martes. 19.03.2024
carmen
Foto: Carmen Barrios

El neoliberalismo, la forma del capitalismo salvaje en el siglo XXI, es un sistema depredador que hace aguas. Desde 2011 asistimos a un resquebrajamiento de la hegemonía cultural del capitalismo neoliberal. El movimiento del 15M en España es un ejemplo potente de reacción popular ante los destrozos de un sistema, que emplea los números de los asientos contables como alimañas que devoran el cuerpo social desde el sonoro crack del 2008. Los eslóganes de los jóvenes que ocuparon la Puerta del Sol de Madrid -epicentro del más dramático experimento del capitalismo extremo depredador que se sufre en Europa- dan la vuelta al mundo durante esos dos meses de campamento urbano de luchas y debates públicos. Si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir es un aviso a navegantes que eriza los pelos de la espalda del empresariado patrio, porque ataca la columna vertebral de su dominio y enciende alarmas aquí y fuera de aquí. Se palpa la tensión. Este sistema es insostenible para las personas y para la propia vida en el Planeta. La hegemonía cultural neoliberal que había conseguido instalarse en todos los ámbitos de la vida está en crisis. En el mundo del trabajo, también.

En el espacio del laboro la pelea cultural por el relato es atroz, brutal, descarnada. Tanto en crisis precedentes, como en la actual, porque es central. Es verdad, que en tanto en cuánto los ‘señores’ del dinero sean capaces de evitar que se desmorone el sistema de golpe, puede parecer que van ganando. Pero la agresividad que muestran las derechas, por ejemplo en España –y muy especial y desaforadamente en la Comunidad de Madrid- queriendo aferrarse a un entramado económico predemocrático y basado en el capitalismo rentista del antiguo régimen, muestra la debilidad de este modelo económico y lo caduco que es. En cada crisis se explicita con ferocidad la lucha de clases, aunque esta terminología quiera ser desplazada del lenguaje de uso, porque el lenguaje y su dominio es una herramienta fundamental para la construcción de hegemonía cultural. Hay que recordar que uno de los logros históricos de Carlos Marx fue crear lenguaje, terminología propia para nombrar las enfermedades que minaban el cuerpo laboral, además de conseguir describir el capitalismo de una forma descarnada. El lenguaje crea conciencia y cuando las izquierdas dormitan, compiten entre ellas y renuncian a crear, el mundo del dinero se come el espacio. Estamos en posición de evitarlo.

Las fuerzas del mal (esas que la Bruja Avería elogiaba en La bola de cristal con su grito de guerra preferido, VIVA EL MAL VIVA EL CAPITAL) aprendieron de las lecciones de Marx. Y el poder hegemónico, en este caso el poder del dinero, se afana en nombrar y renombrar para colocar palabras que camuflen la realidad y cumplan la función de distraer convenientemente las esencias de los debates y la propia condición que ocupa cada una de nosotras en el espacio que habitamos.

¿Estamos en disposición de dar la batalla cultural por el reparto de la riqueza de verdad? Porque de eso se trata. Se sigue tratando de lo mismo. Los de abajo, las de abajo, continuamos persiguiendo La Égalité

Continuamente pervierten el sentido de las palabras. El poder del dinero ha conseguido instalar la idea de que el individuo está por encima del colectivo y que cada trabajador o trabajadora es “libre” de actuar como quiera dentro de la empresa y que sus logros, dependen solo de él o ella. Es más duro si cabe. Han conseguido situar la idea del individuo “libre” contra el colectivo. Porque asimilan la idea de “libertad”, a la libertad del que puede, del que tiene privilegios para ejercerla a su antojo. En este caso privilegios de clase, que el patriarcado capitalista cultural en el que nos desarrollamos se convierten, además, en privilegios de los hombres sobre las mujeres. Del conjunto nace, que es más importante “tener” que “ser”. Es más, solo se “es”, cuando “se tiene”.

Casi se podría decir que la sociedad de consumo ha popularizado una especie de “tengo, luego existo”, que afortunadamente el discurso conservacionista de la naturaleza, ha venido también a poner en cuestión. Y desde hace años, en este campo también existe una tensión dialéctica nada desdeñable.

