viernes. 29.03.2024

Votar el 20N para no lamentarnos el 21N

El último llamamiento de esta campaña debe dirigirse a los que comparten valores de progreso pero que aún no han decidido el sentido de su voto, incluso si van a votar o no. Son muchos los que están en esta tesitura. Y su comportamiento el próximo domingo será crucial para el resultado electoral y para el futuro del país.

El último llamamiento de esta campaña debe dirigirse a los que comparten valores de progreso pero que aún no han decidido el sentido de su voto, incluso si van a votar o no. Son muchos los que están en esta tesitura. Y su comportamiento el próximo domingo será crucial para el resultado electoral y para el futuro del país.

Ante todo hay que manifestar un respeto escrupuloso ante la decisión que adopte cada cual en uso de su libertad. Faltaría más. Sin embargo, sí nos atrevemos analizar el alcance de algunos de los argumentos que pueden estar manejándose de cara a aquella decisión.

La primera tentación es la del “cambio”. Si con estos la cosa ha ido mal, ¿por qué no probar con los otros? Quizás la simple alternancia tranquilice a los mercados y hace volver la confianza para la inversión y el empleo. Tiene sentido. Pero no funciona. No ha funcionado así en ningún sitio. Británicos y portugueses cambiaron gobiernos socialistas por gobiernos de derechas, y hoy siguen teniendo crisis y paro, más incluso, con el agravante de los recortes sociales drásticos. Ni tan siquiera los nuevos gobiernos “técnicos” de Italia y Grecia han evitado la escalada del coste de la deuda en estos países. No, el simple cambio no arregla nada, y si el cambio es a peor, los problemas se agravan.

La segunda tentación consiste en admitir aquello de que “dinero llama a dinero”. Puede que con un gobierno de derechas los más pudientes se animen a invertir y la economía vuelva a tirar. Tampoco funcionará. Primero porque la razón que hoy obstruye la inversión privada no tiene nada que ver con el color político de los gobiernos, sino con la estrangulación del crédito. Y segundo porque el PP ya ha anunciado que recortaría la inversión pública y el gasto social, con lo que la actividad empresarial y el consumo privado estarían condenados a la inanición. No, con este programa el dinero se quedaría en las cajas fuertes.

Todavía hay una tercera tentación: la del “castigo”. Me han defraudado, los problemas no se han resuelto, y el domingo les castigaré quedándome en casa o votando por alguna sigla de la izquierda estética que solo aspira a la oposición. Cuidado, porque el castigo puede infligirse sobre los intereses y los derechos propios. Si el PP hace “lo que hay que hacer”, conforme anuncia Cospedal, “recortando en todas las partidas”, como avisa el propio Rajoy, el PSOE se lamentará, pero también habrán de lamentarse todos aquellos que no hicieron lo posible por evitar el sufrimiento propio del despido gratis, la desregulación laboral, el copago sanitario, la degradación de la escuela pública y la revisión a la baja de las prestaciones por desempleo.

En democracia no cabe la llamada al miedo. No hay que temer la decisión democrática de los ciudadanos. Pero sí cabe una llamada dramática a la reflexión y a la defensa de los valores propios, porque lo que está en juego afecta a los cimientos mismos de nuestro modelo de convivencia. Y porque mañana podemos arrepentirnos por no haber reflexionado lo suficiente, o por no haber sido consecuentes con nuestros propios principios.

Una reflexión racional ha de distinguir entre los programas y las intenciones de unos y otros. Rubalcaba quiere resolver la crisis, combinando la austeridad en las cuentas públicas con un programa ambicioso de inversiones que recupere actividad económica y empleos. El PSOE quiere subvencionar el empleo y blindar los derechos sociales de los españoles exigiendo más impuestos a los bancos, a las grandes fortunas y a las rentas del capital. Pero el PP solo quiere aprovechar la crisis para llegar al poder y aplicar el programa que le dictan los poderosos, rebajando los impuestos a quienes más tienen y recortando los derechos de los que más necesitan.

Dejar que gobierne la derecha, por la retirada voluntaria de la mayoría progresista, supondría una irresponsabilidad de magnitud histórica. Precisamente en el momento en que se reivindica con más fuerza y legitimidad una democracia mejor, es cuando se nos aparece el riesgo cierto de una concentración brutal de poder en unas solas manos. ¡Y qué manos! Porque la historia y las intenciones confesas de esta derecha española permiten anticipar desde el acoso a la tarea sindical hasta la derogación de la ley que permite a las mujeres decidir sobre su propia maternidad, desde la privatización de los hospitales hasta la conversión de la enseñanza pública en un simple aparcadero para pobres e inmigrantes. Y no es interpretación malévola. Ahí están las prácticas populares en Madrid, en Valencia o en Castilla-La Mancha para atestiguarlo.

Aún hay tiempo, tanto para la reflexión como para la pelea por los valores de progreso. Si los progresistas somos más en este país, la derecha no puede tener más votos el próximo domingo.

Votemos socialista el 20-N, aunque solo sea para no tener que recordar en poco tiempo a la célebre madre de Boabdil, el último rey moro de Granada, cuando tuvo que reprochar a su hijo aquello de “No llores hoy lo que ayer no supiste defender”.

Votar el 20N para no lamentarnos el 21N
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