jueves. 28.03.2024
posmodernidad

La modernidad es ese gran movimiento que se inicia a finales del siglo XV, que se extiende por todo el mundo de la mano del colonialismo, y que se constituye en hegemónico a medida que los avances científicos, los cambios sociales y, sobre todo, las transformaciones económicas van consolidando el modo de producción capitalista en Europa, en América y en otras regiones del planeta hasta prácticamente abarcarlo por completo.

Podemos decir que la modernidad no es otra cosa que la dimensión cultural (superestructural) del desarrollo universal del capitalismo. Este proceso atraviesa fases sucesivas: el capitalismo liberal, que se desarrolla hasta bien entrado el siglo XIX, pasando por el capitalismo imperialista, hasta su fase actual: el capitalismo transnacional o globalizado, característico de finales del siglo XX y principios del XXI. Es, justo en esta última fase, cuando la modernidad se hace posmoderna, sin dejar por ello de ser modernidad.

Pero, ¿a qué llamamos posmodernidad? Dejando a un lado los aspectos estéticos, la posmodernidad responde, al menos, a cinco perspectivas fundamentales (sin ánimo de ser exhaustivo):

  1. El fin de la historia

Esta explicación de la posmodernidad ofrece una cosmovisión del mundo en la que la historia parece haberse detenido para siempre. La teoría de Francis Fukuyama con respecto al fin de la historia y el triunfo final de la democracia liberal (y su correlato, el capitalismo neoliberal) es el elemento central del pensamiento posmoderno. En torno a él, la posmodernidad ofrece una suerte de narrativa milenarista que incluye el fin de las ideologías, el fin del sujeto cartesiano como individuo racional y, con él, el fin del sujeto de transformación, así como el fin del Estado-nación (E. Grüner, 1998).

  1. El fin de las meta-narrativas

Jean-François Lyotard publicó en 1979 La condición posmoderna, una obra que marcó un hito. A partir de ella se estandarizó el postulado de que las grandes narrativas habían sucumbido ante el empuje inexorable de los avances tecnológicos y las prácticas sociales que estos conllevan. Entonces tomaron fuerza las “teorías de alcance intermedio” de raíz mertoniana y de carácter funcionalista. Para Lyotard, a medida que las meta-narrativas se desvanecen, la ciencia sufre una pérdida y deja de tener sentido  en su búsqueda de la verdad, de modo que debe encontrar otras formas de legitimar sus esfuerzos. Toda su teoría desemboca en el protagonismo absoluto de la tecnología, que le lleva a defender la idea de que para que el conocimiento sea considerado útil, tendrá que ser convertido en datos computarizados.

  1. La lógica cultural del capitalismo avanzado

Por otra parte, Fredric Jameson, uno de los autores que mejor ha estudiado la posmodernid ad desde una perspectiva marxista, relaciona la producción cultural de la posmodernidad con la frenética urgencia económica de producir constantemente nuevas oleadas refrescantes de géneros de apariencia cada vez más novedosa, con cifras de negocio siempre crecientes, una producción que asigna una posición y una función estructural cada vez más fundamental a la innovación y a la experimentación estética. Para él, la posmodernidad es, en esencia, la lógica cultural del capitalismo avanzado.

  1. La modernidad líquida

La cuarta dimensión que me interesa resaltar de eso que llamamos posmodernidad es, con toda seguridad, el concepto más difundido de la obra de Zygmunt Bauman, que se refiere a la modernidad líquida. Muy resumidamente, Bauman habla de la desaparición de las relaciones jerarquizadas del tipo centro-periferia, de la sustitución de conceptos como sistema, estructura, sociedad o comunidad por otros como red y espacio de flujos (Castells). La diáspora permanente en que se ha convertido la existencia humana ha dado lugar a un tipo de relaciones siempre provisionales, efímeras, endebles y múltiples que ponen en cuestión las antiguas identidades fuertes ligadas a los lazos interpersonales heredados y encerrados en instituciones sólidas. Esta perspectiva incluye la desmaterialización del capitalismo y la transformación de los mercados de bienes físicos en mercados de productos financieros, pero también de instituciones básicas como la familia tradicional (amor líquido) y todas las instituciones que dan cuerpo a la estructura sobre la que se asienta la modernidad sólida.

  1. El capitalismo simbólico

Por último quiero referirme a un aspecto de la posmodernidad también muy relevante, que es el que hace referencia a su dimensión simbólica. Se trata, desde esta perspectiva, de una propiedad consustancial a la misma naturaleza de la posmodernidad. Eduardo Grüner se refiere a ello como proceso de estetización o semiotización de la producción capitalista; un fenómeno que implica la pérdida de base material de la producción capitalista de modo que esta, cada vez más, depende de signos que parecen haberse desprendido de su significado, de sus referentes. Es lo que este autor llama lógica del simulacro, y, en un sentido más preciso, lógica del zapping. En su base está la fragmentación económica, política, social, así como la pérdida de la experiencia material. En la práctica consumista compulsiva, propia del mundo posmoderno, encontramos buenos ejemplos cuando una oferta aparentemente ilimitada en un mismo centro comercial nos ofrece productos clónicos en infinidad de tiendas, de modo que el resultado de nuestra elección como consumidores, en realidad, es inevitablemente siempre el mismo.

