jueves. 28.03.2024
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Decía Gardel que veinte años no es nada, pero reconozco que me aturde un poco este Tempus Fugit que me remonta a una etapa tan próxima y a la vez tan lejana. Sucedió en 1996. Yo era un tipo gris, alguien que había renunciado a sus sueños por una vida segura y monótona. Una mezcla entre el día de la marmota y un largo domingo por la tarde. Quedaba poco de aquel niño que pasaba tardes imaginando aventuras en selvas y desiertos, proyectando viajes al estilo de su admirado Miguel de la Cuadra Salcedo. Todo se desvanecía con el paso del tiempo.

No estaba contento con mi vida, así que tras un tiempo de reflexión decidí dar un salto mortal y abrirle la jaula a mi corazón, como dijo el gran Sabina. Renuncie a un trabajo fijo, me despedí de familiares y amigos y tomé la decisión de marcharme a recorrer América en bicicleta.

El primer paso fue lo más difícil de aquel viaje, intentar que mi entorno comprendiese esa necesidad de abandonarlo todo para perseguir un sueño. Trataron por todos los medios de convencerme, pero una extraña y firme determinación hizo que no me echase atrás, así que después de los preparativos, una fría mañana me vi en Madrid esperando un avión hacia el otro lado del mundo.

Aquel viaje, que a la postre me llevaría a recorrer 16 países durante casi un año, comenzó en compañía de dos buenos amigos: Santi y David. La idea era partir desde México e ir bajando por el continente sin rumbo fijo, a la aventura y sin más intención que vivir plenamente la experiencia. El punto de partida fue la península del Yucatán. Allí dimos nuestra primera y simbólica pedaleada. Las altas temperaturas hicieron duro el comienzo, y la sierra de Chiapas pronto puso a prueba nuestra condición física. Teníamos que madrugar mucho, parar varias horas a medio día y continuar bien entrada la tarde. Para pasar noche recurríamos a los lugares más variopintos: iglesias, comisarías, cárceles, parques de bomberos… y si todo fallaba usábamos nuestra tienda de campaña.

Centroamérica

Un mes después llegamos a Centroamérica y pisamos por fin Guatemala. No sospechábamos entonces que aquel país cambiaría por completo nuestra aventura y, en cierto modo, también nuestras vidas. Al llegar al impresionante lago de Atitlán Santi sufrió una caída que le ocasionó una lesión en el tobillo. Días después lo despedíamos en el aeropuerto de Ciudad de Guatemala, desde donde regresó a España poniendo punto final a su aventura. Para entonces el tercero en discordia, David, llevaba tiempo insistiendo en dejar la bicicleta y continuar el viaje de forma menos sacrificada. Al quedarnos solos lo hablamos y no llegamos a un acuerdo, así que desde aquél momento decidí continuar en solitario con mi bicicleta.

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No hará falta explicar que el viaje se tornó muy diferente. A partir de entonces tendría que cuidar de mi propia seguridad, decidir el itinerario, buscar refugio para pasar noche y hacer frente a los problemas completamente solo. La idea me excitaba y me preocupaba al mismo tiempo. No ayudó demasiado que el siguiente país fuese El Salvador, donde todas las precauciones eran pocas. Allí aprendí a moverme solo y buscarme la vida en más de un apuro. Más tarde llegó Honduras, donde decidí subir hasta la increíble costa caribeña. En Nicaragua, tierra de lagos y volcanes, tuve la desagradable experiencia de vivir un tifón que me obligó a tirarme al suelo agarrado a la bicicleta mientras era golpeado por ramas y piedras. Más tarde hubo graves inundaciones que me tuvieron parado varios días en un pequeño pueblo, durmiendo, literalmente, entre gallinas y ratones. Finalmente decidí atravesar una zona inundada con el agua hasta la cintura, gracias a lo cual conseguí reanudar el viaje.

Después de lo visto, Costa Rica me pareció un país europeo. En Panamá viví la experiencia de negociar con gente de mal vivir que me facilitaron un barco hasta la guajira venezolana, pero horas antes de salir hubo una matanza de campesinos y decidí in extremis cambiar el plan y dirigirme a Colombia. Siempre me he preguntado qué hubiese pasado de no haberlo hecho, ya que en los días siguientes ocurrieron cosas terribles en aquella zona.

Sudamérica

Y así llegué a Sudamérica. Colombia, único país que ya conocía, me entusiasmo por sus paisajes y su gente. En una ocasión me detuvo una patrulla de la guerrilla entre Medellín y Cali, me pidieron la documentación y charlamos un buen rato, tratándome con un respeto exquisito. Tiempo después leí que en esa zona habían comenzado a secuestrar extranjeros, lo cual me hizo reflexionar sobre el papel del azar en esta vida.