La filosofía neoliberal que alienta la idea de que cuanto más tengamos mejores somos, está presente hoy mismo, en estos días de pandemia. Hay fotos fijas que duelen en el centro de la retina. Masas de personas se lanzan a las calles a “consumir”, llenando los espacios públicos para conseguir una camiseta por cinco euros menos, se lanzan a gastar dinero sin importar contagios, sin importar ponerse en riesgo, o poner en riesgo a otras personas, a trabajadoras de los servicios saturados de salud, tan mermados por la avaricia privatizadora del capitalismo, que esquilma lo público para engrosar el tamaño de su bolsa, porque las televisiones, que dominan y difunden el lenguaje y el discurso de la clase poderosa, dicen que la salud de la economía está por encima de la salud pública, de la salud de las personas. Una parte de la población siente que no consumir es sinónimo de no existir. Tener, acumular capital, está por encima de la propia posibilidad de continuar siendo.

La pelea por el discurso hegemónico, por hacer hegemonía cultural está servida.

Antes de la pandemia, el único movimiento político sólido, que había conseguido hacer una brecha en el muro del discurso hegemónico, es el Movimiento Feminista con conciencia de clase. Las mujeres del planeta consiguieron lanzar dos mensajes nítidos que calaron en más de la mitad de la población mundial: la desigualdad económica, educativa, laboral, social -la desigualdad en todos los órdenes de la vida- se ceba con las mujeres, y esa desigualdad que instala el patriarcado capitalista se convierte en múltiples formas de violencia sobre ellas, llegando a causar de manera extrema multitud de asesinatos machistas, que se producen sobre sus cuerpos, por el mero hecho de ser mujeres.

Hay que reconocer al movimiento feminista que está consiguiendo ser el único sujeto político que avanza con creatividad, empeño y unidad, construyendo, poco a poco, y con mucho esfuerzo, una nueva propuesta de modelo social y productivo y de hegemonía cultural de naturaleza inclusiva. Es tan evidente, que el feminismo de clase hace pupa al sistema, con sus reivindicaciones contra las violencias y las desigualdades, exigiendo una sociedad de los cuidados y otras formas de entender el mundo laboral, el social, el educativo, el económico y las relaciones de poder, que el capitalismo ha reaccionado de múltiples formas. El acierto de las mujeres al señalar la doble explotación que sufren a diario, y la escandalosa cantidad de dinero que le ahorran al sistema con esa doble explotación, en la que ellas perciben menos salario en sus puestos de trabajo y ningún salario por el trabajo de los cuidados, ha sido tan palmaria, que la maquinaria de combatir el relato feminista con un relato capitalista patriarcal, pasado por los filtros de la modernidad, está en marcha. 

El ariete ideológico que se está usando para intentar volver al mismo lugar del consenso neoliberal en el que la economía y el orden patriarcal no se tocan y está por encima de todas las cosas, es el uso de la ultraderecha. El capitalismo está usando a la ultraderecha y a las iglesias (en países de tradición católica como España es palmario) para centrar el debate y recuperar espacio perdido. Ya lo hizo en los años treinta y en España funcionó. 

Desde la derecha ultra, líderes que perecen salidos de la factoría de Joseph Goebbels, se afanan por acuñar un nítido discurso antifeminista. Además, no podían faltar ejemplos globales de productos culturales de la industria editorial y la industria cinematográfica americanas (el mundo del capitalismo del poder del hombre blanco invierte en cultura que ayude a mantener su estatus inamovible), que asientan viejos estereotipos de dominación y que van enfocados a las jóvenes y a los jóvenes, pero sobre todo a ellas. Recuerdo solo dos fenómenos globales, los libros de vampiros de Stephany Meyer, la saga Crepúsculo, con sus correspondientes películas, y la saga de la Sombras de Grey, también con sus correspondientes films. Brutal, la de pasta que se ha invertido en popularizar dos “mierdas” literarias, elevadas luego a exitosos productos cinematográficos. Y ahí ha estado el poder hegemónico del capitalista blanco varón yankee poniendo dinero.

