jueves. 28.03.2024
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La fotógrafa franco marroquí Leila Alaoui y el conductor

Acabar lo que iniciasteis tú e Idbihi con Leila en los suburbios de Paris es el mejor homenaje que se le puede rendir y es el mejor consuelo para su familia, para sus amigos y para los hombres y mujeres de los suburbios que quisisteis dignificar

No hace mucho tiempo estuve en una velada en Bruselas en casa de unos amigos. Entre los asistentes estaba Abdellatif Laabi poeta, ganador del premio Goncourt, activista militante por  los Derechos Humanos, preso político durante más de 10 años y exiliado en Francia desde 1985. Volvió a entrar al país después de la amnistía de 1994. Después de la cena, la tertulia, muy amena ya, se transformó en memorable. Laabi, sin previo aviso, empezó a recitar versos de algunos de sus poemas. Reinó un profundo silencio, sólo se oía el deslizar de su voz, las palabras le brotaban entre los dientes para luego convertirse en chispas inflamables que querían abrasar  la maldad y a los malditos. De repente calló, respiró hondo y soltó con estruendo: TFOU, TFOU, TFOU. Quedamos boquiabiertos, maravillados por ese don y esa capacidad de persuasión lingüística en el fondo y en la forma que emanaba de un ser excepcional.

TFOU, TFOU en el argot marroquí es ese “escupitajo” que sale de lo más hondo cuando se quieren maldecir las injusticias y la angustia de la impotencia. Ese escupitajo, ese grito del alma, ese grito liberador es también un grito de repulsa, de protesta y de denuncia.

Cuantos motivos existen para maldecir con rabia tanta injusticia y tanto tormento cebándose, como casi siempre, en los excluidos, los desheredados, los despojados de sus tierras, de sus bienes, de sus identidades y de su dignidad.

La penúltima vez que grité TFOU, TFOU, TFOU, desgarrándoseme las entrañas, fue el pasado 15 de enero, al enterarme del vil asesinato de la fotógrafa franco marroquí Leila Alaoui. Ocurrió en Ouagadougou, capital de Burkina Faso; durante un atentado perpetrado por terroristas tan descerebrados como oscurantistas.

Estaba haciendo un reportaje para Amnistía Internacional sobre la situación de las mujeres. La acompañaba su conductor. Murieron los dos.

Él, colaborador habitual de Amnistía Internacional, era nativo del lugar. Dejó mujer y 4 niños.

 Ella, defensora de las causas perdidas, de las causas invisibles, de las causas silenciadas. Militante de las dos orillas, comprometida hasta la médula contra todo tipo de veleidades, contra los fanáticos, los tiranos y los sin seso de todos los lados, de todos los bandos y de todos los colores. 

Murió cumpliendo con un compromiso digno, como los otros muchos que había aceptado. Estaba ilusionada, esta vez tenía la oportunidad de retratar las huellas del olvido, de la soledad y de la ingratitud hacía los trabajadores norteafricanos jubilados de las fábricas de Renault en los suburbios de Paris. Están ahí, tirados como pañuelos de papel. Han hecho con ellos lo mismo que hicieron con los mineros en el norte de Francia, con los trabajadores del textil y sobre todo con los que lucharon en el ejército francés contra los nazis, en Indochina y  en Vietnam.

Quisieron repetir con los trabajadores norteafricanos del ferrocarril, pero después de una larga batalla judicial ganaron el derecho a una jubilación digna, con el temor de que las reglas del juego les sean cambiadas en cualquier momento.     

Esta misma semana, la ministra de Justicia de Francia, Christiane Taubira, dimitió por discrepancias con su gobierno sobre el despojo de la nacionalidad francesa a los binacionales, incluidos los nacidos en Francia, si son  acusados  de  delitos de terrorismo.

¿Pretenden quedarse en Francia sólo con los buenos? ¿Y los malos? ¡Al país de sus antepasados! Esos indígenas a los que colonizaron y despojaron de sus bienes en sus propias tierras. 