Ecuador me resultó un tanto extraño. La gente era más desconfiada que en Colombia, y a pesar de que Quito me encantó, me vi obligado a descender de altitud por las bajas temperaturas nocturnas. Allí bajé el puerto de montaña más largo de mi vida en dirección a Guayaquil, hasta llegar al nivel del mar.

Perú me pareció un país apasionante, a pesar de que sus 3.000 kilómetros de costa con viento de cara son la pesadilla de cualquier ciclista. En el desierto de la Sechura soplaba tan fuerte que no podía avanzar más de 40 kilómetros diarios, con un esfuerzo físico que acabó pasándome factura. Por contra, las noches en aquel desierto bajo la Cruz del Sur formarán parte para siempre de mi catálogo personal de lugares especiales. Al llegar a Trujillo conocí a otros tres cicloturistas que estaban recorriendo Sudamérica, y durante un par de semanas viví la experiencia de volver a viajar acompañado.

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Tras visitar el norte de Chile decidí retroceder para entrar en Bolivia por Arica y subir en autobús hasta La Paz. La experiencia peruana me había dejado tan exhausto que no me veía con fuerzas para abordar esa gran subida. Tardé en recuperarme, así que aparqué la bici y aproveché unos días para hacer turismo por el altiplano andino: Titicaca, Cuzco, Salar de Uyuni… finalmente retomé el viaje hacia el este para llegar hasta Santa Cruz de la Sierra.

Allí cometí el mayor error de mi viaje, que fue cruzar desde Bolivia a Paraguay atravesando la selva del Chaco. A pesar de llevar un buen mapa, pronto descubrí que la zona estaba mal cartografiada. Mi búsqueda de la vía principal (La Ruta Transchaco) me llevó por caminos embarrados y mal definidos que con frecuencia se ramificaban, sin que tuviese más guía que mi propia intuición para decidir hacia dónde tirar. Los días pasaban sin más compañía que los animales salvajes que por las noches merodeaban mi tienda, y que por cierto, me dieron más de un sobresalto. Finalmente encontré un grupo de cazadores Menonitas (que parecían salidos de una película del oeste) y me indicaron el camino correcto. Otra odisea fue llegar a Asunción, la capital de Paraguay, y convencer al funcionario de que había entrado al país atravesando la selva con una bicicleta. Me quedará siempre la duda de por qué accedió a sellarme el pasaporte, cuando era evidente que no creía ni una sola palabra de lo que le estaba contando. Por si acaso, abandoné el edificio como alma que lleva el diablo.

Por la célebre y peligrosa triple frontera entré en Brasil, donde visité las cataratas del Iguazú. En Rio Grande do Sul tuve un grave percance con dos policías corruptos que intentaron extorsionarme. Acabé escapando de ellos mientras disparaban al aire con sus pistolas para que me detuviese, algo que hubiese sido un error fatal. Tuve que pasar un día entero escondido entre la vegetación junto a una pequeña carretera, mientras veía pasar patrullas policiales que me buscaban. Ya de madrugada salí de aquella zona pedaleando en la más completa oscuridad, y en cuanto pude pasé a Argentina. En la tierra prometida bajé por la provincia de Corrientes hasta llegar a Uruguay. Montevideo me pareció tranquilo y fascinante, y allí puse en orden mis ideas sobre un viaje que estaba tocando a su fin.

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Tras atravesar el Río de la Plata llegué a Buenos Aires, donde nada más llegar sufrí un robo. Así, sin dinero para buscar alojamiento y mi bicicleta desmontada dentro de una caja, me dispuse a pasar noche en una parada de autobús. La suerte quiso que una buena señora me preguntase qué hacía allí. Debí conmoverle, porque una hora más tarde y ya de noche apareció en un coche conducido por su hijo. Me llevaron a su casa, donde estuve varios días hasta regularizar mi situación. Una mañana me presenté en la Plaza de Mayo como quien acude a una extraña cita, y allí me dije a mi mismo que el viaje había terminado. Es difícil de explicar, pero sentí algo parecido a la satisfacción de un trabajo bien hecho, la tranquilidad de haber cumplido el trato y poder regresar a casa.

Resulta complicado resumir un viaje tan largo, pero sobre todo, es imposible transmitir de qué forma te cala el alma una experiencia tan llena de gentes, paisajes y situaciones de todo tipo, en una soledad sobrevenida que fue lo mejor que pudo pasarme. Años más tarde, ya digerida la experiencia, he entendido que aquel viaje tuvo más de búsqueda interior que de cualquier otra cosa.

Algunas noches aún sueño que pedaleo sin prisa entre lagos y volcanes, y aunque la nostalgia me devore al despertar, me quedará por siempre la satisfacción de haber hecho un viaje que realmente cambió mi vida.

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