jueves. 18.04.2024
TRIBUNA DE OPINIÓN

Vacunas: el negocio de la vida y la muerte

Desde hace años, las grandes empresas farmacéuticas practican una especie de extorsión a los distintos Estados y a los ciudadanos que los componen.
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Es cosa sabida por los científicos de todo el mundo que la mayoría de los descubrimientos farmacológicos se inician en los departamentos de investigación de las universidades e institutos asociados, pasando después a ser desarrollados y distribuidos por las multinacionales que dominan en mercado mundial de los medicamentos. Por ejemplo, la vacuna contra el coronavirus de Pfizer tuvo su origen en los ensayos sobre ARN mensajero desarrollados en la Universidad de Winconsin, de los que partieron años después los estudios de los científicos de origen turco Ugur Sahin y Ozlem Tureci para los laboratorios BioNtec, ambos formados en la Universidad Pública alemana de Mainz. Pfizer ha invertido mucho dinero en la vacuna esperando un retorno de dinero muchísimo mayor, también el Gobierno alemán que financió las pruebas definitivas de BioNtech con más de trescientos cincuenta millones de euros. Ahora una y otra empresa andan disparadas en las Bolsas de todo el mundo y sus acciones han multiplicado su valor al tiempo que comienzan a surgir noticias que apuntan hacia la maximización de beneficios mientras el mundo está siendo arrasado por una pandemia tan brutal como la que erróneamente se conoció como Gripe Española de 1918.

En la actualidad hay más de un centenar de proyectos de vacuna en fase avanzada. Pese a que parecen ser efectivas, apenas sabemos nada de las que se elaboran en Rusia y China, de las que recibimos una información oscura y sesgada tendente a neutralizarlas a corto plazo como posibles alternativas terapéuticas. No tengo idea de si son buenas, regulares o malas, mis conocimientos no me permiten adentrarme en la información científica disponible, tampoco observo que desde Occidente haya muchos estudios sobre ellas que despejen la incertidumbre, tan sólo el propósito de la Universidad de Oxford de mezclar su vacuna con la rusa para conseguir mayor eficacia.

Hasta ahora el 95% de la información que nos ofrecen los medios se refieren casi exclusivamente a las vacunas que se desarrollan bajo el sello de las grandes empresas norteamericanas del sector y este dato indica claramente que debajo de la carrera frenética para descubrir un tratamiento eficaz contra la plaga que nos abruma, hay otras dos si sabe más importantes: Una, la lucha por la hegemonía mundial, es decir, utilizar la vacuna para demostrar al mundo quien tiene la tecnología más avanzada y quien manda; la otra, conseguir que un descubrimiento científico de vital importancia para la Humanidad sirva para acrecer exponencialmente las ganancias de las empresas y laboratorios que han participado en su creación, eso sí, sin tener en cuenta nunca lo que deben a las universidades e institutos públicos que previamente formaron a los científicos: Esa inversión es a fondo perdido, o mejor dicho, es a beneficio de la cuenta de resultados de las grandes multinacionales.

Hace muchos años, desde la década de los ochenta, que, al calor de los sistemas de Seguridad Social Estatales, las grandes empresas farmacéuticas practican una especie de extorsión a los distintos Estados y a los ciudadanos que los componen. Aprovechan las investigaciones que se desarrollan en sus primeras fases con fondos públicos para seleccionar las más rentables según el momento y hacerse con ellas para después venderlas a los Estados a precios monopolísticos, sin que en ningún caso se valore la inversión pública que dio lugar al nacimiento y primer desarrollo de la investigación. Está pasando con enfermedades tan terribles como el cáncer, la esclerosis múltiple, la esclerosis lateral o las cardiopatías, cuyos tratamientos carísimos amenazan con arruinar a todos los sistemas públicos de salud del mundo. Son muchas las epidemias que nos azotan, desde la malaria, al dengue, el cáncer o la disentería. A la hora de valorar los nuevos tratamientos no se tiene en cuenta la necesidad que tienen las personas de ser tratadas con ellos, tampoco el beneficio a largo plazo pues se piensa que en pocos años habrá otro, se considera únicamente que en el plazo de cinco años la cantidad invertida debe multiplicarse por cien o cien mil en las cuentas de la empresa, de tal manera que a lo que asistimos no es una investigación médica que persiga dar solución a los padecimientos de todos los seres humanos, sino aumentar los beneficios de las empresas mediante la venta de los nuevos fármacos a aquellos que pueden pagarlos al precio que decida la multinacional.

Como en otros muchos sectores y al calor del neoliberalismo como única doctrina económica admisible, el Estado ha dejado de lado funciones en las que debiera estar muy presente y se ve a merced de lo que decidan los consejos de administración de las empresas globales de medicamentos, que como tales empresas, tal es su naturaleza, no pretenden acabar con la pandemia sino vender su producto al mejor postor. Estamos ante una situación dramática, con millones de muertos, contagiados y personas recuperadas con fuertes secuelas mientras las empresas que deciden quien tiene derecho a la vida y quien a la muerte juegan con las cantidades que venden a un país o las que venden a otro según las perspectivas del negocio. Esto es tan inadmisible como repugnante. Ante una situación tan catastrófica para la vida como ésta, nadie tiene el derecho de decidir a quien vende, cuando y por cuanto. Es necesario, es un imperativo categórico, que los Estados democráticos tienen que obligar a los laboratorios a liberar las patentes de todas las vacunas y promover su producción masiva en todos los lugares del planeta donde existan medios para hacerlo. Cuando mueren y padecen millones de personas, cuando el paro y la miseria avanzan por todo el planeta ante una pandemia incontrolada, cuando la incertidumbre está sumiendo en la depresión y el desconcierto a capas cada vez más amplias de la población de todos los países, cuando la ultraderecha se hace cada vez más fuerte ante la inacción de la democracia, es menester dar un golpe de tal envergadura en la mesa que no quede un vaso ni un plato sobre ella: Las vacunas son patrimonio de la Humanidad, no tienen precio y en menos de un año deben ser inoculadas al 80% de la población mundial. No queda otra, bueno sí, seguir permanentemente a merced de los que no se conforman con tener diez o veinte millones de euros, sino que codician todos los que circulan, aunque para ello tenga que morir la mitad de la Humanidad. No se puede esperar más, el virus cambiará conforme lo dejemos caminar a sus anchas y de allí donde más dure, donde no  haya inmunización rápida, volverá en cepas mucho más agresivas que harán inútiles las vacunas actuales. Hay que optar por la vida ya, por la vida ahora, por ir hacia una nueva normalidad que conserve lo bueno de la vieja pero que impida a los mercaderes ser dueños de nuestra vida y de nuestra muerte.


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