viernes. 29.03.2024
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“Qué pena de muchachos”, dice la gente en los bares. No son pocas las banalidades promovidas por la generación ‘de cristal’ que hacen honor a su apodo. Estas suelen ser pasajeras, superficiales, pero algunas calan en la sociedad y terminan recibiendo apoyo institucional; el lenguaje inclusivo encabeza la lista.

Si bien el asunto tiene ya décadas, en España se popularizó cuando Irene Montero pronunciaba “portavozas” convencida de estar luchando contra un sexismo evidente. Lo que nadie le dijo a la diputada es que «voz» ya posee género femenino, de manera que «porta-voces» dice exactamente lo mismo sin requerir cambios. Otro acto de lucidez fue su mención a las familias “monomarentales”, expresión menos machista y ofensiva que “monoparental”. Como es de entender, los lingüistas entraron en cólera, pues «parental» no remite a «padre» sino a «progenitor», que viene del latín ‘parens’ (parir o engendrar).

Todo pudo quedarse en anécdota, pero para mantener las viejas costumbres le dimos un megáfono al tonto. Hoy ya no es extraño leer palabras como “chicxs”, “aliades” y otras tantas que repudian el uso de la -o. Ahora bien. ¿qué sentido tiene? El masculino es plenamente genérico, por eso “mis padres” incluye a mi madre y “el león es un animal peligroso” incluye a las hembras; no solo designa al individuo, sino también a su clase. Además, existen palabras acabadas en -o que son femeninas (mano) y otras acabadas en -a que son masculinas (clima), por lo que resulta absurdo atribuir cargas machistas a una terminación u otra.

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Pese a su fachada de activismo moderno, el lenguaje inclusivo es un producto meramente estético y sin rigor. Su única propuesta respetable sería usar el femenino ante un público con mayoría de mujeres perceptible al vistazo (no mayoría simple, pues estaríamos obligados a hacer recuento antes de hablar, lo cual no es práctico). El resto de iniciativas entorpecen la comunicación o caen en redundancias, como ocurre también con los desdoblamientos al estilo “alumnos y alumnas”, rechazados por profesionales de todas las índoles.

En definitiva, las lenguas evolucionan para responder a la realidad, pero si dicha evolución se impone ya no será un cambio efectivo, sino una regla condenada a desaparecer más pronto que tarde. Por esto mismo, y le duela a quien le duela, el lenguaje inclusivo es una broma con fecha de caducidad.

A propósito de un despropósito