viernes. 29.03.2024
Andrés Madrigal
Andrés Madrigal

@andresmadrigalg | Llevo toda la vida cocinando. Mi trabajo es ese. Lleno mesas de alegrías invisibles, de fuegos artificiales, de sorpresa y emoción. Para eso estoy aquí. Para llevar al plato la  alegría y conseguir alguna sonrisa, efímera, que te lleve a valles desconocidos y pulse fibras que nadie tocó. Sí, y me gusta. Es complicado, por no decir que es pérfido, a veces mi trabajo. El mío y el de todos los cocineros de raza que se dejan las manos en el empeño. En cada dolor de espalda, en cada menoscabo, en  la sangre que vierten las lampreas cuando se desangran antes de convertirse en bocado excelso. Ahí está el escondite eterno de la duda de lo bien hecho. Quizás es eso lo que me provoca el seguir cocinando. Quizá es Ahab el que grita buscando la ballena, quizás Sísifo y su piedra. Quizás es la certeza de que no hay dios que no exista en un bocado. Quizás estoy equivocado. No creo. Ese trozo de pan que mojas, rebañando, te delata.

Sirvo mesas, atiendo la sala, abro un vino y pruebo de sal una salsa. Bailo un baile de alcuzas y espumaderas, me salpica la grasa, y sonrío, a pesar de lo que pase, sonrío. Porque si vienes a mi casa lo más dulce que te puedo ofrecer es la esperanza de que una gota de amor se escurra desde tus labios y bese el mantel y lo pinte de sabor. Ese es mi trabajo, por eso vienes a verme, esa es la  sazón de  mi razón.

En la guerra del azafrán y la cúrcuma, en la batalla de la chuleta de vaca, bleue or saignant, sobre los oropeles del sabor que se alinean junto al garum, buceando en los piélagos procelosos de la Oreiller a la Belle Aurore y en plena justa con Carvalhos, con gourmets, con gastrósofos y gastropitecus varios, ahí estoy yo. Con mi ejército de bárbaros ilustrados. Esperándote. Armados con tenedores y chairas y  la Filología del Gusto, amargos como la genciana y la desazón de un mal servicio,  reconfortados  con la sensación del que cumple con su trabajo.

Es difícil de entender que el servicio es mi placer. Porque hay que servir para servir. Podría sonar a franciscano, podría sonar, incluso, a dominatrix y su esclavo. Atrévete a pensarlo. Pensad un segundo en mi trabajo, glotones, golosos, acostumbrados a las grandes óperas de lo sagrado de una becada en su punto de sangre o al perfume del café recién tostado. Lee mi poesía hoy, la que te regalo igual que te ofrezco un cuenco de sopa, aliñada con las mieles de lo simple y de lo más complicado, con mi sangre. Con la de todos nosotros, brigadas de la guerra del sabor, esclavos de  la esencia.

Soy cocinero. Y no soy el único. Cada día peleo con vendedores de pescado, con lonjas y tajadas, con copas por limpiar y el ansia del agrado. Soy yo, el que te espera, como diría Raphael. Soy yo.  Y no solo yo. Somos legión. Todos a los que debes el respeto del comensal educado, el que no adula,  el que se deja regalar y paladea.

Pensar que me invade el espíritu prohibido del placer, saber que mi lengua está en tu lengua y que la armonía del Olimpo está en un trozo de pan recién horneado me trae a los ojos lágrimas que ya se han llorado. Quizás lo parece pero no es fácil estar donde estamos. Sabed que depende de un ápice de verjus o de una gota de más de aceite perfumado el conseguir que tu risa no se agote en el próximo vaso. Gracias por entregarnos tu felicidad, perdón si no la logramos. Tu apetito es mi bandera, tu hambre mi canto.

En el dedo índice, debajo de la primera falange, de sujetar el cuchillo, tengo un callo. En mi mandil, mil recuerdos. Los aromas son mis compañeros y cada quemadura es un halago. Cabalgo a lomos del carbón y del rayo y manejo máquinas que ni Da Vinci, en su ilusión, pensó que llegaran a ser verdaderas aliadas. Como detrás de las horas, cuando salgo del trabajo, y sé que al final del día estoy cansado. Somos todos así, obstinados. La porfía está en los cortes de mi mano. Mi sevicia es lograr la dicha ajena. Mi salud, un puchero perfumado.

Te regalo, hoy, comilón, compañero de mesa, este elogio de mi profesión que no es para ti, sino para mis camaradas de oficio. Te espeto, de igual manera, un atracón de sabores. Que Gargantúa te acompañe, que Grimod de la Reyniere y Vatel bailen tu baile, que no te atragantes nunca. Que la fragancia del amor sea tu manjar y ciña tu talle. Ojalá tu mesa vista, siempre, un anaquel de sabores. Ojalá que nunca pases hambre.

Pero recuerda mi nombre. Soy cocinero, está donde esté. Te doy de comer en hospitales, en presidios, en altas mesas, en tabernas, en aviones, en hoteles, en mi casa, donde vengas. Soy el que te alimenta. Juego con tu risa y tu placer. Mi materia prima es etérea, no existe hasta que masticas. Mi orgullo es tu último bocado, mi paz tu penúltimo trago.

Porque soy cocinero, porque te quiero a mi mesa, porque tu gozar es el alma que alimenta mi hogar. Porque que te espero. Para servirte.

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