miércoles. 01.05.2024

El pasado lunes, día 11 de octubre, tuve que bajar a Madrid a una reunión y romper el lejano trabajo doméstico propio de un puente tan estupendo. La cosa se presentaba como una buena excusa para comprobar la belleza de Madrid en la plenitud de su mejor estación: el otoño, momento en el que Madrid se viene arriba y convierte el paso por sus calles y sus paisajes en una experiencia realmente placentera.

Mis esperanzas se basaban en un recorrido por la calle de Serrano hasta la Plaza de la Independencia y bajar por la calle de Alcalá hasta la esquina de la calle de Pedro Muñoz Seca y en el placer de asomarse a esa perspectiva que, desde la Puerta de Alcalá, muestra a Cibeles y la confluencia de la Gran Vía, paisaje de una belleza especial comparable a cualquier belleza urbana del mundo según mi modesta opinión.

Pues bien , la decepción fue absoluta, sorprendente y desmoralizadora: la calle de Serrano se ha convertido en un territorio sin ley en el que los coches bloquean el Bus Vao, las camionetas de reparto paran donde y como quieren y la terraza del bar Hevia se alarga en una longitud absurda eliminando la posibilidad de paseo por una acera ahora restringida a su mínima expresión.

Pero el caos definitivo se asentaba en ese tramo de magnífica belleza ahora convertida en un follón de terrazas sobre aceras inservibles; esquinas y pasos de peatones bloqueados por furgonetas, autobuses que se amontonaban en la plaza bloqueando la calle de Serrano y un alto número de peatones amontonados sin poder caminar entre los veladores y toldos de las terrazas ya preparadas para pàsar el invierno con estructuras cada vez menos efímeras. La Calle de Alcalá ha sucumbido como lo han hecho las aceras de las zonas de Ibiza, Ponzano, Alonso Cano y todas las que se han entregado a cualquier uso excepto al del tranquilo uso de los ciudadanos.

Madrid se ha entregado al desorden, al caos, a los coches y al ruido: en contra de todos los signos de los tiempos, Madrid ha decidido resistir ahora y siempre a la nueva lógica urbana que pretende invadirnos desde otros espacios sensatos que avanzan hacia nuevos conceptos de ciudad. Curioso que las que siempre se han denominado a sí mismas como “gentes de orden”, los gestores del PP, se crucen de brazos ante esta demostración de caos, desorden e incivismo y contemplen tranquilos, desde su propio despacho, la degradación de unos espacios que ya no permiten el paseo o el tranquilo disfrute de sus panorámicas más bonitas.

Almeida y VIllacís deben estar encantados de haberse conocido, pero Madrid se ha situado al margen de sus habitantes; se ha entregado a no sé muy bien qué estrategia que hace de sus calles una batalla, de sus casas un coto de ricos, de sus servicios municipales una entelequia y que, ya es el colmo, ni siquiera protege ese pequeño Madrid que conforma el 100% de sus preocupaciones y desvelos: el centro, la zona interior de la M-30.

Hace décadas que no habito Madrid, pero en esta estación me gusta andarla, beberla a tragos cortos y escogidos; disfrutar de sus luces y sus árboles de colores cambiantes  camino a su apacible desnudez, pero eso se ha ido convirtiendo en algo muy complicado, casi imposible. Y eso que, desde mi moto, la ciudad siempre es más bonita y el tráfico se hace menos complicado y más llevadero. Pues bien: este año el placer se ha hecho imposible y la pena crece junto a la indignada comprobación de la dejadez; de la inercia y atonía de un Ayuntamiento que le vuelve la espalda al futuro entregado a los intereses cortoplacistas de un modelo pasado, antiguo y caduco.

Los madrileños votan y votan lo que quieren, pero ellos verán lo que quieren para su futuro y para el futuro de sus hijos, que la cosa ya no tiene matices: Madrid se muere bajo el tráfico, el caos y la mala educación general de sus ciudadanos. Ellos verán, que servidora tiene claro que, en pocos años, se entregará al dulce abrazo del Mediterráneo en una jubilación ajena a este despropósito.

Desorden