jueves. 28.03.2024
diego

Acababa de darse un gran escándalo: una pícara mano, una mano menuda había empujado la pelota hasta el fondo de las mallas; un impulso eficaz que se burlaba, ante cien mil personas y ante el fervor de México, en un estío recién inaugurado, de la Inglaterra entera y de sus férreos modos. Una humilde revancha de la nefasta guerra, un grito subversivo, una superchería que todo el mundo supo, que todo el mundo vio menos el árbitro, los dos jueces de línea o algún televidente entregado al almuerzo o a la cópula. Era el Mundial de Fútbol del año 86, Argentina-Inglaterra en cuartos de final. Maradona y su puño de lunfardo abriendo el marcador: la línea más torcida de esa tarde, el envés que equilibra la balanza de la genialidad.

Un hombre de débil apariencia y narcótico baile supo asumir la voz de todo un pueblo, recoger la semilla de la idea que sembraran los dioses y ofrecer un destello, un seductor y lúcido destello, del misterio del arte

Habían pasado apenas cuatro o cinco minutos tras la farsa. Como si se sintiera deudor con la verdad, como si no sirviese tan solo la victoria y fuera necesario reclamar el don de la pureza, el Diez armó un momento de leyenda: Enrique le asistió en el centro del campo, y desde entonces todo fue avanzar, diez segundos de fuego y de gambeta, de un imposible eslalon. Beardsley, Reid, Terry Butcher, Terry Fenwick: cuatro esbeltos atletas vencidos por el genio, rendidos a la savia celeste y la destreza de Diego Maradona. Aunque faltaba aún el esfuerzo postrero, el duelo original: el cara a cara contra el cancerbero, contra el guardián urgente de las puertas del infierno británico; Peter Shilton su nombre, el último encargado de frenar la furia de la fiera. Pero no fue posible. En lugar de chutar directo a puerta, Maradona pensó: mejor driblar, mejor será insistir en lo arriesgado en pos de la belleza. Y allí quedó vencido el guardameta observando el azar de la jugada, el remate letal, y si bien intentaron derribarlo, aplicar la lujuria de la fuerza, Maradona ganó: las redes se movieron al compás del esférico tras el gol que sumaba el dos a cero y encarrilaba el pase de Argentina a las semifinales.

Inglaterra marcó, mas era tarde: una terna de rítmicos pitidos ratificó el final de la contienda. Y después vino Bélgica, y después los germanos, y sólo fue vencer, y ver a Maradona alzar la hermosa Copa. Pero lo que jamás olvidará la ambiciosa retina, lo que será una nota constante y postergada en el Olimpo incierto del Deporte será esa vibración, esos breves segundos en que un hombre de débil apariencia y narcótico baile supo asumir la voz de todo un pueblo, recoger la semilla de la idea que sembraran los dioses y ofrecer un destello, un seductor y lúcido destello, del misterio del arte.

Maradona, el eterno