jueves. 28.03.2024
Manicomio de La Castañeda. Ciudad de México

Hay un acendrado prejuicio social cuya entidad es homologable a la de otros muy significativos, como sería el caso de la homofobia o el racismo, pero que pasa más desapercibido. Tiene un carácter subrepticio que comparte con otros fenómenos igualmente soterrados, como el considerar inferior al género femenino y sentir aversión hacia los menesterosos. Las inercias del patriarcado y lo que Adela Cortina denominado aporofobia siguen operando, pese a que seamos conscientes de su existencia. Sin embargo, hay otra cuestión que pasa mucho más inadvertida.

Me refiero al problema de la salud mental. Podría parecer que menospreciarlo es cosa de otra época. Los asilos para enfermos mentales, o el desprecio asociado a la palabra histeria, se nos antojan cosas del pasado. Pero nada más lejos de la realidad, como dejó muy claro ese “¡Vete al médico!” que un parlamentario espetó a Iñigo Errejón, cuando este pretendió abordar en sede parlamentaria una faceta muy desatendida de la crisis pandémica.

Las estadísticas van arrojando cifras inquietantes. El consumo de fármacos antidepresivos ha tenido un incremento sustancial, como no podía ser de otro modo ante un estrés reactivo que nos afecta con una u otra intensidad a todos, en función de las circunstancia y los azares. Casi nadie se libra de haber tenido una experiencia traumática o estar sometido a una tensión sistemática dentro del entorno laboral o el ámbito doméstico, si es que se mantienen ambos.

Quienes trabajan en el sistema sanitario han vivido situaciones inimaginables, teniendo que tomar decisiones extremas. Fueron aplaudidos y galardonados, pero sus condiciones laborales continúan siendo precarias y están muy mal remunerados. La perdida de un familiar o un amigo del que no hemos podido tan siquiera despedirnos complica el inevitable duelo. Dejar de frecuentar a quienes elegimos para compartir nuestras alegrías y pesares también deja sus cicatrices emocionales

Los más jóvenes no pueden emanciparse ni hacer planes que les permitan iniciar su andadura vital. Esto repercute sobre la natalidad y el envejecimiento de la población. De hecho, se va generando cierta gerontofobia, porque los ancianos parecen un estorbo cuando la juventud ve sus expectativas cercenadas.  La tasa de suicidios entre adolescentes también ha tenido su repunte.

Si vemos una herida o nos comunican un diagnóstico de cáncer, nos compadecemos de quien padece esa lesión física. Pero en el fondo no mostramos igual empatía hacia las dolencias anímicas. Ante un desequilibrio emocional tendemos a pensar que algo se habrá  hecho para no guardar la debida compostura o incluso nos avergüenza reconocer que medie un problema de salud mental.

Craso error. La célebre divisa de mens sana in corpore sano tiene su reverso. Es obvio que una dolencia física puede trastocar nuestro equilibrio emocional, porque no sepamos afrontar un dolor recurrente o crónico. Mas no es menos cierto lo contrario. No hay mejor profilaxis que la cordura para prevenir o conjurar múltiples disfunciones orgánicas y muchas enfermedades que bien pudieran tener en su etiología ingredientes afectivos cordialmente ignorados.

Se diría que consideramos algo secundario cuidar de nuestra salud emocional. Abundan los gimnasios y las prácticas deportivas. Rendimos culto a los cuerpos cincelados por el canon estético que dictan las modas del momento. Pero al mismo tiempo abandonamos los hábitos de lectura y el placer de la conversación. Google y Wikipedia sustituyen a las bibliotecas públicas o particulares. WhatsApp suple incluso las llamadas telefónicas.

La pandemia ha enfatizado estos usos y costumbres, haciéndonos abusar de unos instrumentos tecnológicos que nos deshumanizan y despersonalizan cada vez más. Nos perdemos una comunicación gestual que no se puede dar a través de ninguna pantalla. Las miradas que tanto dicen sin decir nada. Los aromas que acompañan un vis a vis no virtual. Nos vamos robotizando y pagamos un alto precio por ello, porque inevitablemente nos tornamos menos empáticos.

Victoria Camps ha puesto el dedo en la llaga con su libro Tiempo de cuidados. Debemos cuidarnos todos mutuamente y a todas horas, comenzando por nosotros mismos. Tenemos que robustecer nuestro sistema emocional y protegerlo de agresiones propias o ajenas.

No podemos continuar menospreciando nuestra salud mental comunitaria, tan intoxicada por una infodemia cuyo mejor antídoto son grandes dosis de cultura y reflexión ético-filosófica. Hay que dedicar tiempo de calidad a uno mismo y a los demás. Alimentar nuestro espíritu con una dieta equilibrada donde no falten los equivalentes funcionales de la fibra y las proteínas, como serían las lecturas reposadas, la música o el conversar, entre tantas otras cosas por el estilo.

Estigmatizar los trastornos mentales y menospreciar la relevancia de los desequilibrios emocionales puede costarnos muy caro. Ahora mismo es imprevisible pronosticar las consecuencias de la pandemia en lo tocante a nuestra cordura colectiva. Pero urge cobrar conciencia del problema y reconocer nuestra fobia para con todo cuanto concierne a la salud mental.

Nuestro imaginario colectivo está poblado por muchos prejuicios de índole social y a su extenso catálogo habría que añadir el rechazo subrepticio de las patologías psicológicas, como si estas fueran de segunda división o algo bochornoso, sencillamente porque son más invisibles y difíciles de diagnosticar.  Sin embargo la pospandemia nos demandará una catarsis colectiva para superar juntos el rosario de traumas vivenciados.

¡Vete al médico, so chalao! Nuestra fobia contra la salud mental