martes. 16.04.2024

Lluvias, polvos y lodos: de Ibarretxe a Puigdemont

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La desobediencia tiene sus consecuencias, pero encarcelar a activistas políticos también las tiene, y más si, efectivamente, por esos mundos de Dios tienen ya de ti una imagen de país cuasi fascista y poco democrático

El polvoriento desván de las hemerotecas nos recuerda que en 2003, en plena fiebre apocalíptica porque el Plan Ibarretxe amenazaba, decían, con romper España, el Gobierno Aznar aprobó una reforma del Código Penal que permitía encarcelar a aquel presidente autonómico que desobedeciera al Estado. Ibarretxe entonces, mañana, quizás, Puigdemont.

Aquel día, El País, escribió en un editorial: «Lo malo de tener una idea es tener sólo una: la del PP es que a ellos no les tiembla el pulso, como a otros, a la hora de hacer frente a los nacionalismos disgregadores. Y no les preocupa quedarse solos en la defensa de esa firmeza. Ayer el PP se quedó más que solo: por primera vez en la historia, la oposición en bloque no es que votase en contra, sino que renunció a participar en la votación de una propuesta del Gobierno: una reforma del Código Penal que permite encarcelar a quien convoque, ampare o financie una consulta ilegal». Y añadía: «Porque una cosa es la firmeza en la aplicación de la ley y otra aplicar el Código Penal a toda clase de conductas ilícitas».

No hace falta decir que los tiempos han cambiado y que hoy buena parte de la oposición -llama la atención, especialmente, el caso del PSOE- sigue de cerca esos dictados de dureza y prietas las filas que ha encabezado siempre la derecha cuando de disputas territoriales se trataba. Tampoco hace falta subrayar lo mucho que ha cambiado El País, que quizás echaría hoy al colaborador que se atreviese a firmar como propio el mismo texto que el medio publicó en 2003 como editorial. Más o menos como han hecho con John Carlin.

Las recetas agresivas de ayer nos parecen necesarias hoy. Y lo que ayer se resolvía con política, hoy requiere mano dura y pena de cárcel. Aunque estemos haciendo una lectura a la baja del delito -casi pecado- de sedición. De manera tal que dos personas subidas a un coche de la Guardia Civil son acusadas de lo que la RAE define como «Alzamiento colectivo y violento contra la autoridad, el orden público o la disciplina militar».

Y a todo ello hay que sumarle que sigue vigente, dos años después, la llamada Ley Mordaza, que permite castigar con grandes multas a quienes la autoridad considere que son responsables de los delitos y daños cometidos durante una manifestación, solo por haberla organizado. Esa ley nada casual del PP, con la que cualquiera puede ver arruinada su vida solo por atreverse a protestar.

Por eso, cuando Eduardo Mendoza escribe que si te dejan salir a la calle a decir que no hay democracia, es que sí que la hay -supongo que también ocurre eso en Túnez o en Egipto-, o Antonio Muñoz Molina asegura que la imagen que se tiene en el extranjero de España está distorsionada, y que España es sin duda un país democrático, uno ha de decir inevitablemente que sí, que tienen razón. Pero también conviene añadir que de un tiempo a esta parte -y con más fuerza y hasta fiereza desde el inicio de la crisis-, nuestra democracia se ha ido empobreciendo y adelgazando a marchas forzadas. Y a estas alturas ya va teniendo rostro de mendicante. Y desde luego no ayuda a mejorar su imagen en el exterior encarcelar a dos dirigentes de organizaciones civiles por organizar manifestaciones en las que, más allá  de algunos daños a la propiedad y cierta presión sobre las fuerzas del orden, no hubo violencia seria alguna.

A no ser que lo que se esté juzgando sea la finalidad de esas manifestaciones. Es decir, que se les condene no por lo producido durante esas manifestaciones, sino porque éstas iban destinadas a conseguir un fin que se considera más ilegal que otros: la independencia de Cataluña. Y eso es lo que parece deducirse del auto de la jueza y de su referencia a una estrategia compleja. Porque si lo ocurrido hubiera tenido lugar en una protesta, digamos, de neonazis en Valencia no creo que hubiéramos llegado a esto.

Y claro, la desobediencia tiene sus consecuencias. Y los dos Jordi deberían saber lo que arriesgaban. Pero encarcelar a activistas políticos también las tiene, y más si, efectivamente, por esos mundos de Dios tienen ya de ti una imagen de país cuasi fascista y poco democrático.

Lo bueno o lo importante, en cualquier caso, es que por fin ha empezado a llover. Tanto, que se va a tener que mojar hasta Pedro Sánchez.

Lluvias, polvos y lodos: de Ibarretxe a Puigdemont