Ya eran de segunda  o de tercera categoría cuando el propio Valls dijo no hace mucho,  que había que acabar con “el apartheid social” en el que viven “nuestros hijos en los banlieues”.  Ahora son ya indeseables inclasificables.

Mientras tanto Dinamarca, otra  democracia avanzada, aprueba despojar a los refugiados de sus pertenencias. Sólo las valiosas. Así de claro y de sencillo, sin rubor ni vergüenza. Quieren, quizás, rememorar su antigua tradición vikinga de robar a los vencidos.

Holanda, acaba de anular unilateralmente el acuerdo  de seguridad social con Marruecos. Quiere que los jubilados marroquíes que quieran instalarse en su país de origen renuncien a la mitad de su pensión porque, dicen, la vida en Marruecos es más barata. Mientras, los viejos holandeses, “blanquitos” como dice mi amigo Mamadou, pueden elegir  vivir en España, en Portugal o incluso en Marrakech y Agadir con su intocable salario.

En Finlandia han organizado la milicia “Soldados de Odín” con cobertura institucional y mediática. Dicen que  es “pacifista, no racista y que sólo pretenden proteger  a la población autóctona de los invasores musulmanes”. Lo mismo que hacen Francia, Inglaterra, Estados Unidos y otros países, coaligados o no, en Siria, Irak, Libia, Yemen, Somalia, Sudán, Palestina  o Afganistán. Se doctoran todos en la misma universidad.

En Bretaña la Grande, el primer ministro, un día califica a los inmigrantes de  invasores, otro  día de enjambre y casi siempre  amenaza con expulsar a todo aquel que no aprenda a comportarse civilizadamente, “comme il faut” o sea, como él.

Mientras, a los jeques del golfo les reciben azafatas con bikinis si hace falta y a los teocráticos Ayatolas de Persia les tapan hasta las estatuas, mientras olvidan tapar sus propias vergüenzas. TFOU, TFOU, TFOU.

Por todo esto y por todo lo que queda por venir, la perdida de personas como Leila además de muy dolorosa es irreparable. Personas comprometidas hasta lo infinito y silenciosas hasta la  invisibilidad  como ella, son las que nos reconcilian con la humanidad, son las que palian los daños y preservan la esperanza.   

No corren buenos tiempos para la lírica. Malos augurios cuando en nombre de la democracia, de la civilización, del progreso están desfilando ante nuestras narices siluetas mojadas, despojadas, humilladas, estafadas, expulsadas, reexplusadas  a la espera de ser rematadas. 

Jacques Brel en  su canción “Les Singes” “Los monos” ya cantaba en los años 50 del siglo pasado: “Antes que ellos, la flor, el pájaro y nosotros vivíamos en libertad. Pero han llegado y metieron la flor en el jarrón, el pájaro en la jaula, y a nosotros nos pusieron números para luego construir cárceles, instaurar las condenas, y los antecedentes. Pusieron agujeros en las cerraduras y cortaron las lenguas como primera censura… y desde entonces no pararon de civilizar…”. ¡Ya ves, siguen civilizando!

Estoy cansado y quiero acabar, pero antes aprovecho este espacio para rendir un  homenaje a todos aquellos que se parecen a Leila y sobre todo a los que tuvieron la suerte de compartir con ella sus sueños.

A personas como tú, amigo Haji Youssef, que igual te encuentro en las “banlieus” de Saint Dennis y Montreuil  peleando por los  desfavorecidos como, al día siguiente, te sigo en el matadero de Casablanca instruyendo a los niños de la calle o pasado mañana, en Gaza para denunciar el bloqueo asesino del pueblo palestino.

Acabar lo que iniciasteis tú e Idbihi con Leila en los suburbios de Paris es el mejor homenaje que se le puede rendir y es el mejor consuelo para su familia, para sus amigos y para los hombres y mujeres de los suburbios que quisisteis dignificar.

Tfou, Tfou, Tfou...