jueves. 28.03.2024

Franco, el genocida, en las entrañas

NUEVATRIBUNA.ES - 17.5.2010Durante todo el siglo XIX, los intentos revolucionarios o reformistas para establecer en España un régimen constitucional tropezaron siempre con la hostilidad de quienes ostentaban privilegios o aspiraban a ellos mediante enlaces matrimoniales ad hoc.
NUEVATRIBUNA.ES - 17.5.2010

Durante todo el siglo XIX, los intentos revolucionarios o reformistas para establecer en España un régimen constitucional tropezaron siempre con la hostilidad de quienes ostentaban privilegios o aspiraban a ellos mediante enlaces matrimoniales ad hoc. Terratenientes, militares, clérigos, industriales y financieros que habían hecho grandes fortunas gracias a un régimen que fomentaba la explotación, dinamitaron cualquier proyecto modernizador, haciendo que todo volviese al lugar de origen. La revolución de 1868 y la Primera República pudieron ser para nosotros lo que la Tercera República significó para Francia, sólo que aquí, perdiendo, ganó la reacción. Una oligarquía apolillada acostumbrada a vivir sobre los demás, una burguesía débil y acomodaticia, una iglesia insumisa y un ejército indisciplinado hasta lo indecible, lograron doblegar a un pueblo paupérrimo y analfabeto contra su voluntad y a una diminuta burguesía que se había atrevido a dejar los sillones para echarse a la calle del brazo de los más menesterosos, aunque con objetivos diferentes. En eso llegó Martínez Campos para poner fin a lo que para él era sólo desorden, y Cánovas del Castillo para idear un sistema político que, con apariencia democrática, sirviese para maniatar al pueblo y mantener las cosas como siempre habían estado.

Cánovas del Castillo, político reaccionario que desconfiaba más del pueblo que de la teoría de la evolución, fue uno de los cínicos más grandes que ha dado nuestra historia contemporánea, llegando a proponer que figurase como primer artículo de la Constitución de 1876 aquello de que “es español todo aquel que no puede ser otra cosa”. Anécdotas aparte, el sistema político inventado por Cánovas para acabar con los “desórdenes” -no con el hambre, ni con los privilegios, ni con el analfabetismo, ni con el despotismo, ni con el clericalismo, todo lo contrario-, se basaba en el turno pacífico en el poder de dos partidos, el liberal y el conservador, que periódicamente, sin tener en cuenta para nada el voto de los ciudadanos, se alternarían en el Consejo de Ministros y en los Consejos de Administración de las grandes empresas españolas y extranjeras que operasen en el país. Cesado Allende-Salazar, pasaba a presidir una compañía de ferrocarril, dimitido Romanones, a la Compañía Minera del Rif, y así sucesivamente para luego volver al principio. Toda esa estructura de poder en las alturas, construida para consolidar la monarquía como régimen eterno, inalterable e indiscutible por la Gracia de Dios Todopoderoso, se sostenía en provincias sobre una red caciquil que abarcaba todos los aspectos del vivir diario, desde el sufragio, hasta las levas forzosas para Cuba o Marruecos, pasando por el trabajo, la convivencia conyugal o la simple posibilidad de sobrevivir. De tal manera que quien quería subsistir sin tener “pedigrí”, evadir a sus hijos del avispero de Marruecos, hacerse una casa, tener luz, evitar que su hija fuese legalmente violada o ser apaleado tenía que gozar de la “protección” del cacique de turno, bien por vía directa, bien por vía indirecta; de tal manera que se mandaron a miles de jóvenes pobres a morir en Cuba, Filipinas y Marruecos, que se construyeron puentes donde no había ríos y no se construyeron dónde si los había, que la ley de Dios habitó entre nosotros negando la ciencia, que apenas se construyeron escuelas públicas, que los ricos se hicieron mucho más ricos y los pobres mucho más pobres e ignorantes, teniendo que encomendarse a la obediencia debida, a la resignación cristiana y a la picaresca consentida para poder seguir con los pies en el suelo.

