miércoles. 24.04.2024

Crisis económica, final del marginalismo

Esta crisis se ha llevado en Europa y en otras partes del mundo muchas cosas: empleos, esperanzas, vidas. Los políticos, sus ministros de economía...

Esta crisis se ha llevado en Europa y en otras partes del mundo muchas cosas: empleos, esperanzas, vidas. Los políticos, sus ministros de economía y asesores han fracasado, primero por no evitar la crisis, las hipotecas subprime, los hedge funds, los crédit default swap, la especulación privada y la bancaria. Pero también ha fracasado algo que parece menos importante pero que ha resultado letal. Me refiero a las concepciones y creencias económicas neoclásicas, marginalistas, austríacas, sustento de la mera ideología neoliberal. Muchas de estas cátedras y profesores y catedráticos debieran estar en el paro por su fracaso. El marginalismo, lo neoclásico en el campo de la teoría económica y su correlato en el campo de la ideología, es decir, el neoliberalismo -sea en su versión pura o en la intervencionista a favor de lo privado- han fracasado: ni previeron la crisis ni han sabido –o querido- atajarla. Hay Nobeles –Robert Lucas, Thomas Sargent y sus teorías de las expectativas racionales– que debieran devolver su premio por lo desatinado de la academia en otorgarles tal galardón. Lo neoclásico –y lo neoliberal– abomina de lo público, aunque luego utilicen lo público –la teta del Estado, es decir, los impuestos– para resolver sus problemas. Creen –la fe mueve montañas– que el sólo mercado resolverá los problemas económicos a pesar de que la realidad astille sus obcecadas cornamentas. La teoría económica en que se apoya semejante contradicción entre teoría y realidad es la microeconomía que se estudia en las universidades de todo el mundo y la teoría del equilibrio general. La micro aún nos dice que el mundo feliz se alcanzará cuando los precios se igualen a los costes marginales de cada producto, los salarios se paguen de acuerdo con el valor de sus productividades marginales y los consumidores gastan sus rentas según sus utilidades marginales. Ya, pero la realidad es otra. El 99,99% de los empresarios del mundo no saben que es un coste marginal ni una productividad marginal. Pero, aun cuando lo supieran conceptualmente, no podrían calcularlas en su inmensa mayoría porque ello supondría tener formalizadas relaciones funcionales entre costes y precios y entre salarios y productividades marginales a través de funciones que reflejaran la realidad de su empresa y, quizá también, del sector. Nada de eso existe salvo en el mundo feliz de algunas cátedras y algunos textos. Peor aún, porque ya hace tiempo que se acotó en qué circunstancias esos posibles modelos podrían dar esos precios y esos salarios. No deberían darse lo que se llamó en su día fallos de mercado, que en realidad eran características de mercado: efectos externos, información incompleta, sesgada y asimétrica, existencia de bienes públicos, rendimientos crecientes, ausencia de competencia perfecta, etc. Se da la paradoja que estos modelos pueden servir como guía de una posible planificación (Oskar Lange, Teoría Económica del Socialismo) y no para un análisis de la realidad. Los modelos de equilibrio general, surgidos desde Walras hasta llegar a los de Arrow, Debreu o Balasko, ponen en evidencia precisamente el porqué no sirven para analizar la realidad, incluso a pesar de las posibles intenciones de sus autores. Lo curioso es que