La pandemia entra en el debate

Esta pandemia ha venido a poner nuevamente las cosas patas arriba. El mantra de cuanto menos Estado mejor ha sufrido un golpe en el hígado del que se ha dolido en público, mostrando las costuras a punto de estallar del discurso hegemónico de la “libertad” del individuo varón blanco contra el bien común, y por encima del bien común. Pero los resortes del poder hegemónico capitalista se mueven rápido y, sobre todo, tienen los medios de difusión de sus mensajes a favor. Es interesante ver que ahora la tensión público/privada, libertad individual/reparto colectivo, que se han hartado de señalar las mujeres –porque en su cuerpo sufren con creces esta tensión de manera diferenciada- creando discurso, se manifiesta tan fuertemente como después de la Segunda Guerra Mundial. ¿Seremos capaces, las fuerzas de la izquierda, de convertir de nuevo el relato del bien común y del reparto, los servicios públicos y el trabajo digno, en el relato que nos sitúe en el mundo? ¿Lograremos colocarlo en la posición hegemónica necesaria para posibilitar el desarrollo social?

El mundo del trabajo está siendo duramente vapuleado en esta pandemia. Desarrollo tecnológico y pandemia están caminando de la mano para destruir empleos. Se están perdiendo millones de puestos de trabajo en todo el mundo. Guy Ryder, director general de la OIT, afirmaba en un artículo publicado en el número 312 de la revista Temas, que se ha perdido el equivalente a unos 495 millones de empleos a tiempo completo, para una semana laboral de 48 horas. Una barbaridad.

De momento, la hemorragia de perdidas de empleo en España –y otros países europeos- se está conteniendo con inversión pública y ERTES planificados y avalados por acuerdos del Ministerio de Trabajo con los agentes sociales.

Me pregunto si vamos a tener los recursos suficientes para pasar el trago y poder dar el impulso transformador necesario, y hasta dónde vamos a ser capaces de llegar. Me pregunto si los trabajadores y las trabajadoras tenemos las fuerzas y el músculo sindical suficientemente entrenado y nutrido para dar exitosamente la batalla cultural por el discurso hegemónico y hacer valer la defensa de lo común.

Tenemos un punto en contra. Hay baja afiliación en España, y también en Europa. Muchos trabajadores tienen una idea negativa de los sindicatos. La derecha mediática y económica, que van de la mano, los tilda de ladrones. Desde hace años –Thatcher instaló el discurso- pugnan por asentar la idea de que son perjudiciales para los y las trabajadoras, que están llenos de vagos que solo quieren chupar del bote. Tienen medios a su alcance y un ejército de voceros para difundir este mensaje. Además, disponen  de think tanks de pensamiento ultraliberal, como FAES en España, con la faltriquera bien repleta, para coordinar y difundir sus mensajes de clase. Cuentan incluso con exdirigentes sindicales “arrepentidos”, que difunden que los sindicatos no valen para nada y que son “caros”.

Las fuerzas del mal, el neoliberalismo capitalista, han trabajado mucho para ello. Situar la “libertad” del individuo por encima, y contra, del hecho social y del beneficio colectivo es uno de los mayores logros a largo plazo del neoliberalismo, que tiene su esencia en las teorías sobre la Libertad de Hayek, pensador austríaco de los años treinta -asentado en Inglaterra-, que perdió en su día el debate esencial con Keynes en esa época, pero que fue recuperado y se ha sido imponiendo a largo plazo.

Los pensadores neoliberales entendieron mejor que nadie el mensaje de Antonio Gramsci sobre la necesidad de construir hegemonía cultural para instalar “su” sistema ideológico a largo plazo. Y se pusieron manos a la obra muy temprano, tras perder el debate en los Acuerdos de Bretton Wood, donde se fijan los beneficios de la expansión de la inversión pública a través de la creación de fuertes Estados del Bienestar en la Europa que venció al fascismo. No hay que olvidar, que tal como recuerda Enric Juliana en uno de los pasajes de su libro Aquí no hemos venido a estudiar, “El empuje antifascista era colosal en aquellos momentos en toda Europa. El prestigio de la Unión Soviética era enorme entre la mayoría de los trabajadores europeos. El Ejército Rojo era visto como el granador después de plantar la bandera Roja en Berlín. (…) En 1945 el 57% de los franceses creían que la Unión Soviética era quien más había contribuido a la derrota de Hitler”.  O como muestra Ken Loach en el documental El espíritu del 45, las fuerzas antifascistas de tradición ideológica marxista, muy enraizadas en el movimiento obrero, salen con mucha fuerza de la guerra y en Gran Bretaña propician un Gobierno Laborista que construye a pico y pala un sólido Estado del Bienestar con valores anclados en la solidaridad, el pacto entre el mundo del trabajo y el empresarial para redistribuir la riqueza y el bien común por encima del “ideal” liberal de imponer la “libertad” del que puede. La era de la recaudación fiscal (aportando más, quienes más tienen) y de la redistribución de la riqueza a través del salario social de Estados proveedores del bien común estaba en marcha y había triunfado. Las terribles heridas de la guerra, emprendida por lo más oscuro del capitalismo fascista, solo podían saldarse en Europa ofreciendo vidas dignas, con empleos, salud, escuela y servicios sociales que cuidaran en común. Estados Unidos caminaba con su propio equilibro de fuerzas.