Estas cinco perspectivas de la posmodernidad siempre han sido conflictivas y, de alguna manera, todas ellas entran en un proceso de revisión tras la crisis de 2008, revisión que en este momento se ha acentuado. Y mucho.

Un tema clásico en la filosofía y también en la sociología es la oposición entre libertad y seguridad. Zygmunt Bauman dice al respecto en Mundo consumo (2010) que la construcción de la modernidad, en cada una de sus fases, ha consistido siempre en la búsqueda de un equilibrio entre estos dos valores extremos inherentes a la condición humana: el deseo de libertad y la necesidad de seguridad. Se trata de dos facetas que siempre han encontrado dificultades para ir de la mano; mientras la libertad tiende a crecer de la mano de la inseguridad, la seguridad rara vez implica mayores grados de libertad.

La tensión entre estos dos extremos está en la base misma de nuestra civilización, y me atrevería a decir que está también presente en la naturaleza de cualquier otra forma de convivencia. Quizá la expresión “búsqueda de un equilibrio” no sea la más adecuada, porque es muy probable que dicho equilibrio, si es que lo hay, sea en realidad el resultado de los acontecimientos en torno a los cuales tiene lugar dicha tensión.

Las sociedades posmodernas han perdido gran cantidad de mecanismos de seguridad compartida, tales como los que dieron contenido al estado del bienestar y que hoy han sido transferidos en su mayor parte a manos privadas

El auge y desarrollo de la posmodernidad a partir de los años 70 del siglo pasado y, especialmente, desde la publicación por Fukuyama de El fin de la historia y el último hombre, en 1992 (coincidiendo con la revolución neoliberal), ha descansado en un modo de vida buena basado en el éxito del individuo depredador que compite en un mundo privatizado y cruel en el que, para sobrevivir y para triunfar, tiene que ser más fuerte que los demás individuos. En este paradigma, al menos en su dimensión teórica, el valor de la libertad ha sido predominante, y el péndulo de la historia se ha alejado de la seguridad como valor social y cultural. Como consecuencia de ello, las sociedades posmodernas han perdido gran cantidad de mecanismos de seguridad compartida, tales como los que dieron contenido al estado del bienestar y que hoy han sido transferidos en su mayor parte a manos privadas.

Lo cierto es que el impulso de la revolución neoliberal ha sido de tal magnitud que nuestras sociedades afrontaron la Gran Recesión de 2008, en pleno apogeo de la posmodernidad, sin mecanismos de defensa, especialmente en los países del sur de Europa. La fase de recuperación provocó el enriquecimiento de los sectores mejor situados social y económicamente, mientras que los trabajadores, en su gran mayoría, continuaron perdiendo participación en la renta y en la riqueza de sus respectivos países, mientras se consolidaban grupos sociales como los propietarios del capital y los superejecutivos.

Así hemos llegado a 2020 con la promesa de que los efectos de la recuperación acabarían llegando cada vez a más amplios sectores de población; cuando entramos de lleno en esta etapa de confinamiento total que ha supuesto la pandemia de la COVID-19.

De pronto, nuestro mundo se ha visto sacudido por una ola de incertidumbre que nos ha hecho conscientes de nuestra vulnerabilidad. Así hemos tenido que aceptar la interdependencia como ingrediente principal para afrontar la situación. Han fallado todos los sistemas y, especialmente, ha fallado el mercado como institución central de nuestro modelo de convivencia. No ha sido la sanidad privada la que ha hecho frente a la pandemia, sino la sanidad pública. No han sido las rentas privadas, ni los bancos, ni las aseguradoras, quienes han salido a socorrer a las empresas y a las personas en apuros, sino el Estado con los ERTEs y con toda una batería de ayudas. Todos los países, en mayor o menor medida, han tenido que recurrir a los recursos públicos para hacer frente a la situación a través del endeudamiento.

Y es justo en este tiempo, cuando empezamos a vislumbrar los rasgos de la etapa pos-COVID, el momento en el que algunos nos preguntamos si será el mercado desregulado el que reconstruirá nuestras economías; nos preguntamos si será posible seguir pensando que el único modelo económico y social posible es el que ofrece la alianza histórica entre la democracia liberal (devaluada a su mínima expresión) y el neoliberalismo; si categorías como la clase social realmente han quedado atrás; si podemos confiar en la tecnología para recuperar o alcanzar un grado aceptable de bienestar; si no tendremos que volver a construir alianzas fuertes e instituciones sólidas que garanticen nuestro presente y nuestro futuro; si no tendremos que poner límite a la especulación en los mercados financieros; si no será el momento de forjar relaciones más humanas; si no habrá llegado la hora de que nuestros modelos de consumo estén más conectados con la realidad y sean menos simbólicos en términos de estatus, poder y prestigio.

Nos preguntamos, en definitiva si no será el momento de abrir un nuevo capítulo en la larga historia de la modernidad, dejando atrás la pesadilla de la posmodernidad.


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