viernes. 19.04.2024
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Cuando algo violento ocurre en una protesta de cualquier género, suele haber quien lo justifica remitiendo a supuestas causas nobles. Sean agresiones a policías, escaparates rotos, agravios a terceros o contenedores ardiendo, nunca falta un pretexto ni un motivo humanitario que lo avale. Para unos es justicia, pero para otros es la escenificación de la decadencia ideológica de Occidente.

Asuntos mediáticos como el de Hasél, George Floyd o la Marea Verde han puesto de relieve que se puede apoyar un movimiento sin exculpar sus métodos, más aún cuando estos parten de conductas colectivas ruines. Viendo imágenes, ningún manifestante injuria sin que otro lo haya hecho antes. La masa no ataca un furgón hasta que alguien lanza la primera piedra, ni asalta una tienda hasta que un espontáneo sale cargado de bolsas. Su devoción por la causa es tan frágil y artificial que, para atreverse a defenderla con vigor, necesitan que otro se exponga primero sin consecuencias. En definitiva, nadie arriesgaría su integridad por unos principios si dichos principios no existen.

La violencia urbana es un caballo de Troya que esconde desahogos personales y frustraciones varias. Por supuesto que conviene defender lo que se cree correcto, pero ¿a qué precio? ¿acaso todo castigo es justo? El concepto de Justicia resulta tan complejo que para tratarlo han existido –y existen– instituciones, carreras académicas, legisladores, intelectuales… Sorprendentemente, el anarquista de Twitter o la feminista de turno han alcanzado la verdad absoluta sobre lo que es legítimo y lo que no, y sobre lo que requiere escarmiento en las calles.

Un ciudadano no puede actuar como juez y verdugo al mismo tiempo, pues terminará corrompiendo el fin con el medio

Tal vez la cultura de los ismos nos haya vuelto idiotas, o imprudentes, o ambas. El único argumento sincero a favor de las agresiones urbanas es que resulta entretenido ejecutarlas, y, en palabras de Ernesto Castro, madurar consiste en reconocer que dicho entretenimiento equivale a nuestro grado de inhumanidad. Aquellos que exhiben su ímpetu creyéndose una especie de insurgentes no son más que rebeldes de cartón ahogados en su propia incultura; consentir sus desvaríos supone un preludio al desastre.

Dicen que vendrán cambios históricos. Dicen que la lucha traerá orden. Dicen muchas cosas, pero solo las dicen. Un ciudadano no puede actuar como juez y verdugo al mismo tiempo, pues terminará corrompiendo el fin con el medio. Tal vez llevar la contraria al posmodernismo parezca un deporte de riesgo, pero, pese a quien le pese, es el último bastión del sentido común.

Mucho ruido y pocas luces