viernes. 29.03.2024

Algunas reflexiones sobre la locura consumista del “Black friday”

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Paseando por las calles zaragozanas he sentido un profundo malestar al observar que en muchos comercios aparecían colgados en escaparates los anuncios Black Friday. Todavía más, cuando al entrar en un gran centro comercial las primeras palabras, que han golpeado mis ojos eran Woman Kits.  ¿En Zaragoza el idioma oficial es el español? Me sorprende la despreocupación de la ciudadanía por la defensa de nuestra lengua frente a esta invasión del inglés. No solo no les preocupa, es que muchos alardean con el Champions League o Hat-trick. Una conferencia tiene que contar con unas cuantas citas en inglés, vengan a cuento o no. La lista de anglicismos es inmensa: bullying, cookie, francking, hacker, mobbing, selfie… De momento esta batalla está perdida.

D. Macedo, B. Dendrinos y P. Gounari en el libro Lengua, hegemonía y poder: la hegemonía del inglés señalan de una manera muy acertada: “Igual que las políticas coloniales del pasado, la ideología neoliberal, con la globalización como su símbolo, continúa para promocionar políticas lingüísticas que lanzan al inglés como una ‘súper’ lengua que debe ser adquirida por todas las sociedades que aspiran a la competitividad en el orden económico del mundo globalizado”. Mas, los efectos de esa ideología neoliberal no se circunscriben al idioma, son otros como la imposición de una determinada cultura, especialmente la norteamericana, con valores  como el individualismo, la mercantilización de la sociedad y el consumismo. Sobre este último quiero fijarme y que el Black Friday es un auténtico paradigma.

La democracia no solo es votar, también se juega en nuestra vida en sociedad, en nuestra manera de vincularnos con los demás, en nuestra manera de consumir

Ese frenesí enfermizo de consumir no significa mayor liberación, sino todo lo contrario, mayor esclavitud. Lo queremos todo aquí y ahora, como si fuéramos niños. El principio cartesiano de: Cogito, ergo sum; hoy debería sustituirse por: Consumo, luego existo. El consumo se ha convertido en una religión degradada, es la creencia en la resurrección infinita de las cosas,  cuya Iglesia es el supermercado y la publicidad los Evangelios. Acudimos a los Grandes Superficies a comprar o a través de Internet en detrimento del comercio de proximidad, en la mayoría de las ocasiones objetos fútiles, no para disfrutarlos, sino para aquietar nuestro desasosiego. Por ello nos sentimos melancólicos y nerviosos los domingos, aunque en estas fechas también abren para perjuicio de sus trabajadores, porque ese día los establecimientos comerciales permanecen cerrados, la actividad está suspendida; y nos encontramos entregados y enfrentados a nosotros mismos, a nuestra desazón, vagando por las calles como almas en pena. Esperamos con fruición los lunes, para que vuelvan a subir las persianas los comercios y así nos recuperamos de esa especie de zozobra aflictiva. Si ya tenemos este sentimiento consumista todo el año, este se multiplica con la llegada de la Navidad, que nos empuja, en una especie de locura colectiva, a comprar por comprar, como si nos fuera la vida en ello. Compramos de todo: belenes, vírgenes, reyes magos, sanjosés, corbatas, zapatos, consolas, muñecas, ordenadores, colonias, ropa interior, smartphones, etc. Estas fiestas se traducen en una orgía adquisitiva, facilitada por la paga extra, aunque pronto está hipotecada. Es una desvergüenza mercantil única en todo el año, que nos deja a todos al borde de la bancarrota. Y si no hay dinero, da lo mismo, para eso están las tarjetas de crédito, con el que pedimos prestado al futuro. Como en el famoso cuento, se trata de suprimir cualquier intervalo entre la formulación de un deseo y su consecución: lo único que importa no es lo que puedo, sino lo que quiero. La tarjeta de crédito nos oculta el sufrimiento de tener que pagar para obtener las cosas, y al no pagar con dinero, creemos que todo es gratuito. Se acabaron las costosas contabilidades. La hipoteca del futuro es poca cosa comparada con la extraordinaria felicidad de tener de una manera inmediata lo que se codicia. Mas, al final la verdad desagradable asoma, y el pago efectivo llega inexorablemente.

Antes, nuestros padres nos educaban para ahorrar, ahora a nuestros hijos los educamos para consumir. Por ello, los padres acostumbramos muy pronto a nuestros hijos a consumir; antes de que sepan andar, los llevamos en sus cochecitos, a los Grandes Superficies. No queremos que sean unos inadaptados. Hay que prepararlos, no vaya a ser que les generemos algún trauma.

