jueves. 28.03.2024

Entre el caos y un federalismo conservador y colonial

Una vez más, el Consejo Europeo ha tomado decisiones provisionales, incompletas, remitidas a nuevas decisiones, opacas y poco transparentes que los ciudadanos no entienden.

Una vez más, el Consejo Europeo ha tomado decisiones provisionales, incompletas, remitidas a nuevas decisiones, opacas y poco transparentes que los ciudadanos no entienden. En esto tendrían que tomar ejemplo de la manera en que las autoridades suecas afrontaron su crisis financiera en 1992: el gobierno sueco forzó a los Bancos a una transparencia total e inmediata sobre sus posiciones de riesgo, una autoridad independiente realizó a continuación una separación entre los buenos y los malos activos en posesión de los Bancos, y los que podían ser salvados fueron recapitalizados por los accionistas privados y, si era necesario, por el capital público o nacionalizados. Tal gestión eficaz y transparente permitió que, en 1994, volvieran los créditos y el crecimiento. El Estado aportó el equivalente al 4% del PIB para sostener a los Bancos –de lo que recuperó un 2% gracias a las plusvalías de la participación en la gestión de los Bancos afectados-. Un modelo muy diferente al que adoptaron los japoneses y al que están adoptando los europeos, caracterizado por la opacidad.

Mientras que Sarkozy dice que el futuro de Europa se juega en los siguientes diez días, el resultado de la cumbre ha parido, de nuevo, un ratón. Quizá porque en la UE siempre se piensa que de las crisis Europa sale reforzada.

Se ha convertido en un tópico la idea de que la Unión Europea avanza a golpe de crisis. Y que cuanto más profunda ha sido ésta mayor ha sido el salto que ha dado Europa hacia su integración. Como decía el poeta Höderlin, “donde crece el peligro, crece también la salvación”. Una especie de optimismo, casi un fatalismo, que se repite como un mantra en los cenáculos europeos ante una crisis de la construcción europea que es la más grave a la que se ha enfrentado desde su creación.

Los más optimistas creen que, paradójicamente, van a ser los mercados financieros los que van a terminar haciendo lo que se debió hacer al tiempo que se creaba el euro: una verdadera unión política. Los más pesimistas opinan que lo que se hizo con el euro fue querer que la realidad (países con sistemas económicos enormemente diversos) se adaptara a una idea (la moneda única). Y que eso no puede funcionar, por lo que ésta especie de seudo-soluciones que salen de las sucesivas cumbres europeas nunca solucionan nada del todo y sólo logran ganar tiempo. A costa de imponer crecientes sacrificios a las poblaciones de los países más débiles, lo que amenaza con que a la crisis de económica y social se añada una profunda crisis política, como pueden estar adelantando los movimientos de contestación y de rechazo a las instituciones políticas.

Los más realistas consideran que la UE se encuentra entre el dilema de la descomposición o de dar un gran salto hacia delante en su integración política, económica y social. O bien se da ese paso adelante o bien la Unión está abocada a dar tres pasos hacia atrás: primero, la ruptura de la Unión monetaria, a continuación se vendrá abajo el mercado interior y después la unión aduanera. Un retroceso al nivel nacional, pero en un mundo mucho más globalizado. Los mojones sobre los que se ha ido construyendo una Europa fundada siempre sobre la economía –desde la puesta en común de la política del carbón y del acero en 1951, el Mercado común, creado mediante el Tratado de Roma de 1957, completado por el Acta Única de 1986 y todo ello coronado por el euro en 1991 con el Tratado de Maastricht– se terminarán resquebrajando.

Pero no está en absoluto asegurado que los 27 Estados miembros de la UE sean capaces de alumbrar ese enorme salto hacia delante que salvaría a la Unión. Es cierto que, finalmente, Francia y Alemania parecen haber asumido el enorme riesgo que, también para ellos, y sobre todo para Alemania, supondría la implosión del euro. Pero la adopción de medidas constructivas no les resulta fácil de articular, tanto por razones institucionales como funcionales. Desde el ángulo institucional, la Europa a 27 miembros tiende a alejarse del modelo de soberanía compartida para inclinarse hacia al modelo competitivo. Y desde la perspectiva funcional, cada vez resulta más difícil gestionar políticas ambiciosas sin la arquitectura política correspondiente. La UE funciona en negativo, pero no es capaz de funcionar en positivo.

Quien tiene la legitimidad democrática, los Estados, no tiene los instrumentos (de política económica) y quien tiene los instrumentos, la Unión, no tiene legitimidad ni medios suficientes. De lo que resulta una disociación entre los objetivos económicos y los políticos. Al no estar enmarcada en un proyecto político, la lógica de los medios instrumentales –estabilidad monetaria, libre competencia, equilibrio presupuestario– se convierte en el fin, en “el proyecto”. El núcleo de la construcción europea lo constituye las reglas doctrinales -dogmáticas y con una lógica liberal- de la política monetaria, de la política de competencia y de la política presupuestaria. Estas reglas económicas son autónomas de las decisiones políticas.

En suma, es necesario reconstruir Europa, acabar con sus enormes asimetrías. Asimetrías entre reglas económicas y decisiones políticas; entre cesión de soberanía (monetaria, por ejemplo) desde los ámbitos nacionales a los europeos, sin la creación de instrumentos políticos para gobernarla; entre la construcción del mercado único y el escaso desarrollo de las normas sociales y laborales; entre la ampliación de la Unión y el aumento de las desigualdades; entre la pretensión de alcanzar objetivos muy ambiciosos y el raquitismo presupuestario. Por el desequilibrio entre los procesos de ampliación y los de integración. Y por la distancia entre las decisiones económicas y las decisiones democráticas.

Sin duda, la “salvación” tiene que venir por más Europa, más federalismo. Pero no un federalismo conservador y neoliberal que tiene por principal objetivo desmantelar el Estado de Bienestar. Ese es el federalismo al que, a trancas y barrancas, están avanzando, impulsados por Alemania y con el acompañamiento de Francia, el Consejo y la Comisión Europea.

La verdadera solución tiene que venir de un federalismo keynesiano y de impronta socialdemócrata. Pero, para ello, haría falta que la izquierda europea tuviera un proyecto de reconstrucción europea diferente. Un proyecto que, hoy por hoy, brilla por su ausencia.

Resulta, por ello, bastante surrealista el debate electoral español sobre quien es el partido que va a defender mejor el Estado de Bienestar, cuando ninguno de los dos partidos mayoritarios pone en cuestión las políticas que se están imponiendo desde la UE –de forma cada vez menos democrática y colonial– a los países periféricos para que desmonten el reducido Estado social del que disponen.

Entre el caos y un federalismo conservador y colonial
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