nos dan recetas de qué no debemos hacer. La micro convencional –salvo el instrumental del análisis de los mercados– no sirve para analizar la economía en su conjunto precisamente porque el núcleo duro de su análisis son los mercados. Este instrumental –de acuerdo con la concepción de Joan Robinson, unas de sus críticas junto con Piero Sraffa- se ha quedado varada en el tiempo. Nació de los economistas clásicos ingleses A. Smith, D. Ricardo, S. Mill, T. Malthus, etc., y alcanzó su cenit con Alfred Marshall (1842-1924). Altura intelectual, pero ya entonces poco tenía que ver con la realidad. Estudiando a Marshall –qué remedio– sacó Joan Robinson la conclusión de que los principios de la economía –ya no economía política– eran una mera caja de herramientas. Ello suponía el final de la pretensión de que el análisis económico fuera una ciencia. Por otro lado, otro de sus aspectos nucleares que era la teoría del capital ya fue refutada por los dos mencionadazos autores y otros muchos –Kaldor, Dobb, Garegnani, Bhaduri, etc. – por sus propias contradicciones internas, de tal forma que hasta el propio Paul Samuelson tuvo que reconocer implícitamente su derrota más o menos a regañadientes con su función subrogada de producción. Podría alargarse hasta el infinito o casi los argumentos para refutar los fundamentos del análisis marginalista y, a pesar de todo, constituye la base, del análisis económico que se explica en el mundo universitario en el planeta. Imaginemos lo que supondría para la ciencia que se siguiera explicando la combustión gracias al calórico, la existencia del éter para la constancia de la velocidad de la luz (contracción de Lorentz), el movimiento de nuestro planeta con el geocentrismo o la biología con la creación espontánea. La ciencia, al menos como explicación de lo físico, sus movimientos y sus características, sería inútil. Pues ahí siguen cátedras, profesores y catedráticos neoliberales, explicando el disparatado marginalismo con sueldos pagados con nuestros impuestos. Por más increíble que le parezca al lego de estas materias, el análisis neoclásico-marginalista no concibe que puedan existir las crisis económicas y, menos aún, los ciclos económicos, razón por lo cual no tienen recetas para ello, no está previsto en los manuales. Y menos aún si para ello tiene que intervenir el Estado asegurando una demanda efectiva que favorezca la creación de empleo (ver La economía postkeynesiana, Marc Lavoie, 2005). Sí, al menos nos queda la macro de origen keynesiano y kaleckiano, aunque sea la versión adulterada que es el modelo de equilibrio IS-LM (ver la crítica de Pasinetti en Crecimiento económico y distribución de la renta). Pero los que gobiernan y sus asesores han omitido a Keynes en sus recetas económicas porque luchar contra la crisis y los ciclos a costa de distribuir la renta a favor de los más necesitados no está en su ideología, sino todo lo contrario. En efecto, mantener la demanda agregada de un año para otro con un aumento del gasto público –condición necesaria para no caer en una contracción económica- es contraria a los principios neoliberales, aunque no les repugne la utilización de los impuestos para solventar sus crisis particulares (Freddic Mac, Fannie Mae, AIG, rescate de Bear Stearns por J.P. Morgan pero con la ayuda de la Reserva Federal; en España, 41.000 millones para la banca a través del FROP, es decir, con la garantía del Estado, es decir, de nuestros impuestos).