Hegemonía cultural gramsciana robada por las fuerzas del mal

“Una de las características más importantes de cualquier grupo que se esté desarrollando hacia la dominación es su lucha por asimilar y conquistar ‘ideológicamente’ a los intelectuales tradicionales. Pero esta asimilación y conquista es más rápida y eficaz cuanto más éxito tenga el grupo en cuestión en fabricar sus propios intelectuales orgánicos”. Esta frase de Cuadernos de la cárcel, de Antonio Gramsci le da pie a Susan George para desarrollar un impresionante análisis en su libro de 2007 El pensamiento secuestrado, sobre la “ocupación cultural” de todos los espacios y de todos los órdenes de la vida construido en Estados Unidos por la derecha laica y la religiosa que se exporta a todo el mundo, partiendo de un sistema propio de valores asentado en la idea de la “libertad” individual de Hayek, como la medida de todas las cosas. Según la pensadora, la derecha neoliberal es la que mejor ha entendido al teórico italiano de la izquierda, y se ha afanado, desde los años 50 del siglo pasado, empezando en la Escuela de Chicago, por elaborar doctrina y difundir mensaje por todas la vías a su alcance.

Como muchos autores han analizado y referido, Chile es la casilla de salida, un ensayo sangrante, en el que se sirvió la cabeza del penúltimo presidente romántico de las izquierdas unidas, Salvador Allende -consagrado a la consecución del bien común y del reparto de las riquezas para sus conciudadanos- ofrecida en bandeja de plata en los altares del todopoderoso dios del dinero. 1973 fue el año del inicio de una peligrosa escalada, que Reagan y Thatcher asentarían pocos años después, en los ochenta, -tras la gran crisis económica de mediados de los setenta-, con una involución neoliberal que consiguió dar la vuelta definitiva a la escala de valores colectivos y del bien común pactados tras la Segunda Guerra Mundial. Cabe recordar, además, que para muchos analistas de la izquierda mundial el tiro en la cabeza que le dieron a Olof Palme en Estocolmo en 1986 –este sí, el último mito romántico- supuso abrir una brecha de infiltración neoliberal en Suecia desde mediados de los ochenta que completó y allanó el camino para torcer el brazo de la socialdemocracia europea. Ponían una pica en el país del mundo en el que más y mejor se había desarrollado el Estado del Bienestar.

Y aún siguen.

Pero vayamos a la cuestión que nos ocupa. ¿Cómo se consigue instalar un sistema de valores, que pretende arrasar lo colectivo y lo cooperativo, que es la esencia de la propia cultura humana que prospera mejor en comunidad, para imponer un sistema individualista y privativo puro y duro, en el que se valora y gana la “libertad” del que puede, porque puede?

Con un ejército de intelectuales orgánicos dedicados a difundir un único mensaje de mil formas distintas. A través de productos culturales, educativos, literatura, películas, contenidos de tv, anuncios y publicidad, imágenes por doquier e ingentes cantidades de “información” deformada al servicio de intereses favorables a la imposición de una determinada hegemonía cultural. Con cantidades obscenas e ingentes de dinero invertidos en estos recursos comunicativos, culturales y educativos, la educación juega un papel fundamental, tal como se ve por ejemplo en España cada vez que se quiere meter mano a los privilegios de la escuela privada y concertada, Madrid es un campo de batalle en este sentido. Dominando los centros emisores, culturales, educativos y mediáticos se dominan los mensajes y se imponen “verdades” reveladas.

