viernes. 29.03.2024

Tiempos oscuros

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Toda patria necesita, para nacer, un enemigo y un montón de muertos que la hagan grandiosa. Toda patria es antropófaga. Por eso, quizás, a muchos no nos gustan las patrias.

Los que señalan los males del nacionalismo español mientras se envuelven en la bandera de España, dice una amiga, deben creer que su patriotismo es natural. Que crece en los árboles. Que no es, como todos, una construcción cultural con fecha de caducidad.

Efectivamente, toda patria es, por definición, una franja de tierra que, durante un periodo limitado de tiempo, se ha segregado de la totalidad a base de guerras y mitos fundacionales que son poco o nada verdaderos. Toda patria necesita, para nacer, un enemigo y un montón de muertos que la hagan grandiosa. Toda patria es antropófaga. Por eso, quizás, a muchos no nos gustan las patrias.

Oír gritar estos días —como se ha oído— a un catalán “putos españoles” o a un madrileño “putos catalanes” me parece el principio del fin. Porque cuando empezamos a pensar en colectivo, a señalar a una totalidad sin diferenciar los individuos que la conforman, estamos más cerca de perder la poca razón que nos hace humanos.

Sumen a esto la ola represiva que vive España —de la que el reciente auto del juez Llarena no es una muestra menor— y entenderán que a muchos nos empiecen a entrar ganas de exiliarnos también. Antes de que vengan a por nosotros por no ser lo suficientemente españoles o catalanes. Por no creer en este sistema o cuestionar su Statu Quo. Por creer que los diez mil millones que se van a gastar en armas podrían gastarse en pensiones y otros servicios. O sencillamente, por blasfemos.

En términos generales y escrito con la brocha gorda, España se ha vuelto un lugar donde ejercer la libertad es cada vez más difícil y puede hasta salir muy caro. Y es un consuelo muy pobre saber que en otros lugares están peor. O que nosotros estuvimos peor hace unos siglos.

Pero tampoco hay que engañarse. Esta ola represiva, a la que no es ajena Europa y otras regiones del mundo, ha sido elevada por el fervor y el miedo de millones de votantes. De personas que para sostener su identidad amenazada por la globalización necesitan, como decíamos, a su rebaño y a un enemigo. Al pueblo rival. A un otro “distinto” al que acusar de los veloces cambios de un mundo que amenaza con dejarlos atrás. Y que no comprenden.

Ha sido elevada, también, por la falta de proyecto de una izquierda que sigue naufraga entre los escombros de la URSS y del muro de Berlín.

Mientras ambas cosas no cambien, toda llamada a la racionalidad y el diálogo será como cargar en balde contra una pared. O a lo mejor es que quienes pretenden un mundo con menos derechos y libertades ya han conseguido su primer objetivo: desmoralizarnos.

Sea como fuere, lo que está claro es que o quienes creemos en la justicia, la libertad y la razón como pilares básicos de cualquier sociedad nos comprometemos firmemente con ellas y su defensa —y no tanto con nuestras respectivas patrias: que sólo nos separan—, o en unos años tal vez solo nos quede un melancólico recuerdo de una época mejor, pero ya ida. Eso, y una culpa inútil.

Tiempos oscuros