Las prédicas de los prohombres republicanos y de los primeros dirigentes obreros, comenzaron a calar en un sector de la clase trabajadora que terminaría por rebelarse contra la gran falsa canovista. La dictadura de Primo de Rivera no fue sino el canto del cisne de un régimen sanguinario y perverso que en 1923 no era más que un cadáver. La Segunda República quiso, mediante la educación y un proceso reformista integral, acabar con todo ese orden putrefacto, pero de nuevo la Santa Alianza –esta vez formada por Alemania, Italia, Francia e Inglaterra- acudió en ayuda de los buenos creyentes, instaurando en España el nacional-catolicismo, uno de los regímenes políticos más esencialmente crueles y corruptos de nuestra historia. La llegada de la democracia borbónica despertó muchas expectativas, pues para quien sale de las tinieblas cualquier atisbo de luz es suficiente para el gozo. Y se hicieron cosas, muchas, no se puede negar, pero la transición ahogó algunas de las más importantes, dejándolas aplazadas “sine die”. Nadie se ocupó de condenar el genocidio y a los genocidas, condición sin la cual la democracia nunca adquiriría de pleno derecho el rango de tal; nadie de escrutar –ahí están los libros de Mariano Sánchez Soler sobre el particular- los orígenes de las grandes fortunas de la dictadura, lo que posibilitó que muchos de aquellos magnates y sus sucesores acrecieran sus riquezas y sigan estando hoy en el núcleo duro del poder político, industrial y financiero, utilizando las practicas mafiosas que también aprendieron sus padres y abuelos durante la Restauración y el franquismo; nadie quiso saber de los desaguisados urbanísticos y paisajísticos cometidos durante aquel periodo, dando una amnistía general de hecho a todos los canallas que destruyeron nuestras costas, nuestros bosques y nuestro patrimonio monumental y urbano; nadie quiso educar al pueblo como el pueblo se merece, en libertad, y nadie, por tanto, de llevar a cabo una reforma plena de la justicia que impidiese ejercer ese poder estatal fundamental a los sucesores de los verdugos y situase en su lugar a demócratas convencidos y preparados para acometer todos los desafíos que la terrible herencia planteaba: Ahora ya sabemos sus consecuencias, Garzón, que se empeñó a fondo en la lucha contra el narcotráfico, la tortura, la corrupción y la impunidad de los franquistas, puede ser el primer exiliado de esta democracia, mientras los franquistas, bien pertrechados en las cimas de la judicatura, demuestran sin ningún pudor que el verdadero poder es suyo e intocable.

Entonces, ¿de qué sorprenderse porque Francesc Camps tenga un sastre generoso y gobierne la Comunidad Valenciana con el voto y el aplauso fervoroso de muchos de quienes la habitan? ¿Qué hay de malo en que Carlos Fabra, descendiente de presidentes de las diputaciones de Castellón desde tiempos de Jaume I El Conqueridor, haya resistido a siete jueces y otros tantos fiscales que no han sido capaces de toser en su presencia? ¿A qué viene escandalizarse por los proyectos míticos, dilapidadores e inútiles de un hombre tan cartagenero, simpático y moreno como Zaplana, a quién la Providencia y Alierta recompesaron con un trabajo en Telefónica -empresa monopolística privatizada en su totalidad por Aznar y cuyo presidente sigue siendo el mismo que nombró el sabio políglota de Georgetown que se mesa la melena mientras da lecciones sobre como salir de una crisis que contribuyó a crear con la mayor de las irresponsabilidades- por el que cobra varios cientos de miles de euros? ¿Por qué clamar al cielo cuando decenas de Alcaldes “democráticos” han sido acusados de corrupción y sus conciudadanos en vez de arrojarlos por un barranco, los han jaleado y votado con más entusiasmo que nunca? ¿Por ruborizarse al oír la palabra Trillo? ¿Por qué indignarse cuando comprobamos como han dejado nuestras ciudades, costas, campos, huertas y montañas los especuladores con el permiso de los gestores públicos de urbanismo? ¿A qué viene protestar porque los políticos populares –aunque los hay de todos los colores, pero en menor grado- hayan convertido la cosa pública en cosa privada con la anuencia del pueblo soberano? ¿Por qué dolerse de la complicidad de una parte ineducada del pueblo, al que no han enseñado a saber la diferencia que hay entre valor y precio, en el proceso de corrupción y especulación que ha contribuido a destrozar el país, agravando la crisis que vino del otro lado del Atlántico?

Sí, se hicieron, se han hecho muchas cosas. España apenas se parece a aquel país de mierda que era en 1977, pero no se cortó por lo sano, no se apartaron las manzanas podridas por el virus del franquismo y los hábitos de aquel régimen, su codicia destructiva y castradora, su corrupción, de nuevo están entre nosotros, quién sabe sin en nosotros mismos.

Aquellos barros trajeron estos lodos, pero mientras en otros periodos la economía se podía manejar dentro de los Estados, hoy los trasciende y mientras el poder político de los Estados sigue anquilosado en el pasado al no haber sido capaz de crear estructuras supraestatales sólidas, los dueños del dinero si las han creado y campean por todo el orbe dictando normas inaceptables para la ciudadanía, inaceptables, suicidas, incluso para ellos a largo plazo pues es condición sinecuanon para la subsistencia del sistema de explotación actual que los ciudadanos consuman, y no van por ahí los tiros. Sería este un momento adecuado para cambiarlo todo, para una regeneración ética definitiva, pero, ¿estamos preparados para acometer los sacrificios necesarios para ese cambio? ¿Estamos dispuestos a levantarnos del sillón para decir a los canallas de todo el mundo –desde quienes juegan con nuestros dineros y derechos como si esto fuese un gran casino hasta aquellos franquistas que se han atrevido a suspender y procesar a Garzón por abrir causa contra la impunidad franquista- que su tiempo se ha acabado?

Pedro L. Angosto.

Franco, el genocida, en las entrañas
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