Nunca antes en la historia de la humanidad ha habido tantos medios de comunicación distintos y variados, emitiendo un mensaje fundamental de fondo que articula en realidad los demás mensajes, produciendo discurso: la libertad incuestionable del individuo incluso contra, y en detrimento, del bien común.

Margaret Thatcher rindió a los fuertes sindicatos ingleses en la batalla de desgaste de un año de huelga en el sector de la minería, donde se emplearon todas las herramientas mediáticas, políticas y económicas (incluso los servicios secretos del Estado trabajaron contra los sindicatos) al alcance para desprestigiar a los trabajadores huelguistas y sus familias y romper las cadenas de solidaridad que sujetaban las luchas. Este “aprendizaje” que supuso la derrota sindical en 1984 en Gran Bretaña consiguió romper la espina dorsal del sistema social, político y económico de reparto asentado tras la Segunda Guerra Mundial. Como explicita David Peace en su novela GB84 la derrota de la fuerza sindical supuso la derrota de todo un sistema de valores culturales positivos basados en lo colectivo. Se impuso un nuevo paradigma, que se fue contagiando a toda Europa con el concurso y la claudicación del sistema de valores de las fuerzas socialdemócratas cautivadas por los cantos de sirenas de la Tercera Vía de Tony Blair.

El neoliberalismo ha conseguido romper el orgullo y la identidad de clase. Desde que los y las trabajadoras ascendieron en la nomenclatura al peldaño de creerse pertenecientes a una clase superior “la clase media”, y pensaron que compitiendo entre ellos podían incluso llegar a alcanzar las cimas de los adinerados, el capitalismo neoliberal ganó de facto la batalla cultural. Además, desde que en 1989/91 el supuesto modelo civilizatorio marcado por el “gobierno de los trabajadores” se hundió en un lodazal de podredumbre del que emanaba un sistema en bancarrota económica y podrido moralmente, con unos servicios secretos obsesionados por espiar y controlar a su propia población. El derrumbe del bloque del Este supuso convertir en mantra “los currante no sabéis gobernar, no estáis hechos para ello”. Fue una llamada a deponer herramientas de lucha y de acción y una conminación a abrazar las mieles de una sociedad de consumo que proporcionaba el ascenso a “la clase media”, a través bonos de poder de compra en plazos mensuales. La trampa estaba servida.

La presión que imprimen las catastróficas cifras de pérdidas de vidas humanas durante esta pandemia, agudizada por el deterioro de los servicios públicos de salud, y la destrucción masiva de puestos de trabajo, que han desnudado los feísimos defectos y los costes brutales que tiene para las gentes este sistema socioeconómico, político y cultural neoliberal desatado, ¿puede ayudar a que las fuerzas progresistas sean capaces de reconducir la situación, y comiencen a instalar de nuevo un sistema de valores basado en el mimo a los beneficios de cuidar lo colectivo, las políticas públicas de los cuidados que reclaman las feministas, la cooperación, la preservación del medio ambiente, la dignidad humana? ¿Estamos en disposición desde las izquierdas y desde los movimientos sindicales de ganar de nuevo la batalla cultural de lo colectivo por encima de la libertad/ privilegios del individuo que puede? ¿Hemos tramado los espacios mediáticos, educativos y culturales necesarios para conseguirlo? Pero sobre todo, ¿hemos tejido las redes de solidaridad, de unidad y diálogo necesarias para imponer un cambio de paradigma? ¿Tenemos ese ejército de intelectuales orgánicos propios, capaces de difundir nuestro mensaje?

Nunca debemos cejar en el empeño de conseguir responder afirmativamente a estas cuestiones. La tensión entre dos culturas y dos formas antagónicas de ver, concebir y construir el mundo continúa y es permanente.

Del atolladero humano en el que nos encontramos, que es potente porque nos va hasta la vida del Planeta en ello, se sale creando política y dialogando.

El movimiento feminista ha conseguido imponer algunos consensos que construyen hegemonía cultural.

