viernes. 29.03.2024
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El derecho a ser madridista. Ha sido tanto el desequilibrio informativo a favor del Atlético de Madrid a lo largo de la temporada y, con particular vehemencia, durante la semana de la final de Lisboa, que daba la impresión de que solo los rojiblancos tenían derecho a ganar la Copa de Europa o a pasearse orgullosos con su camiseta puesta. Pero no, los periodistas, los columnistas, los espontáneos (Almudena Grandes, Joaquín Sabina, Daniel Martín y tantos otros) se habían equivocado. Bastó darse una vuelta por la capital antes del partido para comprobar que los seguidores del Real Madrid no se habían amilanado ante el diluvio pro colchonero y salían dispuestos a llenar el Bernabéu, los bares, las casas de los amigos y, finalmente, a decenas de miles, a las seis de la mañana, La Cibeles. El intento de convertir el denostado bipartidismo futbolístico en un régimen de partido único gobernado por Simeone había fracasado y seguíamos siendo libres.

La demagogia, derrotada. A muchos no nos deja de sorprender cómo ha sido posible que tanta gente le haya comprado a Simeone su peronismo de barrio trufado de lenguaje machista: que si el Atlético es Robin Hood, que si es el equipo del pueblo, que si somos un equipo de hombres (sic), que si vivan las madres que parieron a estos jugadores con unos huevos enormes y tantas y tantas tonterías. Los medios de comunicación bendijeron el discurso y elevaron a categoría incuestionable que los del Calderón eran los únicos que trabajaban, que se esforzaban, que habían ganado partido a partido (filosofía pura), como si los otros equipos fueran una panda de vagos y niños bien, incapaces de dar un palo al agua. Lamentable. Afortunadamente, un italiano tranquilo y eficaz, Carlo Ancelotti, vino a poner las cosas en su sitio con racionalidad europea: 4-1 y a casa.

El fútbol bonito se lleva la Champions. Parecía hasta el último minuto de que, al igual en la final de Copa del Rey 2013, el juego rácano y duro iba a llevarse el gato al agua. No fue así. El gol del uruguayo Godín dio la medida de lo que el Atlético ha sido durante toda la temporada: un equipo incapaz de marcar goles encerrado durante largos períodos de los partidos en su área, sabiendo “sufrir”, como decían amablemente los medios de comunicación. Algunas veces le he denominado el equipo binario, por aquello del 1-0, 0-1, 1-1 repetido hasta la saciedad en sus resultados. La cuenta final de la Liga lo pone de manifiesto, con casi treinta dianas menos que el Real Madrid. Pero no: durante la segunda parte y, en especial, en la prórroga, los merengues demostraron su enorme capacidad para correr (sí, “Mono” Burgos, correr, que es lo contrario a que los jugadores se te caigan a puñados con calambres), atacar y mandar el balón dentro de la red, o sea, como saben hacer los mejores en este deporte.

Gana España, ganó el Real Madrid. Lo cierto es que la final de la Copa de Europa ha sido buena para nuestro país y la ha ganado solo un equipo: el que ya suma 10 Copas de Europa, más que ningún otro en el continente. De ese equipo podemos estar orgullosos todos: los que le apoyamos y hasta los que no (excluyo a los que le odian, pues sería pedir demasiado). Un equipo que ha construido su historia de éxito con tesón, con trabajo, con buen hacer, no porque nadie le haya dejado una herencia o le haya regalado los trofeos. Un equipo que no es moralmente superior, pero tampoco inferior, a ningún otro. Un equipo que tiene derecho a ganar y también a perder. Un equipo que merece ser tratado objetivamente por los medios de comunicación, algo que no ocurre ahora ni en Madrid, que es su ciudad y su nombre, que pasea por todo el Mundo con orgullo. Un equipo que tiene una afición tan respetable como la de los demás, compuesta por gente de dinero y obreros, de Chamartín y del Puente de Vallecas, de derechas y de izquierdas, mujeres y hombres, niños, jóvenes, adultos y mayores, madrileños, españoles y habitantes de todos los países. En fin, el Campeón de Europa y el Campeón de España un año más: el Real Madrid.

Y recuerden: esto es solo fútbol.

Con la décima seguimos siendo libres