jueves. 28.03.2024
ana iris simon
Ana Iris Simón

Reconozco que me ha sorprendido la ferocidad con la que parte de la izquierda se ha lanzado no a criticar –si entendemos como tal aportar cifras y argumentos−, sino a denostar a Ana Iris Simón por su discurso ante Pedro Sánchez y otros notables del reino. No sé si la razón hay que buscarla en ese pensamiento cerril de acuerdo con el cual criticar a los que supuestamente son los propios es dar munición al enemigo o si, sencillamente, a esta autora muchos la tenían ganas por el éxito inesperado que ha sido Feria, y por el hecho de que parte de la derecha haya abrazado esta obra como lo que no es ni pretende ser: una reivindicación de las esencias de lo español y de la familia tradicional.

Desde mi punto de vista, el discurso de Simón sigue, sin embargo, la línea de un nuevo sentido común, ampliamente extendido entre las personas de izquierda que no disponen de tiempo para asomarse a Twitter. Sentido común que se manifiesta, sobre todo, en una fuerte preocupación por las condiciones materiales de una generación que apenas incorporada al mercado laboral lleva ya dos crisis económicas a sus espaldas.

Es obvio, en este sentido, que el ascensor social, que nunca funcionó muy bien en España, se ha roto. La desigualdad entre los más ricos y los más pobres nunca había sido tan grande. Los primeros cada vez tienen más y cada vez viven más de rentas y beneficios bursátiles, mientras que los segundos soportan un paro estructural creciente y unos empleos inestables y de bajos salarios. La clase media ha sido cercenada y, puede ser pequeño burgués pero, no nos engañemos, la inmensa mayoría del país sueña simplemente con ser clase media: sin grandes lujos pero también sin grandes preocupaciones. Decir que la vivienda es cara y los salarios misérrimos es algo que, por lo demás, no debería escandalizar a ninguna persona de izquierdas en este país.

Quizá, con todo, lo que más haya provocado la reacción del personal hacia Simón haya sido, por un lado, su petición de ayuda a las familias y, por otro y en relación con esto, la idea de que fiar el futuro de las pensiones a despoblar África es una mentalidad mercantilista y colonialista que debería avergonzarnos. Vayamos por partes. Respecto a las familias, como la de Simón es una familia tradicional, la mayoría ha querido ver en su reivindicación la de ese modelo, pero eso dice más de los prejuicios con los que mira esa gente que de las palabras de Simón, que en ningún momento puso calificativo alguno al sustantivo “familias”. Que parte de la izquierda tenga ya un problema con el sustantivo –y en cuanto lo oiga, eche mano a la pistola− es un asunto que daría para una larga tesis y que se vincula, sí, con la tiránica visión que de lo familiar impuso el franquismo, pero ni ese es el único modelo familiar –de hecho, en lo fundamental está periclitado incluso para la gente de misa diaria−, ni nadie lo está reivindicando cuando se pide ayuda para las familias.

Respecto a esa idea de que hace falta fomentar la natalidad para no tener que volver a parasitar económicamente África, debería ser un pensamiento que la izquierda educada en los estudios coloniales pudiera entender bien. He leído estos días, incluso, acusaciones de racismo contra Simón por decir que igual que para mantener nuestro bienestar en el pasado saqueamos África a través de la esclavitud, la extracción de materias primas baratas y, últimamente, de minerales como el coltán, no podemos ni debemos seguir en el futuro explotándola para mantener nuestras pensiones. No puede ser que el bienestar del centro se consiga una y otra vez a costar de explotar los recursos de la periferia –algo que ocurre también a nivel interno en la relación ciudad / campo−, máxime cuando estos recursos son personas que, si pudieran elegir, mayoritariamente preferirían quedarse en su país. Y esto no tiene nada que ver con que aquí no queramos gente de otro color, etnia o religión; ni con que queramos a cada uno en su país, como alguien ha escrito por ahí, sino con que no parece de recibo mantener la pobreza en todo un continente solo para poder aprovecharnos de él cuando a nosotros nos venga bien.