Desde el denostado, pero tan necesario, movimiento sindical, ¿se ha conseguido algún hito de justicia social digno de utilizar como bandera de victoria? Sí. Se ha producido en España y se debe exportar como ejemplo.

Recordemos que las Comisiones Obreras ganaron la batalla tanto judicial como negociada al gigante mediático por excelencia, a Coca Cola, la empresa global. Y lo consiguieron instalando un relato cultural, a golpe de tuit, de desprestigio de la marca, a través del movimiento de las Espartanas y Espartanos de Coca Cola En Lucha. El mito de David contra Goliat estaba servido, y funcionó. La demostración jurídica de que hubo esquirolaje de producto sirvió para conseguir que el ERE fuera declarado nulo por el Tribunal Supremo, creando jurisprudencia. La negociación tras más de cinco años de lucha contra la empresa se ha saldado con una vitoria que reafirma y se acuerda. Una victoria que dice que cuando una empresa cierra una fábrica -que da beneficios y es viable- solo para obtener más lucro, debe hacerse cargo de los salarios de por vida de los trabajadores de esa fábrica, a los que les ha robado previamente su puesto de trabajo. El que rompe, paga. Deberíamos estar haciendo películas sobre esta lucha heroica ganada a una empresa global –cuyo presupuesto es más grande que el de muchos países-  por trescientas familias de una fábrica de un pueblo del machacado cinturón industrial de Madrid. Y se ha ganado creando posibilidad a través del discurso cultural y de una batalla mediática en redes muy bien organizada por las mujeres Espartanas, que minaron la imagen cultural asentada de producto amable y cotidiano de la chispa de la vida. Esto permitió que en la negociación se ampliaran los márgenes de posibilidad. La empresa había perdido la batalla cultural. Pagó por ello. El sindicato debe usar este aprendizaje y esta gran victoria para enseñar, para educar, para golpear en la idea de que el poder de la unión, del colectivo, la fuerza organizada sindical cambia las cosas, es sujeto de avances sociales. Ofrece nuevas posibilidades de relaciones laborales.

¿Estamos en disposición de continuar creando nuevos escenarios de posibilidad? Sí. Incluso a veces lo tenemos escrito en los libros. Ya Paul Lafargue puso negro sobre blanco en El derecho a la pereza que los y las trabajadoras tenían derecho a un salario social derivado de la tecnificación, si las máquinas trabajan y se necesitan menos personas en las fábricas, ¿es lícito que las personas mueran de hambre, cuando sobran porque su trabajo lo realiza una máquina, cuando han sido las personas las que han contribuido con su esfuerzo a la grandeza de las fábricas? No lo es. Una parte sustancial de los excedentes de capital, que ofrecen las máquinas, deben ir a las familias como salario social. 

Hoy la tecnología a la vez que ofrece y crea nuevos empleos, destruye por doquier, colocando miles de manos trabajadoras fuera del mercado. Además, la tecnología y el trabajo en red está provocando más desregulación y empleos basura. No debemos permitirlo. Me pregunto, ¿estos avances de la tecnología no se han producido gracias al conocimiento en red desarrollado muchas veces en las universidades públicas? ¿Es lícito que los beneficios de ese conocimiento humano acumulado, que crea tecnología, que a su vez crea riqueza, se privatice y vaya a engrosar solo los bolsillos de unos pocos? ¿Cuándo vamos a estar en disposición de exigir ese salario social, que ha sido producido con creces con la plusvalía que deja la tecnología, para los trabajadores y trabajadoras sobrantes? Hay plusvalías excedentes para ello. ¿Cuándo vamos a exigir con fuerza arrolladora que se reparta el empleo, que se trabajen menos horas con salarios dignos y derechos asegurados? Los beneficios empresariales están ahí, deben repartirse. ¿Dónde está escrito que no tengamos derecho, hoy más que nunca, al pan y a las rosas?

¿Estamos en disposición de dar la batalla cultural por el reparto de la riqueza de verdad? Porque de eso se trata. Se sigue tratando de lo mismo. Los de abajo, las de abajo, continuamos persiguiendo La Égalité.


*Agradezco el debate y las lúcidas aportaciones del historiador Enrique Corredera Nilsson, que me han ayudado a enriquecer este artículo.

Este artículo fue publicado en el número de Enero de 2021 de la revista Perspectiva.

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