Entiendo que la escuela ha renunciado en esta vorágine neoliberal, a uno de los aspectos fundamentales de la LOGSE, cual era la educación en valores. Entre ellos estaba la educación para un consumo responsable. Jurjo Torrés en Políticas educativas y construcción de personalidades neoliberales y neocoloniales incluye cuatro dimensiones de este individuo neoliberal, que se manifiestan en el currículo explícito y en el oculto. El Homo economicus, que considera el dinero como móvil fundamental de su comportamiento vital. El Homo consumens, obsesionado por el afán consumista, para satisfacer necesidades artificiales y muchas prescindibles. El Homo debitor, que se ve precipitado en la necesidad de la deuda para comprar. La importancia de la deuda en el neoliberalismo, la explica Maurizio Lazzarato en La fábrica del hombre endeudado. Estar en deuda es la condición general para la vida social. Sobrevivimos endeudándonos y vivimos bajo el peso de pagar nuestras deudas. La deuda nos controla, disciplina nuestro consumo, nos impone la austeridad y dicta nuestros ritmos de trabajo y nuestras elecciones. La deuda nos hace responsables y culpables por haberla contraído. Y además hay una sorprendente paradoja, aunque estemos endeudados, el capitalismo nos anima a consumir sin parar, por ello nuevos préstamos, y así cada vez más encadenados a la deuda. En definitiva, la deuda es una fuente de sumisión para una gran mayoría de la población. Y para los Estados. Y por último, el Homo numericus, dimensión en que todo se cuantifica, para prever comportamientos, para emitir diagnósticos y, sobre todo, para hacer evaluaciones. Las notas son lo importante para competir con el alumno de enfrente, que es ya un enemigo. La educación como inversión financiera se antepone al derecho de la educación; la escuela, el instituto, la universidad como empresa sustituye a la comunidad democrática y solidaria, y el profesario –nuevo término que fusiona los roles de docente y empresarial– sustituye al maestro.

Nosotros como consumidores, deberíamos ser conscientes que tenemos un gran poder en nuestras manos para cambiar las políticas económicas neoliberales, que tanto sufrimiento humano están generando. Se está produciendo un movimiento a nivel empresarial, iniciado y liderado por pequeñas y medianas empresas de los Estados Unidos y seguido en otros países como Chile o Canadá, basado en un modelo de empresas de triple balance o triple criterio, los tres igual de importantes: la obtención de beneficios, el respeto a las personas (proveedores, trabajadores y consumidores) y al medio ambiente. Sin embargo,  hoy en las empresas, sobre todo en las multinacionales, sólo cuenta el beneficio para los accionistas, aunque ello suponga maltratar: a los proveedores imponiéndoles unas condiciones draconianas a los suministros; a los trabajadores con reducciones salariales, despidos, deslocalizaciones; a los consumidores con los precios, la desatención por la escasez de personal y la obligatoriedad del autoservicio; a la sociedad en su conjunto con la evasión fiscal; y el destrozo brutal del medio ambiente, aspecto este en el que sobresalen las empresas de los combustibles fósiles. Este nuevo movimiento empresarial por un capitalismo con criterios éticos es todo un reto. En nuestras manos como consumidores está la posibilidad de que este movimiento vaya a más. Diferentes organizaciones surgidas de la sociedad civil, como asociaciones de consumidores, de jubilados, de jóvenes o de barrios podrían exigir anualmente a las empresas informes del grado de cumplimiento de los tres balances para su posterior divulgación y conocimiento por la ciudadanía. Y en función de ellos llevaríamos a la práctica nuestro consumo. No obstante, hasta que la sociedad organizada ponga en marcha estas exigencias, individualmente hoy podemos ser consumidores responsables. La democracia no solo es votar, también se juega en nuestra vida en sociedad, en nuestra manera de vincularnos con los demás, en nuestra manera de consumir. ¿Acaso nuestra capacidad de acción y de responsabilidad frente a problemas como el cambio climático o la pobreza se concentran únicamente en el voto? También somos ciudadanos cuando consumimos, cuando nos trasladamos, o cuando elegimos cómo usar el dinero que ahorramos. Estos actos tienen consecuencias en la comunidad y, por tanto, contribuyen a un tipo  de sociedad más justa, más solidaria y más sostenible.

Algunas reflexiones sobre la locura consumista del “Black friday”