jueves. 18.04.2024
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En la década de los ochenta, España tuvo que preparar la Exposición Universal de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona que se celebrarían en 1992. La comunidad internacional había elegido dos ciudades con experiencia, una pobre, hermosa y dejada, la otra rica, bella y decadente. Para los dos acontecimientos era menester invertir cantidades ingentes de dinero tanto en la creación de las infraestructuras necesarias como en la modernización de la trama urbana y las redes de transporte. En el caso de Barcelona había que hacer algo más: No hacer el ridículo vistos los antecedentes.

Salvo el gol de Marcelino a la URSS en la Copa de Europa de naciones y la medalla de Francisco Fernández Ochoa, el tránsito español por el deporte y el atletismo mundial había sido más bien escaso. Recordando siempre al malogrado Joaquín Blume, los periodistas deportivos narraban las hazañas del tenaz Mariano Haro y del incansable Santiago Esteva, la de algún noble montado a caballo, las de José Legrá o Ángel Nieto y las victorias europeas del Madrid de Di Stefano. Ante la perspectiva de unos Juegos Olímpicos nada satisfactorios para los organizadores, Javier Gómez Navarro, a la sazón Secretario de Estado de Deportes, preparó un programa que partiendo del deporte base -casi inexistente entonces- implicase a ayuntamientos, comunidades y empresas con la finalidad de obtener resultados olímpicos en el corto plazo de seis años, el que va desde la concesión de los juegos a Barcelona en octubre de 1986 hasta la celebración de los mismos en agosto de 1992.

Los frutos de aquel programa no pudieron ser más satisfactorios: España obtuvo los mejores resultados deportivos de toda su historia, pero sobre todo se consiguió que miles y miles de jóvenes comenzasen a practicar todo tipo de deportes en cualquier lugar del país, más en aquellos que tenían más instalaciones y más dinero para fomentar su práctica. En pocos años, España comenzó a destacar de modo reiterado en disciplinas tan distintas como marcha, mil quinientos metros, triatlón, harterofilia, baloncesto, balonmano, waterpolo, golf, badminton, tenis, fútbol, automovilismo, motociclismo, alpinismo, piragüismo, vela o natación, situándose entre los primeros países del mundo tanto en los deportes mayoritarios como en muchos de los minoritarios. Evidentemente el éxito se debió a una planificación perfectamente organizada aunque no exenta de problemas graves, a una dotación económica acorde con los objetivos y a la implicación masiva de jóvenes deportistas. Unos llegaron al triunfo, otros también al conseguir disfrutar del esfuerzo invertido y de la satisfacción que implica entregarse a algo que gusta. Desde aquel año de 1986 nada ha sido igual en el deporte español y hoy nadie se extraña que en cualquier momento pueda surgir un deportista destacado en cualquier especialidad.

No ocurre lo mismo con la ciencia, la educación y la cultura. El coronavirus ha puesto de manifiesto una vez más las formidables carencias, sobre todo económicas, que constriñen su desarrollo entre nosotros. En cuanto a la ciencia, España ha tratado secularmente mal a sus científicos. Abolida por el franquismo la Junta de Ampliación de Estudios que pareció encauzar con éxito el desarrollo de la ciencia de nuestro país hasta 1939 mediante becas que permitían estudiar en los países más avanzados, investigar en España en cualquier materia del saber se convirtió en una cuestión volitiva, en una lucha permanente contra molinos de viento que vigilaban tanto al investigador como a la materia investigada, poniendo trabas a menudo insalvables a cada paso. Nunca existió un plan perfectamente pertrechado para ayudar a los estudiantes a continuar ampliando sus conocimientos con los instrumentos necesarios para ello. No obstante, la tenacidad de muchos universitarios españoles ha conseguido en las últimas décadas que estén presentes, y en cargos de mucha responsabilidad, en los principales institutos investigadores del mundo, aportando su saber al país en el que trabajan y no al que se formaron. Es una forma como otra de dilapidar inversión en formación y, posteriormente, en compra de patentes muchas veces ideadas o participadas por especialistas de aquí.

