jueves. 25.04.2024
aceras

Pasear hace la ciudad, pero es la buena ciudad la que invita y permite pasearla. Pasear la ciudad es, en gran medida, apropiarse de ella, hacer del espacio público un espacio común. Y la acera es la expresión más visible del espacio compartido.

Ensanchamos las aceras, prohibimos en ellas la circulación y el estacionamiento de coches, bicicletas y patines. Eliminamos los cachivaches inútiles. Ampliamos y dignificamos el espacio peatonal para facilitar y hacer amable el paseo o la marcha, sombreados en los meses estivales por un arbolado de gran fuste. Buscamos el reposo en un banco, al tiempo que observamos, con curiosidad difusa, el trajín de la ciudad.

Meses después, las anchas y arboladas aceras las encontramos invadidas por sillas, mesas, sombrillas que rebosan desde el interior de bares y cafeterías. Y, más grave aún, convertidas en solares edificables en los que asentar quioscos y grandes invernaderos” o terrazas cubiertas ancladas al suelo. De alguna manera, temporal o indefinida, se privatiza el espacio público. Se transforma en mercancía.

Es cierto que la ocupación de aceras, calles y plazas, con algunas instalaciones al aire libre en ciudades con clima amable, puede enriquecer la vida y el paisaje urbano. Siempre que no niegue la condición de espacio colectivo para el peatón como destinatario prioritario.

El uso de la acera por otra actividad distinta al deambular de los peatones es resultado de una concesión temporal y no un ‘derecho’

Entendidos así el carácter y la función de la acera, es imprescindible su buen dimensionado, acorde con el carácter y utilidad de la calle o la plaza de la que forma parte. Igual requisito, o mayor aún, cabe exigir al diseño, tamaño y colocación del mobiliario urbano y, de forma más rigurosa, cuando de edificaciones, efímeras o no, se trate. En todo caso, sin olvidar nunca que el uso de la acera por otra actividad distinta al deambular de los peatones es resultado de una concesión temporal y no un ‘derecho’. Concesión que, excepcionalmente y de modo muy selectivo, puede llegar a ser permanente en amplios bulevares, plazas y jardines, cuando su dimensión y forma lo permitan y siempre que su presencia. contribuya a un mejor provecho lúdico y cultural y no interfiera con la principal función: el tránsito peatonal.

De otro modo, lo que pudo ser una intervención beneficiosa para la ciudad, un atractivo para vecinos y visitantes, una revitalización del comercio y el paseo, con frecuencia acaba transformándose en una agresión intolerable al paisaje urbano y un grave obstáculo para el deambular cómodo, fluido y amplio, de los ciudadanos, como expresión de la vida que caracteriza el corazón de nuestras ciudades. Callejeo o vagabundeo colectivo o ensimismado: el lugar para el ‘flâneur’ que cantó Baudelaire.

Degradación física y sociológica del trajín cotidiano de los ciudadanos debida a la desidia, al afán recaudatorio y a la tolerancia irresponsable de nuestros gobiernos municipales. Ausencia de una regulación inteligente y sensible con los valores cívicos, que garantice la libertad del caminante, en vez de obstaculizarla o entorpecerla. Una regulación que preserve y haga compatible el carácter público de un espacio en donde se facilite la más amplia libertad de movimiento con su ocupación parcial y temporal

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En estos tiempos de pandemia y sus dramáticas consecuencias en la economía de la ciudad, estas reflexiones pueden parecer inoportunas e incluso insultantes para muchos ciudadanos y, en especial, para los empresarios y trabajadores de la hostelería y del pequeño comercio, que han visto arruinarse su negocio debido a las necesarias restricciones en el horario, en el aforo y en la movilidad de los ciudadanos, llegando hasta el confinamiento o el toque de queda.

Circunstancias penosas, consecuencia de acciones necesarias y urgentes frente a la difusión de la Covid-19, que han provocado una justificada queja de restauradores y comerciantes varios, que demandan a los poderes públicos la adopción y puesta en práctica de medidas financieras, fiscales y normativas para paliar esta dolorosa situación. Medidas de carácter económico, extendidas y reforzadas con una mayor tolerancia en la ocupación del espacio público con fines comerciales, como complemento y ampliación  de la superficie de sus locales.

Sin embargo, en los tiempos inciertos y dolorosos en que nos hallamos, una falsa prudencia puede impulsarnos a asumir sin reservas estas medidas de emergencia con el riesgo de convertirlas en indefinidas, paralizando nuestra capacidad de transformar la reflexión crítica, una vez superada esta traumática situación, en propuestas sobre la forma y cualidades de nuestras ciudades actuales y futuras,

Reflexión que no puede eludirse ni silenciarse en espera de una recuperación de la normalidad perdida- tan voceada y añorada-, sin ser conscientes de que en aquella vieja “normalidad” estaba el capitalismo neoliberal: germen de la catástrofe de hoy y alimento  de  un virus aún más peligroso que el  Covid-19.

Me niego pues, a aceptar el coloquial y castizo ¡AHORA NO TOCA!

Por el contrario, ahora es cuando es preciso reflexionar colectivamente porque, si no lo hacemos ya, una vez superada la pandemia, en lugar de un nuevo horizonte nos encontraremos con el viejo paisaje que creíamos caduco, seguramente más deteriorado que cuando lo dejamos.

Por esa razón he bajado a la acera para, sobre ella y sobre lo que en ella ocurre, basar esta breve reflexión sobre las lacras actuales, acentuadas por las respuestas excepcionales y precipitadas de los poderes públicos, atreviéndome a insinuar tentativamente cómo pensar e intervenir en nuestras calles cuando volvamos a pasearlas sin miedo. A pasearlas en común.


Eduardo Mangada. Arquitecto
Socio del Club de Debates Urbanos

Resetear las aceras