Quizá el punto más endeble de la argumentación de Simón, y casualmente el menos criticado, es cómo se relaciona esta petición de ayuda –incluida una llamada a la reindustrialización− con la repoblación del mundo rural. Desde una óptica radicalmente marxista, Simón parece mantener que con trabajo, hogar y alimento la gente se mantendría en sus pueblos, pero esto me parece subestimar en exceso el peso de lo cultural en la toma de decisiones.

Ana Iris Simón no entiende –y yo tampoco− por qué la gente prefiere hacinarse en las ciudades y vivir con un sueldo de mierda a cambio de poder disfrutar del tráfago de las avenidas, con sus cines, sus citas de Tinder y sus bares de moda

Ana Iris Simón no entiende –y yo tampoco− por qué la gente prefiere hacinarse en las ciudades y vivir con un sueldo de mierda a cambio de poder disfrutar del tráfago de las avenidas, con sus cines, sus citas de Tinder y sus bares de moda. Pero lo cierto, lo entendamos ella y yo o no, es que la gente lo prefiere. Y que incluso teniendo sueldo, casa y coche en su pueblo, mucha gente lo preferiría, porque los modos de consumo han cambiado y la aspiración de buena parte de las nuevas generaciones pasa por compartir piso (el pomposamente llamado coliving), tener una amplia red de relaciones afectivas (no solo sexuales) y por cambiar de trabajo cada poco tiempo para no aburrirse haciendo siempre lo mismo.

Esto puede ser, sí, propaganda neoliberal, pero ha calado y hay que tenerla en cuenta cuando se hacen planes para los vaciados pueblos de España. Por otro lado, la reindustrialización no consiste solo en abrir fábricas, hace falta que estas sean viables económicamente. Las apelaciones a la recuperación de la soberanía con críticas al mercado globalista y peticiones de control de precios en las materias primas que hace Simón, son muy fáciles de enunciar, pero muy difíciles de llevar a cabo. La Unión Europea es, de origen, capitalista. Recuperar soberanía para reindustrializar y fijar salarios y precios significa, en esencia, romper con la Unión Europea. Y ocurre aquí como con la propaganda neoliberal: la UE nos puede gustar más o menos, pero está ahí y romper con ella significaría, como mínimo, más de una década de empobrecimiento asegurado. Con un añadido: después tendríamos soberanía pero quizá no la fuerza ni el tamaño suficiente para competir con otros países, por lo que seguiríamos siendo igual de pobres o estaríamos obligados, como en los sesenta del pasado siglo, a ser la playa y el bar de los países desarrollados.

La nostalgia por lo que Alfred Schutz llamó «el mundo del sentido común» o «el mundo dado por garantizado», aplicada aquí a un periodo que si no fue idílico, sí contenía aún algunas certezas para los individuos como trabajos más estables, modelos sociales y de familia más rígidos, estabilidad político-económica,… no puede ni ocultar el análisis crítico e histórico de lo que fueron aquellos años –los 90 solo fueron idílicos en su superficie y no para todos, pero por debajo se creaba la situación que condujo a la crisis de comienzo de siglo− ni, mucho menos, convertirse en una suerte de épica idealista desde la que querer reelaborar el mundo en busca de unas esencias perdidas, pero aún recuperables. La economía y con ella la cultura han cambiado mucho en los últimos veinte o treinta años y el mundo que fue, nos gustara más o nos gustara menos, ya no puede volver a ser. Lo que venga tendremos que construirlo de nuevo y la esperanza de que es posible es nuclear para el pensamiento progresista. Sin olvidar el ayer, pero sin dejarnos atrapar tampoco por una nostalgia fantástica de acuerdo con la cual a finales del siglo XX en este país atábamos a los perros con longanizas.

Eso no es óbice para que recuperar el ascensor social, dotar de buenos servicios a los pueblos, crear ayudas a la natalidad y a la conciliación, fomentar el empleo estable y buscar la manera de que la gente que lo desee pueda permanecer en sus lugares de nacimiento deberían ser políticas básicas y de primera necesidad no de parte, sino de toda la izquierda del país. Y punto de encuentro para sus diferentes sensibilidades.

Ana Iris Simón: sobre precariedad material y nostalgia