue de los fines (conversión). Las élites de Centroeuropa, en un principio, aceptaron de forma sincera la imitación de los valores y las instituciones occidentales como el camino más rápido  hacia una reforma política y económica. Se trataba  de unos aspirantes a “conversos” que, al equiparar normalización a occidentalización, acabaron dejando a una contraélite reaccionaria se apropiase de los símbolos de la identidad nacional que tenían una fuerza política. El caso de Viktor Orbán puede ser el paradigma.

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