La escuela concertada que hace del dogma católico su fundamento se dirige al negocio, a la formación ideológica del alumno y a la creación de unas élites que sirvan para dirigir las empresas familiares y los partidos políticos afines

Desde que murió el dictador, la Educación se mueve entre quienes quieren vincularla al pensamiento escolástico patrio dirigido por la Iglesia católica destinándole miles de millones, y quienes respetando la existencia de escuelas privadas, pretenden una educación laica en la que el conocimiento y la formación humana esté al margen de los dogmas religiosos e ideológicos. De momento la batalla la ganan los primeros, consiguiendo año tras año un porcentaje mayor del presupuesto estatal. La escuela concertada, que hace del dogma católico su fundamento, se dirige al negocio, a la formación ideológica del alumno y a la creación de unas élites que sirvan para dirigir las empresas familiares y los partidos políticos afines. La escuela pública, en la que se respeta la libertad de cátedra, no tiene ningún objetivo claro y común, además carece de los instrumentos personales y materiales que le son indispensables para educar ciudadanos conscientes y entregados a la disciplina más acorde con sus aptitudes. Sin embargo, es de ella, y gracias al esfuerzo impagable de muchos maestros y profesores, de donde salen los alumnos mejor preparados, con menos prejuicios y más solidarios.

En cuanto a la cultura, ese alimento sin el cual apenas nos diferenciaríamos de otros animales en teoría menos evolucionados y desarrollados, no hacen falta demasiados comentarios. La mayoría de la población en ajena a ella, es ridículo el porcentaje de ciudadanos que lee habitualmente, mínimo el que acude a teatros, cines, exposiciones o conciertos, exiguo el que está dispuesto a abandonar la TV o las redes sociales para participar en actividades culturales o cívicas. De ahí que tengamos un problema, un problema que es urgente afrontar y resolver no sólo para que nos desarrollemos como país, sino para que también lo hagamos como individuos, como personas, como seres humanos.

La Educación es la clave del arco sobre el que reposan ciencia y cultura. Si no contamos con un sistema educativo laico y potente que dote a profesores y estudiantes de todos los medios necesarios para encontrar y encauzar -como decían los institucionistas- las facultades del alumno, sólo podemos esperar que unos pocos descuellen por méritos propios, por la ayuda familiar o por acto generoso de la casualidad. No se trata de igualar por abajo como tantas veces ha acusado la carcundia nacional, sino de formar ciudadanos con los conocimientos mínimos y las habilidades necesarias para valerse en la vida o para luchar para que sea mejor cuando es injusta. Al igual que ocurrió con el plan ADO y el deporte, si se lograse incentivar a la mayoría de los alumnos para adquirir unos conocimientos básicos y luego encontrar una especialización de acuerdo con sus cualidades, gran parte del trabajo estaría hecho. Se trataría de una educación integral ajena a los dogmas, que despertase la curiosidad del estudiante y le abriese caminos expectantes mediante un sistema educativo basado en el tratamiento individualizado y el fomento de las actividades grupales. Una vez conseguido esto tendríamos científicos, tendríamos millones de personas interesadas por lo que pasa a su alrededor y por aquello que el hombre es capaz de crear para sus semejantes sin otro interés que enseñar, deleitar o satisfacer las demandas de belleza que laten en el interior de toda persona a la que se le ha mostrado la diferencia entre la verdad, la mentira y las medias verdades; lo feo, lo hermoso y lo gris; lo necesario, lo superfluo y lo prescindible.

El actual sistema educativo a media distancia de todo, no es capaz de cumplir con esos objetivos. Es por eso que estimamos absolutamente necesario un plan ADO para la Educación, la Ciencia y la Cultura, destinando a él todos los medios materiales y humanos que sean precisos, arbitrando medidas para recompensar el esfuerzo personal y colectivo. No es una cuestión que se pueda aplazar, sino de supervivencia.

Un plan ADO para la educación, la ciencia y la cultura