            Los fundamentos de la micro convencional y su exaltación formal que es la teoría del equilibrio general parten de la definición de Lionel Robbins (1898-1984): “la economía estudia el comportamiento de los seres humanos encaminado a la satisfacción de sus necesidades con medios escasos susceptibles de usos alternativos” (Essay on the Nature and Significance of Economie Sciencie, 1932). En su articulo seminal, Robbins analiza todos los componentes de su definición y llega a la conclusión de que si falta algunos de estos componentes –o condiciones, según se mire–, no habría problema económico. De esta definición al modelo axiológico de equilibrio general no hay más que un paso –aunque parezca difícil–: sólo queda aplicar un poquito de matemáticas (teoremas del punto fijo) y el alumbramiento se producirá. En Balasko (General Equilibrium Theory of Value, 2011) se recogen algunas mejoras del modelo de los últimos años, pero en esencia el disparate sigue intacto. Es verdad que en la definición de Robbins comienza con la consideración de que la economía estudia comportamientos, es decir, es una sociología, pero luego acaba disparatando en un punto esencial: lo de los medios escasos. Gran tópico, porque la mayoría de los bienes y servicios que consumimos son bienes reproducibles. Sólo son escasas las obras de arte y poco más. Al menos no habrá escasez hasta pasados varios siglos en las fuentes de energía, que puede considerarse el paradigma de la escasez. Otra cosa es que los recursos energéticos, el agua potable o embotellada, buena parte de los recursos agrícolas estén en manos de grandes empresas y multinacionales que escasean su oferta para mantenerla rentable. El segundo error de la definición de Robbins es que no aparece la producción, ni el crecimiento, ni los posibles aumentos de productividad mediante la introducción de las mejoras técnicas. Es una definición que sólo le sirve al naufrago Robinson Crusoe que llega a una isla solitaria y debe asignar su tiempo en las diferentes actividades para optimizar sus posibilidades de sobrevivencia. Nada que ver con las complejidades de las sociedades modernas y, sin embargo, se ha puesto el caso del desgraciado Crusoe para ejemplificar las bondades de la teoría económica marginalista. Un disparate intelectual que no merecen –no merecemos– los que estudian economía en las facultades. Por último no resulta ni siquiera comprensible que no constituya un problema económico si los medios o los productos finales no son susceptibles de otros posibles usos, porque para el que lo produce –la empresa, el trabajador– le provocan los mismos sacrificios, los mismos riesgos, tanto si son de empleo único como si no. Decía el mencionado Oskar Lange que la economía estudios la administración de los recursos que satisfacen necesidades y que ahí acababa la tarea del economista. Me parece acertada esa definición. Parecería que no hubiera alternativa a estos errados fundamentos de la tarea del economista o del objeto de estudio de la economía y sí la hay. Al menos está en Sraffa. De su obra (Producción de mercancías por medio de mercancías) podemos concluir la siguiente definición: el objetivo de la economía es el estudio del excedente, de sus límites, de su distribución, referido siempre a los bienes reproducibles. El excedente sería la diferencia entre lo que se produce y los medios necesarios para producirlo. La diferencia es la suma de los salarios y de las ganancias. Por supuesto que la definición puede precisarse y formalizarse, y este periódico digital tiene un apartado de artículos referidos al gran economista italiano que no recibió ningún Nobel (y pudo ocurrir porque murió en 1983). Hay tres aspectos esenciales en Sraffa que mejoran con mucho los fundamentos de Robbins. Para Sraffa los precios se forman mediante un margen (mark up) sobre los costes, cosa que hacen todas las empresas y comerciantes de cualquier parte del mundo; para Sraffa no valen el estudio de un sector o de un mercado aislado, sino la economía como un todo por los efectos indirectos que se producen entre sectores, cosa que ha revelado descriptivamente el análisis input-output de Leontief; para Sraffa el capital no es más que medios de producción que alguna vez han sido producidos por la mano directa de los hombres y mujeres, no es un recurso más que pueda ponerse en pie de igualdad con el trabajo y que pueda justificar su retribución sin más, aunque tenga una amortización precisamente para renovar los medios de producción. Sólo por estos tres aspectos de la obra de Sraffa –por no hablar del realismo al pasar de la producción simple a la producción conjunta o la diferenciación entre bienes básicos y no básicos– mercería el economista italiano figurar en el frontispicio de los fundamentos del análisis económico. Por supuesto que la obra de Sraffa ha de generalizarse, mejorarse y completarse, pero esos debieran ser los fundamentos. No ocurre y Sraffa ha sido deliberadamente omitido, silenciado por la supuesta heterodoxia que es lo neoclásico-marginalista, y en esos fundamentos marginalistas están productividades marginales, utilidades marginales y costes marginales: Alicia en el país de las maravillas, que nos obligan a aceptar que ese país de las maravillas es compatible con una distribución de la renta en el que el 1% de la población tuviera el 99% de la renta y el 99% restante tuviera, lógicamente, el también 1% restante. En definitiva, un país marginalista donde quedaran marginados –quizá por eso aún sea útil llamar marginalista al disparate que aún se estudia en las universidades- el 99% de las bondades, no ya de las riquezas y grandes fortunas, sino del simple Estado de Bienestar. Y a eso aspiran los Bush, Merkel, Cameron, Rajoy, Berlusconis que gobiernan –o han gobernado- algunos países de la Tierra. Afortunadamente en la América Latina se está levantando contra estos intentos, tirando al fango del fracaso histórico el paradigma marginalista, a sus justificadores y sus consecuencias; en otras latitudes como la China actual no han caído en la dictadura del mercado aunque, por desgracia, no han salido de la dictadura política. El camino no está exento de dificultades, propias y ajenas, pero ese es el camino: considerar que el crecimiento y la distribución han de ir paralelas y no una rezagada respecto a la otra; que el Estado ha de jugar un papel fundamental en el desarrollo económico y el mantenimiento del empleo y lo público (sanidad, educación, etc.), a la vez que hay que evitar que se convierta en un Estado subvencionador de lo privado o socializador de pérdidas, también privadas o, simplemente, particulares.

Crisis económica, final del marginalismo